Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés
Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés
Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés
Ebook221 pages3 hours

Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

Quien lea este libro no volverá a rezar del mismo modo. Sus páginas se adentran con admiración en la profundidad de las sencillas oraciones tradicionales, revelando su capacidad para transformar por completo nuestra vida.

Pocos tesoros tiene la Iglesia tan ricos, pero a la vez tan descuidados, como las oraciones de todos los días. Quizá lo que necesitemos no sea buscar oraciones nuevas, más modernas o más exóticas, sino aprender de nuevo, como niños, a rezar las oraciones cotidianas, desde el padrenuestro y el avemaría hasta la señal de la cruz, el gloria al Padre y tantas otras.

Todos las conocemos, pero solemos recitarlas sin pensar, apresurándonos para terminar lo antes posible. La finalidad de este libro es ayudarnos a saborear esas oraciones, despertando el asombro por la belleza y la sabiduría que contienen. A Dios le gusta lo pequeño y ha elegido ese medio tan humilde para volver nuestro mundo del revés.

LanguageEnglish
Release dateFeb 21, 2020
ISBN9781393022824
Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés
Author

Bruno Moreno Ramos

Bruno Moreno Ramos es un conocido bloguero español que disfruta escribiendo casi tanto como leyendo. Sus libros y otras publicaciones se caracterizan por el sentido del humor, la fe católica y el asombro ante la belleza de las cosas pequeñas. Vive en Madrid con su esposa y sus hijos.

Related to Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés

Related ebooks

Prayer & Prayerbooks For You

View More

Related articles

Related categories

Reviews for Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    Oraciones cotidianas que vuelven el mundo del revés - Bruno Moreno Ramos

    La señal de la cruz

    En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

    Cuando veo a un niño pequeño hacer la señal de la cruz, tengo la sensación de estar presenciando algo asombroso. Es como si escuchara casualmente a ese mismo niño discutir con sus compañeros del jardín de infancia las consecuencias del último descubrimiento de la física cuántica o a una niña saltar a la comba mientras canta una canción infantil sobre complicadísimos teoremas matemáticos. Me daría un pellizco en el brazo para asegurarme de que no estaba soñando.

    Un niño pequeño cristiano, en cuanto aprende a hablar, aprende también a santiguarse. Así, milagrosamente, por pura gracia, ese niño que todavía no sabe leer ya es más sabio que Aristóteles, Sartre, Nietzsche y todos los filósofos paganos o agnósticos de la historia. Al hacer la señal de la cruz está anunciando, con un gesto sencillo y una docena de palabras, el sentido de la vida y del universo, como si fuera lo más normal del mundo. No son palabras pronunciadas por un profesor en una conferencia de sabios de una universidad o en el seno de una sociedad secreta, sino dichas por un muchacho, con la misma naturalidad con que el niño besa a su madre al volver de la escuela. Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los cielos.

    De sus labios, que hace un rato gritaban de alegría por el simple placer de balancearse en un columpio, sale la explicación profunda de las galaxias y los agujeros negros, del hombre y de los océanos, de las altas cordilleras y del más pequeño grano de arena. Este es el sentido de todo lo que existe: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Esa la respuesta profunda a todas las preguntas del hombre, empezando por la famosa pregunta de Leibniz y tantos otros filósofos: ¿por qué el ser y no, más bien, la nada? Es la clave del pasado más allá del Big Bang, del presente efímero, que en cuanto pensamos en él ya ha desaparecido, y del futuro hasta el fin del mundo y por toda la eternidad. Todo lo que existe, existe por Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

    Detente un momento a pensar lo que estás haciendo cada vez que haces la señal de la cruz. ¿Qué sentido tiene que pases los primeros veinte o veinticinco años de tu vida estudiando si no consideras, admirado, la verdad más importante de todas, que está en la señal de la cruz? ¿De qué te sirve conocer la historia antigua, la solución de ecuaciones matemáticas o las partículas de las qué están hechos los átomos, si no meditas el misterio que está más allá del tiempo, que resuelve el enigma de la existencia y que es una realidad más profunda que ninguna otra?

    La Trinidad que proclamas al hacer la señal de la cruz es el Misterio que ilumina todos los misterios de tu vida, poniendo luz donde reina la oscuridad y esperanza donde solo hay desesperación. ¿Quieres saber para qué existes, de dónde vienes y a dónde vas? Haz la señal de la cruz. ¿Quieres saber por qué existe el mundo? Haz la señal de la cruz. ¿Quieres conocer el sentido de tantos sufrimientos y oscuridades, descubrir la esperanza que no se pasa, tocar con los dedos el verdadero núcleo del ser y la existencia? Haz la señal de la cruz.

    Si lo piensas, no sería raro que, al rezar esta brevísima oración, te quedaras mudo y paralizado por lo que estás diciendo. La señal de la cruz no solo proclama que Dios existe, sino también un misterio mucho mayor: el misterio de quién es Dios. No es un simple conocimiento de libros, de estudiosos o pensadores, sino de hijos que saben por experiencia de quién están hablando. Dios es Padre, ¡tu Padre!, es Hijo, ¡tu hermano y salvador! y es Espíritu Santo, ¡el que te da la vida eterna! Al hacer la señal de la cruz das testimonio ante el mundo de que eres familia de Dios, de que, como San Pablo, has sido elevado al séptimo cielo y has sido adoptado en el seno del misterio de todos los misterios, en el centro de todo que existe, que es la Trinidad.

    En todo, la cruz

    Este conocimiento que los sabios ansían conocer lleva consigo una misión. El niño pequeño, trazando torpemente la señal de la cruz, está santificando el mundo y consagrándolo, mediante la invocación del Dios tres veces Santo, el único Santo. Cumple así la misión más importante que tiene y para la que ha nacido: dar gloria a Dios y ponerse a la cabeza de la creación en la alabanza al creador de todo.

    Por eso los primeros cristianos hacían la señal de la cruz constantemente. Decía Tertuliano, en torno al año 200: en todo lo que hacemos, cuando entramos en un lugar o salimos de él, antes de vestirnos, antes de bañarnos, cuando comemos, cuando encendemos las lámparas por la tarde, antes de retirarnos por la noche, cuando nos sentamos a leer... antes de cada tarea, trazamos la señal de la cruz en nuestra frente. Los cristianos, por nuestro bautismo, tenemos la tarea sacerdotal de consagrar el mundo a Dios, mediante el ofrecimiento de todo lo que hacemos: todo lo que hagáis, de palabra o de obra, sea todo en el nombre del Señor Jesús. Y todo quiere decir todo, hasta las más pequeñas cosas: ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.

    Es una misión que nos cambia y nos transforma por completo, introduciéndonos en el misterio de Dios. Al hacer sobre nosotros la señal de la cruz e invocar a la Trinidad, nuestro cuerpo queda tocado por la eternidad de Dios y refleja un destello sobrenatural de su gloria. Por eso los cristianos no terminamos de encajar en este mundo, no vivimos ni pensamos ni actuamos como los demás. Extranjero soy sobre la tierra. La gente nos mira y se extraña al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito. La señal de la cruz es un signo de que no somos de este mundo, sino que nuestra patria está en el cielo.

    Milagrosamente, en un mundo que cambia constantemente, que se apresura y corre sin saber a dónde va, el único que permanece firme y que no se tambalea ante los terremotos de la historia es ese niño que hace la señal de la cruz y que parece tan pequeño, insignificante y débil. En él se cumple el viejo lema de los monjes cartujos: stat Crux dum volbitur orbis; el mundo da vueltas, pero la cruz permanece firme.

    Al hacer la señal de la cruz tocamos con los dedos el centro mismo del universo, que es la Trinidad y besamos la cruz gloriosa que señala ese centro. La cruz es como un ancla que nos sujeta a la eternidad, para que los vientos del cambio, las modas y las opiniones y las tempestades del pecado y la pasión no nos sacudan y nos lleven de un lado para otro. ¿Tienes miedo? Haz la señal de la cruz. ¿Estas tentado? Haz la señal de la cruz. ¿Te sientes débil e inútil? Haz la señal de la cruz. Todo lo que vemos a nuestro alrededor, imperios, países, empresas, sistemas políticos y económicos, organizaciones... todo eso pasará y será olvidado, pero la Cruz seguirá estando ahí, porque sus raíces son más profundas que el mundo. Y junto a ella estaremos nosotros, abrazados a la cruz y sabiendo que vamos a vivir para siempre. ¡Para siempre!

    No solo ese niño pequeño es más sabio que los sabios y permanece en pie cuando los fuertes caen derribados, sino que además hace sin miedo, con sus dedos inocentes, un gesto que imita la tortura más horrible que pudieron inventar los pueblos de la antigüedad. No es casualidad ni ingenuidad, sino otra muestra de una sabiduría que no es de este mundo. Quizá el niño aún no ha experimentado lo que es el verdadero sufrimiento, pero ya sabe dónde está su cura y tiene en sus manos el secreto de la inmortalidad. Ese simple gesto está proclamando el sentido del sufrimiento, del dolor y de la muerte.

    Por una paradoja de las que tanto le gustan a Dios, en el sufrimiento del Señor, en la ocultación total de su gloria, es cuando más claramente se manifiesta su divinidad. En la cruz brilla el amor gratuito al enemigo y se revela que Cristo es imagen de Dios invisible, que es verdaderamente el Hijo de Dios. Jesucristo es el único que ha cumplido el Sermón del Monte, que ha amado a sus enemigos hasta dar la vida por ellos, que ha muerto bendiciendo, diciendo bien de los que le mataban, intercediendo por ellos ante el Padre.

    ¿Sufres? Haz la señal de la cruz. ¿Estás en oscuridad? Haz la señal de la cruz. ¿No entiendes nada? Haz la señal de la cruz. Con ella se hace posible lo que es imposible: el amor al enemigo, al que te destruye, al que te hace sufrir. Con ella el hombre, asombrosamente, puede amar como el Amor mismo, puede dar su vida como la dio el Hijo de Dios y puede cumplir el nuevo mandamiento: amaos unos a otros como yo os he amado. Es un secreto milagroso que supera nuestra inteligencia, pero se nos ha regalado en la cruz de Cristo, para que cualquiera pueda conocerlo: un niño, un ignorante, un pobre, un rey o un pecador como tú o como yo.

    Ante unos dedos que hacen la señal de la cruz, la creación entera se estremece, porque recuerda aún aquella ocasión terrible en que Adán y Eva tomaron el fruto prohibido del árbol del conocimiento del bien y del mal y abrieron la puerta a la muerte y al pecado, esclavizando a todas las criaturas. Los cristianos, en cambio, trazan sobre su frente y su pecho la figura de otro Árbol más alto, cuyo fruto santo cura lo que enfermó en el paraíso, libera a los cautivos y repara por fin lo que rompieron las manos de Eva.

    Como cuenta el libro del Génesis, Adán y su esposa, al desobedecer a Dios, se dieron cuenta de que estaban desnudos. En cambio, cuando hacemos la señal de la cruz nos revestimos de Cristo y vamos transformándonos en Él. Si el fruto del primer árbol fue la muerte, el fruto del árbol que dibujamos sobre nuestra frente y nuestro pecho es la vida que no se acaba. La desobediencia es lavada por la obediencia, la voz del Espíritu Santo ahoga la tentación de la serpiente y la muerte introducida en el mundo es vencida por el Resucitado.

    La señal de la cruz es, finalmente, un gesto desafiante de victoria: ¡Yo he vencido al mundo!, proclama Jesucristo. ¡Yo he vencido al mundo en Cristo!, proclama cada cristiano al hacer la señal de la cruz. Ante ella, los demonios huyen, la mentira y la oscuridad retroceden, la tentación se disipa y las criaturas alaban al Creador, reconociendo a un verdadero hijo de Dios. La señal de la cruz es el resumen de nuestra fe, de la esperanza que no defrauda y de la caridad de Cristo. Es un estandarte de cruzado que cabalga triunfante hacia el combate, de apóstol que sale a evangelizar el mundo, de mártir que da la vida por su Señor y de virgen consagrada que suspira por encontrarse con su Esposo.

    Cada vez que hacemos la señal de la cruz sobre nuestra frente, estamos recordando la victoria de Dios sobre la muerte y elevando la mirada al cielo, donde Cristo nos espera y nos dará a besar sus llagas gloriosas. Allí veremos al Señor cara a cara y llevaremos su nombre en la frente y reinaremos por los siglos de los siglos. Si con Él sufrimos, reinaremos con Él. La señal de la cruz es nuestra espada, nuestra coraza y nuestra corona, es la escalera que conduce hacia el cielo y la llave que abre la puerta de la vida eterna. Somos los verdaderos cruzados, que, enarbolando el estandarte de la cruz, no luchan ya por recuperar la Jerusalén terrestre, sino por alcanzar la Jerusalén del cielo, que dura para siempre.

    La señal de la cruz es, en definitiva, una de las grandes maravillas del mundo, más alta que las pirámides, más luminosa que el faro de Alejandría, más bella que los jardines colgantes de Babilonia y más poderosa que la gran muralla china. Quizá, después de hacer la señal de la cruz, el niño continúe con sus juegos o el adulto con sus ocupaciones y preocupaciones, pero ya nada es igual. Aunque solo haya sido durante un instante, la oscuridad ha dado paso a la luz inmortal, la muerte ha vuelto a ser humillada, el cielo ha tocado la tierra, el mundo se ha santificado, la creación ha alabado a Dios y el gran misterio del universo se ha revelado a los hombres.

    E:\Vita Brevis\Libros\Bruno\Oraciones revolucionarias\Ilustraciones\Crucifixion_013 300 mediano.jpg

    Señor, ábreme los labios

    Señor, ábreme los labios. Y mi boca proclamará tu alabanza.

    Esta oración, que la liturgia de la Iglesia propone como primera oración del día, es extraña y misteriosa. Lo primero que notamos es que no tiene sentido pedir que Dios nos abra los labios. ¿No están abiertos ya? Parece evidente que, si lo podemos pedir, es porque tenemos la boca abierta. ¿Por qué entonces pedimos que Dios abra nuestros labios? Se diría que es una oración absurda.

    En realidad, como veremos, esta oración es el paradigma de la magnanimidad,  la virtud que nos ensancha el corazón y nos lleva más allá de nosotros mismos, más allá de nuestra pequeñez y de la mezquindad, para desear grandes cosas y pedírselas a Dios. Lo que nos propone la Iglesia es que empecemos el día pidiendo nada más y nada menos que un milagro.

    Pedir un milagro

    Se trata del milagro de alabar a Dios, un milagro que tenemos que pedir todos los días, porque habitualmente somos incapaces de alabar. Ya sea por el sufrimiento, el aburrimiento, la angustia, la rutina o el pecado que nos ata, no brota de nosotros la alabanza. Podemos abrir físicamente la boca y decir las palabras, pero a menudo nos resulta imposible alabar a Dios de corazón. Como el joven de la Escritura, tenemos dentro un demonio mudo, que nos impide alabar a Dios y nos repite una y otra vez: ¿Alabar a Dios? ¿Qué razón tienes para proclamar sus alabanzas, si estás cansado, no has dormido suficiente, tienes una enfermedad, tu matrimonio es un desastre, tu jefe te esclaviza, no tienes dinero y este día va a ser igual de malo y aburrido que el de ayer?.

    Cuando esa tentación no basta, entonces es el mundo el que nos impide alabar a Dios, con sus preocupaciones, prisas y ruidos que nos rodean por todas partes. Me atacan por detrás, me acosan por delante. Incluso si conseguimos salir de ese ruido, entonces son nuestros propios pecados los que nos empujan a la desesperación y al silencio, diciéndonos: ¿Cómo vas a alabar tú a Dios si estás lleno de pecados, si eres un envidioso y un lujurioso, si no tienes fe, si después de tantos años no te has convertido, si no eres digno de levantar los ojos a Dios?. La misma Santa Teresa, siendo ya monja, se pasó años sin hacer oración personal porque no se sentía digna de acercarse a Dios, hasta que se dio cuenta de que esa falsa humildad era un engaño del demonio.

    En lugar de alabanza, lo que sale de nosotros es quejas, quejas y más quejas, montañas de quejas. Para sanar nuestra incapacidad de alabar, hace falta un milagro. No basta que nuestra boca esté físicamente abierta. Necesitamos que nuestros labios se abran en sentido espiritual y existencial, de modo que podamos ser como la Virgen, que exclamó: proclama mi alma la grandeza del Señor. Si queremos rezar bien, tiene que abrirse la boca de nuestra alma, para que proclamemos la grandeza de Dios y cantemos sus alabanzas.

    Si Dios nos concede ese milagro de alabarle, a la vez estará alimentando nuestra fe y dándonos una razón más para creer en Él. Desde el comienzo del día podremos decir que hemos visto actuar a Dios en favor nuestro, que hemos experimentado que Dios puede hacer milagros y regalarnos lo que para nosotros es imposible. Como los antiguos hebreos, proclamaremos con conocimiento de causa: ¡grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente!

    Poder alabar a Dios parece poca cosa, pero no lo es. Todos sabemos que necesitamos comer, beber, respirar, dinero para vivir, una casa donde dormir y una multitud de cosas más. En cambio, muy pocos serían los que pusieran en primer lugar en esa lista de cosas necesarias el hecho de alabar a Dios y adorarlo. El problema es que pensamos como los hombres y no como Dios y, por eso, no somos conscientes de la importancia de la alabanza. No solo es algo necesario, sino que es lo más necesario, lo único verdaderamente necesario, porque la alabanza a Dios es el comienzo del cielo.

    En el Reino de los Cielos se cumplirá lo que canta el Salmista: bendeciré al Señor en todo tiempo y toda mi vida te bendeciré. Allí descubriremos que estamos hechos para alabar a Dios, contemplarlo y adorarlo y que eso es lo único que puede hacernos plenamente felices. Viviremos para alabanza de la gloria de su gracia, como soñaba San Pablo, y nunca nos cansaremos de descubrir la Belleza, la Bondad y la Verdad inagotables de Dios.

    Por eso enseñaba San Agustín, comentando los salmos, que "toda nuestra vida presente debe transcurrir en alabanza a Dios, porque en ella

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1