El Quinto Evangelio: Según Flavinia Marcio
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"Como el da del Bautismo, de pronto el cielo cambi de forma, o de profundidad, la noche se trunc en una gran masa de manto negro y temible. Desaparecieron las estrellas, la luna nunca haba salido, ahora estara tragada por la inmensa concavidad de la tormenta que se gesta. No hubo trueno, no hubo relmpago. Se desgarr la oscuridad en un torrente de agua, la lluvia demandada por la escasa fe de Flavinia. Jess que estaba a veinte pasos habra intervenido, despus de todo. Ciertamente no era necesario saberlo. El ruido del agua creci de a poco sobre las piedras colgantes, el agua fue al hoyo en rebanadas de gran fuerza, dilatando el polvo que ya no es. Flavinia se desgarr el manto que se haba aherido a su cuerpo de plomo, se abalanz para abrazar el lodo, y arrancar una raz muerta, una raz que ahora tendra vida, entre el agua, y la tierra que se ha vuelto arcilla; se frot el rostro, el cuello, hundi la cabellera antiguamente quemada, ahora la senta ya resucitar al roce de las rocas, dej que todos sus aos y su cuerpo desnudo se baaran como en Roma, sin perfume, pero con el agua que es ms pura de la que baja del Palatino en Primavera.
El Quinto Evangelio establece un nexo entre el primer siglo de la cristiandad y el presente. Se lee en el Captulo de La Ejecucin:
"Deodoro Contreras muri a las siete y cuarenta. La cmara qued invisible para Vespasiano y el abogado, y para todos en verdad, cuando se corri una pesada cortina. No les era permitido ver el descenso del cuerpo exnime desde el lecho de lino.
Se puede afirmar, sin metforas, que se revivi una vez ms la escena de la muerte en la cruz. No obstante, nadie esper que Contreras pudiera acogerse esta vez a los beneficios de la resurreccin"
Fernando Caballero
Fernando Caballero nació en Paraguay. Estudió con los jesuitas en Santa Fe, Argentina, y con los vascos de Euskal Echea de Llavallol, provincia de Buenos Aires. Su espíritu aventurero lo llevó a recorrer América del Sur y algunos países de Europa. En Bogotá, Colombia, El Tiempo lo nombró corresponsal viajero en los Estados Unidos. Su primera obra, El Río del Este, mereció comentarios elogiosos de Donoso Pareja, Emmanuel Carballo y La Prensa de Buenos Aires, entre otros. Mis obras no son muy leídas, asegura Caballero, y están sepultadas en la web, El Quinto Evangelio, Sois como dioses, etc. Si mis novelas las leyeran en Suecia ya me hubieran otorgado el Premio Nobel, agrega Caballero con un dejo de sarcasmo.
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El Quinto Evangelio - Fernando Caballero
Fernando Caballero
El Quinto Evangelio
(Según Flavinia Marcio)
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A la memoria de mis padres y hermanos.
A mi hermana Isidora, mujer de temple,
mujer sabia y generosa.
A mi gran familia de Buenos Aires.
A mis hijos Larry, Glen y Nancy.
INDICE
A
B
C
D
Primera Parte - Capitulo 1
E
Segunda Parte - Capitulo 2
Capitulo 3
F
Capitulo 4
Capitulo 5
G
Capitulo 6
Capitulo 7
Capitulo 8
Capitulo 9
H
I
Capitulo 10
Capitulo 11
J
Capitulo 12
K
L
Capítulo 13
Capitulo 14
M
Capitulo 15
N
A
INTRODUCCIÓN
Llama la atención el relato elegante y sobrio que Indro Montanelli propone sobre la muerte de Sócrates en su libro Historia de los Griegos. Llegado el momento, escribe Montanelli, bebió la cicuta con mano firme, se tendió en el lecho, se cubrió con una sábana, y debajo de ésta esperó la muerte, que le empezó por los pies y le subió lentamente a lo largo del cuerpo.
Es decir, la muerte como una experiencia notablemente sencilla, casi un hecho que pudiera repetirse en muchas instancias de la vida del ser humano. Sin embargo, es el proceso último que no parece tener una reversión posible.
Sócrates y el proceso último. Otros hechos de esta naturaleza - irreversibles como sospechamos - han sido relatados extensamente, ya por la relevancia histórica, o porque en determinados momentos de la Historia, la normativa reinante demandaba que esos hechos fueran ornamentados con vibrantes panegíricos para la posteridad.
Según San Ireneo y Orígenes, experiencias últimas, como la de Cristo, fueron relatadas con devoción y estudiada reverencia. Especialmente Mateo, Marcos y Lucas, llamados los sinópticos, dejaron una imagen de Cristo consistentemente uniforme, profundamente espiritual.
Rafael, siglos después, en un cuadro excepcional, intérprete de esos tiempos, presenta al Hijo de Dios en medio de una nube y arrastrado por cuatro seres mitológicos: el hombre, el león, el toro y el águila. Rafael fue un atento lector del Libro de las Revelaciones.
El primer evangelista, Mateo, deja historias y leyendas más humanas, acaso por su profesión de alcabalero que ejercía a favor de los invasores romanos antes de plegarse a los apóstoles.
La Historia, o los historiadores, (los evangelistas, podríamos agregar), distorsionaron ciertos acontecimienos, tal vez en la confusión de la época, o para que se cumplieran las profecías. Este es el caso de Judas Iscariote. Suetonio y Tito Livio nos aseguran que este griego-apóstol no pereció meciéndose al viento y colgado de la rama de un sicomoro. Habría muerto en Roma durante el horrendo reinado de Nerón, posiblemente acusado de incendiar Roma, o confundido con un cristiano seguidor de Pedro. De cualquier modo, de haber sido arrojado a los leones del Circo Máximo, su suerte no hubiera sido menos trágica.
El sucesor de César Augusto, Tiberio, había comisionado a Iscariote y a una mujer(1) al reino de Judá y de Benjamín para atestiguar si había alguna verdad sobre ciertos hechos notablemente insólitos que se atribuían a un semita llamado el Nazareno. Ya en tiempos de Arquelao, y cuando moría Augusto, llegaban historias sobre este extraño individuo que con sólo doce años había asombrado a los doctores y jueces del Templo de Jerusalén. Diseminaba supuestas enseñanzas sobre una nueva ley que reemplazaría a otras leyes de un profeta llamado Moisés. Con el correr de los años, el asombro inicial de los doctores y de los jueces se convirtió en dudas, después en abierto antagonismo, más tarde en acusación de blasfemia. Y después de un juicio expeditivo, y sin los beneficios de un abogado, este Nazareno fue condenado a muerte (2).
También, en los primeros años del procurador Herodes, informaron a Roma que una devastadora plaga de langosta se había extinguido sin causar mayores daños a los cultivos de hortalizas en Palestina. Aparentemente, el Nazareno tenía algo que ver con todo esto. Habría que investigar si este hombre era un amigo, o un posible revoltoso al servicio de los israelitas.
***
Corría el año 34 en el Imperio Romano. Tiberio era el nuevo emperador, yerno y protegido del primer dios del Imperio, Augusto.
Tiberio era un hombre temerario. Desafiaba a los dioses, entre ellos al padre político, quien era el primer dios consagrado así por patricios y plebeyos.
Tiberio odiaba al Senado con exasperado fervor. Dentro de ese cuerpo de una opulencia manifiesta, se ocultaba no obstante, un hombre de crueldad apenas mediocre. Si no temía a los dioses, vivía amedrentado por la esposa Julia, la hija de Augusto.
Leía obsesivamente la historia de Ciro, los versos de Virgilio. En las noches calientes, o de vientos húmedos, se paseaba por horas entre las fuentes y las ánforas bañadas en oro, entre las hijas de Vesta que había mandado secuestrar del templo de la diosa. Las batallas nocturnas eran no solamente contra la humedad y los insectos, eran especialmente contra la escasez de trigo y la disminución del comercio con Oriente.
Necesito una idea que pueda aminorar la paulatina vorágine que se avecina - piensa Tiberio sin saber muy bien si se refiere a las remotas comarcas del Imperio, o en un sentido más casero, a la atormentada vorágine de Julia. Se acuerda de los problemas de Palestina referidos por el procónsul de Jerusalén. Se acuerda del misterio de la plaga de langosta, de los vientos sediciosos que continuamente azotan a aquella región.
Tiberio fue uno de los emperadores más controvertidos. De haberse acogido por siempre bajo el cuidado decoroso de su primera esposa Vipsiana, hija de Agripa, hubiera podido edificar una mejor imagen. Augusto, no obstante, lo casó con la hija adúltera Julia, y ésta lo convirtió en sus últimos días en un hombre opaco y de fuertes amarguras.
***
Cristo, el Hombre temido por Tiberio, y quien vivía a dos mil estadios de distancia, cumple hoy treinta años; y acaba de caminar sobre una laguna, caminata precursora de otra caminata más extensa y exitosa, que tiempo después, emprendería sobre las aguas del Lago de Genesaret.
El calendario romano está adelantado en cuatro años al calendario cristiano. El número cuatro es, en efecto, el primero que es perfecto dentro de la historia de los números. San Agustín, en Las Confesiones, observa que es el número seis, tal vez inspirado por la tenebrosa cifra seiscientos sesenta y seis del Apocalipsis.
Otro hombre cumple treinta años hoy en Roma. Es Judas Iscariote, cuyo nombre es aún Anaxandro, irremediablemente griego. Había nacido en la Isla de Mitilene, habitada sólo por mujeres.
(1) Se puede consultar, más adelante, la verdadera historia de Iscariote y la de esta mujer, en Flavinia Marcio 1:1, y versos siguientes.
(2) Este evento de la crucifixión se repetirá (por milésima vez) en los albores del Siglo XXI en un edificio de Manhattan, en una salita moderna y rebosante de luz. Y el reo será Deodoro Contreras. Su cruz estará revestida de un lienzo de lino inmaculado.
B
LA MUERTE INCOMPLETA DE
HORACIO DELACUA
Ante ese espejo corroído por la humedad y la negligencia, Horacio Delacua se observa joven, esbelto, ligeramente atractivo, aunque con algunos dientes desaparecidos también por la negligencia. No soy un héroe, ni un inmortal, masculla sin rumbo y con desordenado fastidio, un tanto encorvado hacia la propia imagen, obligado por la columna vertebral que empieza a deteriorarse bajo una artrosis lenta y despiadada. Pero la columna es un cuento ínfimo en esa suma de angustias que se desliza bajo la piel de Horacio.
La biopsia de la próstata es un círculo compuesto de pequeños puntos opacos que le ha comunicado el oncólogo sin una emoción siquiera de cortesía. Es su trabajo, es un profesional. Las emociones juegan un papel irrelevante, no son copiadas en las placas de rayos equis. El cáncer es una noticia que se archiva en un fólder rojo, observa Horacio, resignadamente.
Con la diestra en alto aprieta el pequeño envase plástico de Ambiem. Con seguridad lo podrá destapar sin un esfuerzo excesivo. En el peor de los casos, utilizará una tenaza que siempre espera frente al espejo. Nada resiste a la tenaza, ni siquiera una tapa de plástico. Es una pastilla ovalada y diminuta que le hará dormir toda la noche.
Lee otra vez las instrucciones. La luz tímida de una lámpara rojiza, desprolija, se proyecta sobre su cara sin arrugas, de hace cuarenta años. Los efectos secundarios e indeseables se enumeran con eficiencia y parquedad, por orden alfabético. Es imperativo leerlos. Imperativamente producen un vaivén de aprehensiones graves. Infecciones en las vías urinarias, UTI las denominan en inglés, un idioma que inventa y ama las siglas; mareo, náusea fuerte, vómito, y por último, esos efectos posibles e inamistosos enumeran la muerte, la que es insertada dentro del catálogo fuera del orden alfabético, y solamente por un motivo de equidad. Por otra parte, así lo requiere la Administración de Drogas y Alimentos. Ambiem es un engranaje capaz de equilibrar nuevamente las grietas del cerebro acumuladas en el transcurso de una jornada frenética, por así decirlo.
Horacio, en verdad, quisiera ser un ave, quizá un ángel; así evitaría la frustrante lectura de esas letritas que se deforman bajo la escasa luz. Si fuera un ángel ya estaría muerto. No tendría necesidad de enfrentar esa noche, como tantas otras, como una probable pesadilla de ojos abiertos. El furioso resplandor escarlata de una radio-reloj son espinas que se incrustan, que asaltan e interrumpen esos escasos instantes de dormir. Y en suma, todo se torna un tropel de caballos desbocados, zanjones estrechos de insectos muertos. Las noches de Horacio son las más de las veces fantasmas que cruzan el dormitorio de un ángulo a otro, que aprietan sin ahogar. No dejan despertarlo totalmente sin embargo, estos espíritus inamistosos, crueles por momentos, ya que no le permiten perecer con dignidad, sino con una lenta asfixia bajo esas sábanas que se han vuelto cobertores de acero.
Horacio recuenta tozudamente esas pastillitas. Sabe que son treinta. No debería tener duda sobre eso; pero es que la lógica de todos los días se ha desmoronado para dar paso a una confusión extrema. La muerte está al alcance de todos; obnubilado por esta verdad implacable, se propone atacar el esófago con un movimiento brusco. Y lo hace, ayudado por un pesado vaso de leche. Se adelanta a la consumación del cáncer, que según su oncólogo, es inexorable.
Todo está medianamente claro. Esos comprimidos ya no serían amarillos al deslizarse hacia la profundidad del cuerpo. Es posible que sean del mismo color del cieloraso que semeja una capa de cemento fresco que desciende hacia su lecho. Son las 23:00, hora del reposo final, o del inicio de un viaje incierto. Se sumergirá sin prisa en ese túnel de albo resplandor que atestiguan los que se fueron fugazmente, y regresaron para atestiguar que uno puede, en verdad, tropezarse con toda la magnificencia y el misterio de una muerte incompleta.
Se tendió en el lecho king size, se cubrió con el cobertor de doscientas estrías, y debajo de éste esperó el impacto suave del túnel de luz. Así estuvo escrito desde la antigüedad. Por los pies empezaría en un instante a ascender el cosquilleo de las arterias que se enfrían pausadamente. Es un ex Horacio.
C
TIBERIO - LA MISIÓN DE PALESTINA
- Ea tempestate - gruñó hacia las columnas dóricas el emperador Tiberio, hacia un par de vestales que habían sido secuestradas del templo para el servicio doméstico del emperador. Conservaban alguna forma de elegancia estas sacerdotisas, aunque con el Imperio que muestra los primeros signos de decadencia, también ellas ya no denotan el mismo garbo virgen y pulcro de los tiempos de la República y de los Gracos. Además, algún Petronio, arbiter elegantiarum, habría abusado de ellas asíduamente. Más tarde, vejadas y un tanto anémicas, fueron presas de algunos malvivientes crapulosos que vinieron desde los alrededores del Circo Máximo. En cierto modo, Tiberio las amaba con la misma intensidad que las ánforas bañadas en oro que le había obsequiado Pompeyo. Y si no hubiera sido por la hija de Augusto, su intimidante esposa Julia, hubiera desposado a una de estas ex vírgenes.
Anaxandro, griego de un evidente desaliño, había acudido a la cita puntualmente. Su mente tosca no registró el esplendor del latín de Cicerón.
- Soy griego, Vuestra Excelencia - balbuceó confundido. Estaba parado frente al dios del pan y del circo, ligeramente más alto que él, empero, menos pedante, como corresponde a alguien que no es dios.
- Sí, en aquel tiempo, in illo tempore, dicen los vulgos griegos. Entonces temía por mi vida, pero gracias al valor de Augusto, llegué al trono. Vencí a los senadores patricios.
Anaxandro hizo una venia de aprobación.
- Eres de Mitilene y has luchado con valor en Accio - anunció Tiberio. Agregó:
- Sycarius, este es el nombre que tomarás. Iscaryote, hombre de espada. Irás a Palestina y me informarás sobre las intenciones de un tal Nazareno que dice ser profeta o enviado de Dios. Quiero saber a qué dios se refiere. Al parecer es un semita rebelde o el mensajero peligroso de los hijos de Arquelao. No te comunicarás con el Procurador Pilato. No confío en este pazguato galo.
- Seré un espía - pensó Anaxandro, Iscariote ahora.
- Id voluntate mea factum est - entonó el emperador extendiendo un brazo hacia Oriente. No quería dejar ninguna duda que su voluntad era incontrovertible, definitiva.
Iscariote no tenía necesidad de comprender la explosión inútil del hombre.
- Hablo arameo además del griego, pero no latín - protestó el que iba a ser enviado.
Tiberio desechó la ignorancia latina del súbdito. Se dirigió hacia las sombras, más allá de las columnas, y enarboló un gesto que Iscariote tampoco entendió.
Apareció una vestal de vestimenta un poco ajada, amarillenta, tal vez una meretriz que vivía en el palacio imperial al servicio de lictores y de jardineros. Era en verdad una mujer de buenos modales, hasta es posible, de sangre patricia. Saludó con una media genuflexión, primeramente al amo máximo, después a Iscariote. La saya de lino o seda tenía un nudo floral sobre cada hombro. Una mujer de brazos fuertes y bronceados, una cara sin expresión cierta, una sandía de corte transversal, los ojos opalescentes. Iscariote se llenó el pecho de una emoción torpe, sin destino.
Un centurión ataviado de acero acompañaba a la mujer. Anunció con el brazo izquierdo sobre el pecho:
- Flavinia Marcio.
El nombre diseminó ecos entre los pilares.
Un esclavo descalzo ofreció tres copas de vino.
- Un brindis por la misión de Palestina. Es vino griego de los viñedos de Tesalia.
El vino era bermejo como la cara del emperador.
Bebieron hasta que el sol se desdibujó detrás del puente Mulvian .
- En dos horas les aguarda la nave que les llevará primeramente a Sicilia, después a Creta y finalmente a Salamina. He ordenado que les acompañen veinte remeros que fueron gladiadores y sesenta esclavos.
Iscariote, levemente perturbado por el futuro, se acercó a Flavinia, se paró a su izquierda e hizo un gesto hacia el emperador, mitad de despedida, mitad de fuga. Pensó que después de todo, en Accio no había sido un héroe.
- Flavinia. Será tu compañera, tu concubina. Por ella me enviarás cada novilunio versos exhaustivos de tu misión. Ella los escribirá. Se educó con los discípulos de Teofrasto en Atenas.
Iscariote entendió que ella iba a ser la escribana; él, empero, el amo total.
Zarparon al alba. Las primeras tiras brillantes empezaban a asomarse tímidamente sobre las colinas del Foro Romano. Es el octavo mes, el de Augusto. El aire del Mar Tirreno es espeso, acuoso. La nave parece endeble, que llegará a ninguna parte. Sin embargo, los esclavos, cara a barlovento, se movían con agilidad creando un escenario firme. En cierta forma, Iscariote se imaginaba que se dirigían a reconquistar las Galias.
Habían embarcado sacos incontables de pan, de trigo, de zanahoria. Treinta barriles, cada uno del tamaño de un siervo, contenían agua, pero más, pescados y lagartos desecados en lechos de sal. Doscientas varas de caña de azúcar, grullas caseras, seguramente para entretener a la tripulación, o para ser devoradas en caso de ser necesario.
Será un viaje de incontables lunas.
Flavinia se había despojado de la saya del palacio. Sus muslos torneados viajaban ahora al aire, las piernas con polainas de cuero de tapir, el sombrero alto y encorvado de los guerreros romanos. Iscariote deseaba conversarla acercándose más de lo permitido por las leyes, rozando casi las polainas y los muslos. Leyes antiguas. El decreto-ley de Tiberio lo autorizaba ahora a dormir con ella.
Flavinia se torna hermosa, bajo el céfiro vuelto fresco con el ocaso. Flavinia muda, Iscariote pensó que era ya un estado perpetuo de la ex vestal, y la azuzaba en griego, cada vez más excitado e indolente.
Desembarcaron en la Isla de Creta. Se inició una tormenta de agua. El capitán - Iscariote jamás lo había notado hasta ese momento - dio un grito en latín. No lo entendió. Era para Flavinia, quien había ido a desgarrar papayas de un árbol semiseco. Un esclavo vino corriendo de la nave y se arrojó en un hoyo silencioso y traicionero que había horadado la lluvia; un accidente o un intento de suicidio; de cualquier forma, un gladiador-remero lo rescató del hoyo asiéndolo del cabello abundante y negro; lo presentó al capitán como un trofeo indigno. El hombre, grueso, de espada reluciente, de fuertes brazos de orangután, desenvainó la espada para hundirla en la espalda del infeliz esclavo. Era posible que no fuera el deseo de castigarlo por el espectáculo antiguerrero, sino por ahorrar agua y comida que mermaban con inesperada rapidez. En días posteriores, dos remeros serían arrojados al mar, acaso por causas parecidas.
El capitán guardó la espada después de limpiarla en un charco. Ordenó regresar a bordo y seguir navegando hacia Salamina.
D
LOS HOMBRES DEL YIHAD
El ferryboat Luther King zarpó con crujidos desagradables hacia Manhattan. Una travesía de sólo veintidós minutos. La bahía aparece mansa, sin olas, excesivamente oscura. La Isla del Gobernador está a la derecha. Ostenta con soberbia su fortaleza cóncava, de ladrillos rojos, con los cañones apuntando hacia las fragatas inglesas tragadas por dos siglos de silencio. A la izquierda, la Estatua de la Libertad que los franceses obsequiaron en el siglo pasado a la ciudad de Nueva York, mucho antes del incendio que consumió la parte baja de la ciudad, mucho antes de que franceses y norteamericanos establecieran un puente de suspicacia o de odio, después de la hecatombe desatada sobre Iraq por el Presidente Herbert y sus acólitos, Dick Chaney, Carl Rove, Remsey y la escuálida Condy Rice.
Staten Island queda atrás. Los turistas desenvainan sus cámaras para atacar a la Estatua inocente. Algunos toman cerveza apostados sin entusiasmo contra las varandas. El puente Verrazano se arquea en el horizonte oriental. Deja pasar sin obstáculos a barcos mercantes, de mástiles que rozan las nubes. Estas naves traen iguanas y tucanes vivos de la América del Sur para los manhatanites abarrotados de dinero, que convertirán a los animalitos en pets ilegales, y deleitar así a los dipsómanos de happy fridays. Traen automóviles de allende los mares, de quince mil millas de distancia, desde el Imperio del Japón, que en sólo medio siglo se ha recuperado con creces de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki. Arriban cerveza de Holanda y Alemania, aceite de oliva, vino y castañuelas de España, petróleo de Nigeria y corned beef de Argentina. Paraguay nada envía, es un país ignorado o confundido con el Uruguay. Bolivia está en el mapa porque allí murió el Che Guevara. América es el nombre que se da a los Estados Unidos. Americanos son llamados solamente los de los Estados Unidos; después de todo, ellos al parecer inventaron la Geografía. La gente del Caribe, y otros residentes de habla castellana, en una increíble y vasta ignorancia, llaman a Nueva York la capital del mundo.
Ese día el Luther King trae algo más que turistas y empleados de Wall Street que llegarán tarde al trabajo. En el puente inferior tres hombres elegantemente vestidos, zapatos negros bien lustrados, no toman cerveza ni contemplan la Estatua. Uno está literalmente abrazado a una guitarra que pretende pulsar con cierta maestría. Pareciera un turista más, una cámara voluminosa cuelga a un costado, a veces roza contra las cuerdas de la guitarra. La mirada del hombre no está en el instrumento, sino en una valija gris, rectangular, que protege contra las piernas. El rostro juvenil, aceitunado, sin barba, acaso denuncia su país de origen, o denuncia nada, porque el hombre es uno de esos elementos híbridos que llegan a Nueva York con nacionalidades indefinidas. Podría ser un pakistaní; un árabe, de todas maneras. El segundo y tercer hombre excesivamente elegantes para un día cualquiera, protegen con los brazos, tal vez con sus cuerpos, un bulto cuadrado que claramente exhibe ‘TV’ en un costado. Se puede pensar sin inconvenientes que van a devolver el aparato a alguna tienda de Manhattan. Es sólo un juicio provisional y tonto. Los tres hombres podrían ser en verdad turistas. Ese ferryboat, y otros seis, cada hora transportan unas quinientas personas de una a otra ribera de la bahía, a expensas de la ciudad.
Los tres hombres desembarcaron puntualmente en Manhattan. Afuera los esperaba una camioneta de color indefinido, tal vez verde aguachento, para no llamar mucho la atención. Bakery, o sea ‘panadería’, se podía distinguir muy bien en los costados del vehículo. Los hombres rápidamente cargaron los equipajes, se encaramaron, y el vehículo tomó el expressway Roosevelt rumbo hacia el Bronx. El chofer ni siquiera los había saludado. Sólo se notó toda su traza gris, que no provoca atención alguna... Pero en verdad, a pesar de que toda la ciudadanía vivía en el nivel ’anaranjado’ de alerta casi máxima, nadie los hubiera notado en forma muy especial, menos los escasos policías que deambulaban por el área, un tanto aburridos, porque las acciones terroristas, incontables veces prometidas por el Secretario Reice de Homeland Security, no se materializaban jamás.
Entretanto, la camioneta y el cargamento de hombres de zapatos bien lustrados, y sus equipos, se dirigían sin contratiempos hacia algún garage del