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Memorias de la Guerra de los Mil Dias
Memorias de la Guerra de los Mil Dias
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Memorias de la Guerra de los Mil Dias

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El abrupto cambio sociopolítico generado por la derogación de la Constitución federalista firmada en Rionegro-Antioquia de 1863, para dar paso a la Constitución centralista de 1886, además de los violentos intentos de cooptación de los conservadores históricos, para los mezquinos intereses personales de José Manuel Marroquín, sumados a las ambiciones liberales de retomar el poder, no para mejorar el país sino las prebendas de las élites auto convencidas de un destino divino para gobernar a Colombia, hicieron metástasis y condujeron a Colombia al inicio de otra guerra civil a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.

La denominada Guerra de los Mil Días, considerada el mayor conflicto civil en Colombia ocurrió entre el 17 de octubre de 1899 y el 21 de noviembre de 1902, al principio entre el Partido Liberal y el gobierno del Partido Nacional en cabeza del presidente Manuel Antonio Sanclemente, quien fue derrocado el 31 de julio de 1900 por José Manuel Marroquín Ricaurte, representante del Partido Conservador histórico en alianza con el sector liberal encabezado por el expresidente Aquileo Parra. A pesar de esa alianza, la guerra continuó entre liberales y conservadores históricos.

En síntesis, la sangrienta guerra fue un enfrentamiento sostenido de guerra irregular entre el bien organizado ejército gubernamental primero nacionalista y un ejército de guerrillas liberales mal entrenado y anárquico.

Pronto, la guerra se internacionalizó, pues se extendió a Ecuador y Venezuela, en cuyos territorios se libraron batallas entre fuerzas militares colombianas y ecuatorianas o venezolanas que apoyaban a las guerrillas liberales colombianas. Otras naciones como Guatemala, El Salvador y Nicaragua apoyaron a ambos bandos con armamento y suministros.

Estados Unidos también intervino en acciones bélicas en Panamá, donde una flota norteamericana garantizaba la seguridad del istmo desde el tratado Mallarino-Bidlack de 1846.

Por la anteriores razones, la cruenta Guerra de los Mil Días dio la victoria del Partido Conservador, pero a la vez condujo a la devastación política, económica y social de la nación, sintetizada en más de cien mil muertos, la desaparición del Partido Nacional y de remate en noviembre de 1903, la traición y separación de Panamá, que para la época era departamento de Colombia.

En conclusión, Colombia quedó devastada en todos los as-pectos. Sobrevino una enorme crisis económica que se agravó con la separación de Panamá, la enorme deuda derivada de los gastos militares en los que incurrió el gobierno conservador y los compromisos adquiridos con los rebeldes liberales en el tratado de Wisconsin. Así, el país estaba empobrecido, sus industrias y vías de comunicación se encontraban destruidas, y la deuda externa e interna eran gigantescas. Prueba de ello es que la libra esterlina, utilizada en esa época como la divisa internacional referente de cambio pasó de 15,85 pesos en 1898 a 505 pesos en 1903.

En ese orden de ideas, Memorias de la Guerra de los Mil Días escrito por el aristócrata liberal Lucas Caballero, es una parte de la historia de la violencia desatada de manera simultánea por los irresponsables dirigentes políticos de ambos partidos tradicionales, pero desde luego un importante aporte documental para historiadores, sociólogos, militares, violentólogos y lectores en general que deseen profundizar en la accidentada historia de Colombia, y en las razones de la influencia de la violencia politizada en las dificultades que ha tenido el país, para ocupar el sitial que merece en el hemisferio debido a su privilegiada posición geoestratégica, pluriculturalidad, multietnicismo y riquezas naturales.

Mucho por aprender de la historia de esta guerra, pero también mucho por corregir todavía. Colombia merece un destino mejor.

LanguageEnglish
Release dateMar 6, 2018
ISBN9781370391899
Memorias de la Guerra de los Mil Dias
Author

Lucas Caballero Barrera

Lucas Caballero Barrera fue un dirigente político liberal colombiano y uno de los instigadores de la violencia liberal-conservadora durante la Guerra de los Mil Días (1899-1902), en la que de manaera irresponable los líderes de las dos colectividades políticas, desataron el mas sangriento, cruento y desgarrador conflicto civil, en el que los jefes rebeldes ostentaban grados militares acorde con las intrigas y la capacidad para incentivar ingenuos campesinos a que se mataran en nombre de una u otra bandera política colombiana.Como Lucas Caballero pertenecía a una de las familias aristocráticas ansiosas de perpetuarse en el poder como si fuera un derecho de predestinación divina, fue general en esa guerra y luego una de las personalidades políticas del país, debido a su parentesco familiar.

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    Memorias de la Guerra de los Mil Dias - Lucas Caballero Barrera

    Memorias de la Guerra de los Mil Días

    Testimonio de uno de los causantes de la absurda confrontación fratricida en Colombia

    1899-1902

    Lucas Caballero Barrera

    Memorias de la Guerra de los Mil Días

    Testimonio de uno de los causantes de la absurda confrontación fratricida en Colombia 1899-1902

    Lucas Caballero Barrera

    Ediciones LAVP

    © www.luisvillamarin.com

    Teléfono 9082624010

    New York City USA

    ISBN-9781370391899

    Primera Edición Bogotá-Colombia, diciembre de 1938

    Reimpresión, marzo de 2018

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta obra no se puede reproducir ni total ni parcialmente, por ningún medio magnético, electrónico, reprográfico, facsimilar, fotocopiado o escrito, sin la autorización escrita del autor.

    Solo se autoriza utilizar como referencia bibliográfica en trabajos de índole académica, o en la elaboración de estudios investigativos.

    Índice

    Introducción

    La vida insufrible

    El incendio

    Propósitos de la revolución

    El triunfo de Peralonso

    La marcha hacia Ocaña

    Un ejército detenido a piedra

    Una correría por el exterior

    La guerra en el sur

    Los ideales del general Herrera

    Cómo se sostenía la disciplina

    Herrera en Panamá

    El combate naval de Panamá

    Preocupación patriótica de Herrera

    En marcha hacia Aguadulce

    La batalla de Aguadulce

    Se constituye el gobierno del Istmo

    De triunfo en triunfo

    El desarrollo de un gran plan

    Otra brillante victoria naval

    Por qué se rindió un ejército

    Necesidad de una nueva ofensiva

    La paz del Wisconsin

    Conclusión

    Nota del Editor

    El abrupto cambio sociopolítico generado por la derogación de la constitución federalista firmada en Rionegro-Antioquia de 1863, para dar paso a la constitución centralista de 1886, además de los violentos intentos de cooptación de los conservadores históricos, para los mezquinos intereses personales de José Manuel Marroquín, sumados a las ambiciones liberales de retomar el poder, no para mejorar el país sino las prebendas de las élites auto convencidas de un destino divino para gobernar a Colombia, hicieron metástasis y condujeron a Colombia al inicio de otra guerra civil a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.

    La denominada Guerra de los Mil Días, considerada el mayor conflicto civil en Colombia ocurrió entre el 17 de octubre de 1899 y el 21 de noviembre de 1902, al principio entre el partido liberal y el gobierno del partido nacional en cabeza del presidente Manuel Antonio Sanclemente, quien fue derrocado el 31 de julio de 1900 por José Manuel Marroquín Ricaurte, representante del Partido Conservador histórico en alianza con el sector liberal encabezado por el expresidente Aquileo Parra. A pesar de esa alianza, la guerra continuó entre liberales y conservadores históricos.

    En síntesis, la sangrienta guerra fue un enfrentamiento sostenido de guerra irregular entre el bien organizado ejército gubernamental primero nacionalista y un ejército de guerrillas liberales mal entrenado y anárquico.

    Pronto, la guerra se internacionalizó, pues se extendió a Ecuador y Venezuela, en cuyos territorios se libraron batallas entre fuerzas militares colombianas y ecuatorianas o venezolanas que apoyaban a las guerrillas liberales colombianas. Otros gobiernos como los de Guatemala, El Salvador y Nicaragua apoyaron a ambos bandos con armamento y suministros.

    Estados Unidos también intervino en acciones bélicas en Panamá, donde una flota norteamericana garantizaba la seguridad del istmo desde el tratado Mallarino-Bidlack de 1846.

    Por la anteriores razones, la cruenta Guerra de los Mil Días dio la victoria del partido conservador, pero a la vez condujo a la devastación política, económica y social de la nación, sintetizada en más de cien mil muertos, la desaparición del partido nacional y de remate en noviembre de 1903, la traición y separación de Panamá, que para la época era departamento de Colombia.

    En conclusión, Colombia quedó devastada en todos los aspectos. Sobrevino una enorme crisis económica que se agravó con la separación de Panamá, la enorme deuda derivada de los gastos militares en los que incurrió el gobierno conservador y los compromisos adquiridos con los rebeldes liberales en el tratado de Wisconsin. Así, el país estaba empobrecido, sus industrias y vías de comunicación se encontraban destruidas, y la deuda externa e interna eran gigantescas. Prueba de ello es que la libra esterlina, utilizada en esa época como la divisa internacional referente de cambio pasó de 15,85 pesos en 1898 a 505 pesos en 1903.

    En ese orden de ideas, Memorias de la Guerra de los Mil Días escrito por el aristócrata liberal Lucas Caballero, es una parte de la historia de la violencia desatada de manera simultánea por los irresponsables dirigentes políticos de ambos partidos tradicionales, pero desde luego un importante aporte documental para historiadores, sociólogos, militares, violentólogos y lectores en general que deseen profundizar en la accidentada historia de Colombia, y en las razones de la influencia de la violencia politizada en las dificultades que ha tenido el país, para ocupar el sitial que merece en el hemisferio debido a su privilegiada posición geoestratégica, pluriculturalidad, multi etnicismo y riquezas naturales.

    Mucho por aprender de la historia de esta guerra, pero también mucho por corregir todavía. Colombia merece un destino mejor.

    Coronel Luis Alberto Villamarín Pulido

    Editor

    Introducción

    Comentario a la obra, publicado en el Diario El Tiempo de Bogotá D.E. el 31 de enero de 1938.

    —Empezamos a publicar en este número la serie de artículos que escribe el Dr. Lucas Caballero Barrera acerca de la Guerra de los Mil Días. No hay otro colombiano tan bien informado como él acerca de los días heroicos, porque intervino en el conflicto, desde las juntas preparatorias, en que los jefes liberales inconformes hacían planes de redención para vencer la suerte aciaga, hasta el día en que en nombre del general Benjamín Herrera negoció la paz, que desde entonces goza nuestra patria a bordo del Wisconsin

    —Fue secretario general de la dirección suprema de la guerra y acompañó al general Vargas Santos en las luchas del norte. Cumplió comisiones en el exterior para conseguir elementos—

    —Al lado del general Herrera se hallaba cuando adquirieron en El Salvador el vapor que fue bautizado con el nombre del Almirante Padilla. Y durante toda la campaña de Panamá fue el jefe de Estado Mayor del mejor ejército que haya tenido en Colombia revolución alguna—

    —Centenares de notas, de las que llevan las firmas de los directores supremos, fueron redactadas por él. Su espíritu de hombre civilizado y civil, militar de ocasión, que jamás ha hecho mérito de su título de general, influyó poderosamente en la orientación de las campañas, en la magnanimidad con los vencidos, en la exposición de las razones de la revolución ante el mundo—

    —La guerra pasó sin dejarle ni la huella de un remordimiento. Sus actos de valor, de los cuales no hablará, los refería el general Herrera y los conocieron sus subalternos. Él no les da importancia.

    —Prefirió y prefiere lo que se relaciona con el avance de la cultura, la defensa del derecho, la concordia entre los colombianos.

    —Sus artículos carecerán de encono. Menos que las impresiones de un combatiente, serán las reflexiones de un patriota—

    —Casi desde la terminación de la guerra venían pidiéndole copartidarios y adversarios, amigos todos, la publicación de algo como sus memorias. Pero él, sin decirlo, pensaba acaso, como Clemençeau, que es mejor hacer la historia que escribirla. Su nombre, en los trabajos de la paz siguió tan altamente colocado como en los de la guerra—

    —Acaso más. Cosido está a los acontecimientos de importancia que se han desarrollado en el país en el presente siglo. Al margen, por ahora, de las actividades políticas, que sigue sin embargo con la emoción de los años juveniles, ha dispuesto de estas horas para exponer sus recuerdos—

    —De ellos sale la extensa relación que hoy empezamos a publicar y hacia la cual llamamos la atención de los lectores—

    Capítulo I

    La vida insufrible

    Preparativos de la guerra. Reuniones en casa de don Eustacio de la Torre. Paulo Emilio Villar, director en Santander. La falta de armas. El doctor Aquileo Parra quiere detener la guerra. El general Sergio Camargo responde a las críticas de los impacientes. La venturosa altivez colombiana. Causas de la revolución.

    Es muy difícil discriminar y señalar sin objeciones las causas esenciales y profundas de los sucesos históricos.

    Los fenómenos sociales de ordinario tienen a la vez muchos factores concomitantes, aunque arraigan principalmente en los sentimientos de los hombres.

    Guerras, cambios de instituciones políticas, son determinadas por principios espirituales que conmueven la psicología de las multitudes.

    Las causas inmediatas de una revolución a las veces pueden discernirse sin grandes dificultades; las mediatas, las que han preparado los sentimientos de los pueblos para una actitud definitiva y resuelta, esas obran en lapsos dilatados para formar en síntesis una conciencia colectiva y una voluntad uniforme.

    Está aún por escribir la verdadera historia de nuestra guerra civil.

    Un meritorio ensayo de análisis filosófico es el libro que acaba de publicar sobre ella el ya famoso publicista don Joaquín Tamayo. No lo presenta él, y así lo advierte, como una obra definitiva y es loable su empeño de indagar la verdad despojándose de todo espíritu partidista; pero así, sin quererlo, por demostrar imparcialidad incide en una que otra injusticia.

    No es justa ni es exacta la aserción predominante en el libro en referencia de que a fines del siglo pasado el partido liberal colombiano no tuviera programa y hubiera perdido lo mejor de su doctrina.

    Lo contrario es lo evidente. Por ese entonces los más altos pensadores y las virtudes más severas del liberalismo difundían en sus institutos intelectuales, el Externado y la Universidad Republicana, conceptos inmarcesibles y sagrados de emancipación política y las doctrinas más avanzadas de equidad social.

    Algunos de esos hombres, jefes espirituales de nuestra colectividad, eran figuras americanas como Santiago Pérez, Salvador Camacho Roldán, Antonio Vargas Vega, Teodoro Valenzuela, Aníbal Galindo, etc., y los más, descollantes valores intelectuales y morales del país que en escenario despejado hubieran difundido su prestigio fuera de las fronteras patrias, tales como Luis A. Robles, Nicolás Pinzón W., Manuel Antonio Rueda, Simón Araujo, Diego Mendoza, José Herrera Olarte, Juan Manuel Rudas, Alejo de la Torre, Juan Félix de León, Ignacio V Espinosa, Ramón Gómez, Felipe Silva, Francisco Montaña y cien más de idéntico calibre.

    Y actuaban como jefes del partido prestigios inmaculados y de largos y grandes servicios a la causa como Aquileo Parra, Camacho Roldán, Nicolás Esguerra, Gil Colunje, Luis A. Robles, Sergio Camargo. En ese tiempo, en medio de prisiones para unos y destierros para otros, llevaban en la prensa la voz del partido Santiago Pérez, Felipe Pérez, César Conto, Fidel Cano, Rafael Uribe Uribe, Juan de Dios Uribe, Antonio José Restrepo, Diego Mendoza, Carlos Arturo Torres, Tomás O. Eastman, José Camacho Carrizosa, Santander A. Galofre, José y Francisco de P. Borda, José María Núñez U. José Domingo Sierra, Julio Añez etc., para no mencionar sino los muertos.

    En campos profesionales y en devoción y buen consejo a su partido levantaban encumbradísimo prestigio Felipe Zapata, Januario Salgar, Eladio Gutiérrez, Juan E. Manrique, Rafael Rocha Castilla, Rafael Rocha Gutiérrez, Juan N. González Vásquez, Enrique y Alejo Morales, etc., todos ya fenecidos.

    Y entre gloriosos y excelsos jefes militares, unos desde la guerra del 60, otros desde las de 1876, 1885, 1895, contaba el liberalismo con los generales Sergio Camargo, Gabriel Vargas Santos, Foción Soto, Santos Acosta, Aníbal Currea, Benjamín Herrera, Rafael Uribe Uribe, Rafael Camacho, Cenón Figueredo, Francisco J. Albornoz, Rafael Leal, Benito Hernández, Siervo y Eugenio Sarmiento, Ramón y Agustín Neira, Juan Mac Allister, Marcos A. Wilches, Tomás Ballesteros, José María Ruiz, Aristóbulo Ibáñez, Cesáreo Pulido, Pedro Soler Martínez, Pedro Rodríguez, etc.

    Y contaba también con una juventud profesional o de posición financiera independiente, dispuesta a toda suerte de abnegaciones y heroicidades, entre cuyos miles de meritorios miembros figuraban Enrique Olaya Herrera, Carlos Adolfo Urueta, Juan Francisco Gómez Pinzón, Antonio Samper Uribe, Paulo Emilio Bustamante, José Santos Maldonado, Cornelio Currea, José A. Ramírez Uribe, Emiliano Herrera, Julio Plaza, Arturo y Roberto Carreño, Miguel de la Roche, Antonio Suárez Lacroix, Emilio López, Tulio Varón, J. Joaquín Rocha C, Nicolás Buendía, Polidoro Ardila, los tres hijos de Daniel Hernández, –Horacio, Francisco y Carlos–, Leandro Cuberos Niño, Néstor Ospina, Víctor Antonio Picón, Eliseo Suárez, Juan Ignacio Gálvez, Olimpo Gallo, Noé Cadena, etc., para no hablar sino de los que ya no existen.

    Si, pues, la élite de un partido es el índice del valor de la colectividad, con los nombrados y las reliquias que restan hay que demostrar que en pocas etapas de la vida colombiana ha tenido partido alguno personal de mérito intrínseco más digno de orgullo y más consciente de sus deberes ciudadanos.

    De otro lado no perece en accidentes del tiempo el espíritu cívico de un partido, causa e impulso de programas políticos, cuando ese espíritu es impulsado por nobles ideas que nunca mueren, y cuando es cristalización de sentimientos en incontables generaciones sucesivas, los cuales sentimientos determinan la conducta colectiva.

    El sentimiento democrático colombiano de los actuales tiempos no ha sido producto de un fiat lux de último momento; si es tan firme en su estructura como las capas geológicas es porque ha venido acendrándose desde la conquista y la colonia, en que nos cupo la suerte de ser conducidos por letrados y estadistas, hasta la independencia y la república en que no se han tolerado dictaduras individuales, sino sufrido espasmódicamente tiranías de partido. Y el liberalismo siempre ha levantado la bandera de reformas que respondan a los cambios de la vida y a los soplos de los tiempos.

    Es necesario tener en cuenta cuáles eran las circunstancias de nuestro partido en esa época para apreciar y medir lo cruel e inmisericorde del régimen que lo agobiaba.

    Muchos de nuestros más gloriosos hombres habían ido al destierro.

    Los periódicos nuestros eran suspendidos y multados y sus directores reducidos a prisión o lanzados al destierro por cualquier crítica aunque fuera envuelta en gentiles eufemismos.

    En las elecciones, que eran ocasión de sacrificios mortales para los vencidos, tan sólo dejaron llevar un miembro a la cámara en dos legislaturas sucesivas.

    Sobre bienes, impuestos, libertades, el gobierno disponía sin que tuvieran representantes ni voceros los miembros de la colectividad perseguida.

    No había una sola voz liberal en senado, asambleas, concejos municipales, poder judicial ni poder electoral.

    La policía secreta y los sátrapas parroquiales hacían insufrible la vida.

    Y así estuvo sojuzgado el partido liberal de 1885 a 1899. Era, pues, natural que el fermento constante de la rebelión obrara por parejo en sus hombres civiles y militares. El empeño de hacer la guerra era unánime en los miembros de las distintas generaciones. ¿Con qué programa, con qué bandera? Ante todo y por sobre todo, con la bandera y el programa de las más elementales reivindicaciones democráticas.

    La situación del gobierno en los años 1898 y 1899 era como la describe en su libro el señor Tamayo: dentro del campo conservador, en manos de la oligarquía nacionalista, había lucha más o menos franca con la fracción histórica.

    La situación económica y de consiguiente la fiscal distaban mucho de ser desahogadas.

    Pero hubiera sido un iluso optimismo confiar en que fuera inminente la caída del gobierno, a menos que se cayera sobre nosotros, como decía don Januario Salgar, ni que hubiera prospectos efectivos de dar al liberalismo llevaderas condiciones de vida.

    Regímenes de fuerza a las veces se sostienen por décadas y generaciones, de que hay tristes ejemplos en la América.

    Circunstancias fortuitas me colocaron en posición de ser testigo en sus intimidades de los preparativos para una guerra con fundamentos de éxito y de muchos sucesos históricos de la que se desarrolló en los trágicos mil días.

    Del directorio liberal compuesto por los doctores Parra, Camacho Roldán, Esguerra, Robles, Colunje y del general Sergio Camargo, que se reunía en las oficinas judiciales de Nicolás Esguerra y Compañía, firma de la cual era yo socio, serví de amanuense en comunicaciones de carácter reservado; de la dirección general de la guerra, encomendada al general Gabriel Vargas Santos, fui primero ayudante y luego secretario general en la campaña del norte; del general Benjamín Herrera en su campaña de la Costa del Cauca y del departamento de Panamá, fui jefe de estado mayor.

    Y no sólo tuve en el interior del país oportunidades y circunstancias para darme cuenta de las razones determinantes de muchos sucesos de la guerra, sino que en el curso de ella me tocó desempeñar comisiones en el extranjero en preparación de nuevas ofensivas.

    Con motivo de la publicación del señor Tamayo que ha despertado interés y recuerdos entre quienes tomaron parte en aquella épica contienda, muchos compañeros de armas me han instado para que dé a conocer los hechos de que fui testigo.

    Defiero a esa cariñosa solicitud, no sin que me asalte el temor de que forzosamente habré de rememorar incidentes personales que, aunque baladíes, de cerca o de lejos dan idea del ambiente en que se movieron algunas campañas.

    Inicio hoy, pues, una serie de artículos hasta que mi propia fatiga, o la de los directores de este diario o la de los lectores, impongan el silencio.

    En los mismos días en que entraban a Bogotá bajo arcos de triunfo los ejércitos del general Rafael Reyes y del general Nepomuceno Matéus, que debelaron la revolución de 1895, se reunía en la casa de don Eustacio de la Torre Narváez, la plana mayor del liberalismo entre civiles y gloriosos jefes militares, para organizar un movimiento revolucionario mejor preparado y más pujante.

    En estas juntas se inició un poderoso levantamiento de fondos que respondiera a la magnitud del intento y se reafirmó la confianza absoluta en el directorio liberal para una formal preparación.

    El directorio con todo fervor tomó a pechos su encargo y afrontó por todas sus fases la seriedad del problema.

    Consideró que debía formar del partido un organismo de combate y allegar los medios para un plan de ofensiva, combinado con provisión de amplios materiales de guerra, que asegurara el éxito de la lucha.

    Estableció cuerpos directivos seccionales para el acrecentamiento de fondos y el sostenimiento de la fe en los adeptos, en el insomne desvelo para procurar la redención política.

    Envió al exterior sucesivas misiones de la mayor prestancia para conseguir de los Estados vecinos facilidades de introducción de armamentos por las distintas fronteras y reconocimiento de beligerancia al estallar el movimiento.

    Situó fondos en el exterior para la compra de materiales de guerra y designó los agentes de esa comisión.

    Acordó los jefes más expertos y prestigiosos que debían encabezar las campañas en las distintas secciones bajo un plan coordinado con una jefatura suprema que procurara unidad de acción.

    Mantuvo los medios más sagaces para conocer en cada momento los efectivos en parques, en hombres y situación del ejército del gobierno diseminado en toda la república y sus posibilidades de incremento.

    En fin, trabajó sobre el concepto de que una guerra ofensiva no tiene perspectivas de éxito sino en cuanto se desarrolle sobre una perfecta unidad de plan y de acción, con elementos bélicos suficientes y con apreciación clarividente de las fuerzas y circunstancias del enemigo con quien se va a luchar.

    Trabajos de esa naturaleza, bajo la vigilante persecución de un gobierno provisto de toda clase de medios de espionaje, forzosamente tenían que ser secretos y de ellos no podían expedirse boletines para los copartidarios por encumbrados que fueran.

    Por otra parte, encomendada la suerte del liberalismo a los cinco beneméritos patricios que componían el directorio, personas conscientes de su enorme responsabilidad, e inspiradas en un excelso patriotismo, no podían excluir de sus empeños el aprovechamiento de toda oportunidad para conseguir por evolución los objetivos perseguidos por la apelación a las armas.

    Respecto de tal evolución hubo en fugaces momentos las veleidosas e inconsistentes ocasiones de que hace memoria en su libro el señor Tamayo, pero era natural que cada decepción en ese camino enardeciera el ánimo de luchadores que no estaban en el secreto de los preparativos bélicos y que indujera a muchos jefes a apelar sin más espera a la suerte de los dados de bronce.

    Sin embargo de tener como organizadores de la guerra un jefe militar tan experimentado y capaz como el general Sergio Camargo y el benemérito señor Parra que con su admirable buen sentido fue el victorioso director supremo de la campaña que debeló la revolución de 1876, entre copartidarios era notoria la crítica de muchos jefes por demoras en la orden de un levantamiento general.

    Cuando el general Camargo, aquel Bayardo nuestro sin miedo y sin tacha, tuvo conocimiento de esas críticas de quienes habían sido valientísimos y eficaces subalternos suyos en cien campos de guerra, nos decía a oyentes de su confianza:

    —No es creíble ligereza semejante en hombres que de las lides no deben tener un concepto fantástico porque han vivido la azarosa vida de las batallas—

    —Con armas y municiones al arrojo puede no importar el número del contrario, porque obrando sorpresivamente como puede hacerse en la ofensiva, se concentra como un martillo la fuerza atacante para romper la línea enemiga por el sitio que se escoja y desbaratar luego las secciones así despedazadas, o porque a la defensiva, con el aprovechamiento de fortalezas naturales o creadas por el arte, se multiplica la eficacia del combatiente—

    —Pero en los tiempos actuales, con estas armas modernas, no se puede contar con que se le toman al enemigo en la contienda, como lo hacíamos en la guerra de 1860, cuando en asaltos con lanceros, aprovechábamos las demoras del contrario en la carga y descarga de canillones—

    —Hoy hay una enorme responsabilidad en malgastar estérilmente el valor y la sangre de los combatientes—

    —Con que se terminen los preparativos que tenemos tan avanzados, ya verán mis antiguos compañeros de armas y los nuevos que

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