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¿Quién soy?: Explora tu identidad a través de tus vocaciones
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¿Quién soy?: Explora tu identidad a través de tus vocaciones

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Cu l es mi prop sito en la vida? C mo debo vivir? Este libro te invita a explorar tu identidad a travé s de tus llamados, a imaginar vivir virtuosamente para los dem s, y a descubrir un profundo significado y satisfacci n en la vida. Ver s muchas vocaciones que los j venes tienen o tendr n m s tarde en la vida. Entre los llamados abordados est n el ser estudiante, ciudadano, vecino, trabajador, cuidador de la naturaleza, esposo, esposa, novio, novia, padre o madre, hijo, hermano, santo y sacerdote, y amigo. Los cap tulos sobre estos llamados examinan la naturaleza y las responsabilidades de estos roles a la luz de la sabidur a humana y divina que se halla en la tradici n de las artes liberales y en la Biblia.Tambié n considerar s el rol que desempe an los pasatiempos en la vida y la manera en que estas entusiastas actividades pueden renovarte y capacitarte. Cada cap tulo contiene ejercicios para reflexi n y discusi n que se pueden desarrollar de manera personal, con un compa ero o en grupo.
LanguageEnglish
Release dateApr 30, 2024
ISBN9781956658699
¿Quién soy?: Explora tu identidad a través de tus vocaciones

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    ¿Quién soy? - Scott Ashmon

    La identidad

    ¿Se construye o se recibe?

    Chad Lakies

    ¿Hay que ser interesante?

    Quizás hayas oído hablar de él. Es increíblemente famoso. Sus experiencias van mucho más allá de cualquier cosa que podamos tener la suerte de vivir. Recibe una atención inconmensurable, que le granjea invitaciones y audiencias con personas que, para ti o para mí, serían inaccesibles. Sus privilegios sobrepasan los de la realeza o los de quienes tienen los mayores permisos de acceso: en los museos, puede tocar las obras de arte; las princesas le piden citas; y las compañías tecnológicas innovadoras no hacen público su próximo producto ultrasecreto sin antes pedirle a voces que les dé su opinión. Su madre está tan orgullosa de él que se tatuó la palabra «hijo». «Es el hombre más interesante del mundo».

    Quizás hayas visto un anuncio de la marca de cerveza Dos Equis protagonizado por este personaje imaginario. Si no lo has hecho, haz una búsqueda rápida en YouTube. O quizás te hayas topado con él en algún meme de Internet. Todo el mundo quiere ser él. Y da la casualidad de que, en las contadas ocasiones en que bebe cerveza, solo bebe Dos Equis.

    Los brillantes publicistas que crearon esta serie de anuncios han captado algo que se aplica a todos nosotros. Por cierto, no tiene nada que ver con beber cerveza. A algunos ni siquiera les gusta la cerveza, y otros son menores de edad y no deberían beberla. El mensaje de los anuncios tiene menos relación con la cerveza de lo que podríamos suponer tras ver alguno de los clips de treinta segundos.

    Más bien, el mensaje más profundo de los anuncios tiene que ver con el mundo en que vivimos, el mundo en que interactuamos con los demás. El mundo en que intentamos distinguirnos del resto siendo únicos. Una de las principales formas de hacerlo es por medio de la imagen que proyectamos. Los publicistas de Dos Equis lo saben. Sin duda, lo que intentan hacer es crear un anuncio único para su marca de cerveza. Pero se trata de algo más que de destacar como un producto o una persona única. Los anuncios protagonizados por el hombre más interesante del mundo contienen además un estribillo que oímos en las ondas invisibles de la cultura en que vivimos. Es una norma, un mandato, un imperativo. Para ser alguien, para ser único, hay que ser interesante.

    Ser interesante es atraer cierto tipo de atención. El interés genera una respuesta en los demás: nos miran y nos encuentran atractivos o deseables de algún modo y, por ende, aceptables y respaldables. Es casi como si no fuéramos plenamente humanos o dignos de la vida misma mientras no seamos interesantes. El fallecido escritor David Foster Wallace lo llamó ser «mirable». ¿Somos entretenidos? ¿Somos impresionantes? ¿Somos dignos de ser mirados? ¿Debería la gente prestarnos atención a nosotros en lugar de a otros o a otras cosas?

    Este imperativo de ser interesantes conlleva una presión. Actúa como un tirano. No podemos escapar de su dominio. Y la mayoría de las veces, no deseamos hacerlo. Simplemente seguimos adelante, dando por sentado que las cosas son así. Y es cierto; así son las cosas. Destacar y llamar la atención siempre ha formado parte del ser humano. Todos necesitamos ser reconocidos. Ha sido así desde que éramos bebés. Nuestros gritos exigían una respuesta. La atención que recibíamos como resultado de nuestros llantos confirmaba nuestra existencia. Todo ocurría de manera sencilla, sin que lo pensáramos demasiado. Sin embargo, era fundamental para nuestra existencia. Dicho reconocimiento sigue siéndolo.

    El problema con la búsqueda de afirmación, el imperativo cultural de ser interesantes y atractivos, es doble. En primer lugar, esta era de existencia dual —nuestras interacciones con los demás en la vida real, en carne y hueso, y las maneras en que nos proyectamos digitalmente por medio de avatares, imágenes, textos, comentarios, y otros medios virtuales— exacerba las diversas formas en que buscamos aprobación. Aunque, como parte de una vida sana, sea normal que los seres humanos necesitemos ese reconocimiento, vivimos en una época en la que se puede —y a menudo lo hacemos— buscar validación a la vuelta de cada esquina. Y, en segundo lugar, puesto que buscamos tan asiduamente la afirmación de nuestras vidas e identidades, no nos fijamos en qué tipo de confirmación es realmente buena para nosotros y cuál no lo es. En consecuencia, a menudo nos sentimos acosados por la constante presión de parecer interesantes y dignos de atención. Además, comparamos constantemente nuestras vidas con las de los demás para ver si somos tan felices como ellos, si vivimos el mismo tipo de experiencias increíbles, si vestimos la ropa correcta, si conducimos los automóviles correctos, si comemos en los sitios correctos, si compartimos las causas correctas, etcétera. Y esta comparación nos entristece. A algunos los deprime. Hace que se pregunten si sus vidas valen la pena, si deberían estar vivos. Es entonces cuando la búsqueda de afirmación se convierte en un problema.

    ¿Quién soy?

    No cabe duda de que nuestra identidad, nuestra individualidad única como seres humanos diferentes del resto, es una parte vital de nuestra existencia que nos esforzamos por establecer a lo largo de la adolescencia, la universidad y los primeros años de la edad adulta. «¿Quién soy?» es una pregunta humana común. Hay formas buenas y malas de responder a esa pregunta. Una de las formas más peligrosas es tratar de establecer nuestra identidad entera y simplemente a partir de la aprobación de los demás. Todos lo hacemos. Siempre lo hemos hecho. Pero ¿deberíamos vernos únicamente a través de los ojos de los demás, adaptándonos constantemente a sus deseos? ¿O hay otra manera? Dicho de otro modo, si quisiéramos moldear más auténticamente la forma en que los demás nos ven, ¿cuál sería la manera más sana y humanamente fiel de proceder?

    Démosle a todo esto una dirección más filosófica. El erudito alemán Oswald Bayer nos ayuda a pensar en el reto de articular una respuesta a la pregunta «¿Quién soy?» sugiriendo que lo logramos mejor cuando se nos cuestiona por algo que hemos dicho o hecho. Cuando nos preguntan: «¿Por qué lo hiciste?», habitualmente queremos dar una respuesta que explique adecuadamente nuestras acciones y que, además, las justifique, de modo que parezca que dijimos o hicimos lo correcto, o, al menos, que no hemos hecho nada malo. Bayer se refiere a este tipo de circunstancias que, de vez en cuando, todos debemos soportar: «Los que se justifican sienten la obligación de hacerlo. No hay escapatoria. No podemos rechazar la pregunta: ¿Por qué lo hiciste? ¿En qué estabas pensando? ¿No podrías haber actuado de otra manera? […] Se nos reprocha. Nos vemos obligados a justificarnos, y al hacerlo, solemos querer tener razón»¹. Para Bayer, lucir «correctos» es una forma de parecer aceptables. Al justificar nuestras palabras o acciones, nos esforzamos por convencer a los demás de que, como lo dicho o hecho no era erróneo, o no era malo, no deberían considerarnos personas equivocadas o malas. Más bien, deberían percibirnos como personas buenas y correctas. Y esto debería hacernos aceptables, dignos de apoyo. En otras palabras, a la pregunta «¿Quién soy?» respondemos, al menos, diciendo que somos buenas personas.

    Dado que este tipo de fenómeno social se repite cuando nos preguntan regularmente la razón por la cual hicimos o dijimos esto o aquello, Bayer amplía su argumento para hablar del beneficio social que obtenemos cuando se nos considera aceptables. Dice a continuación:

    Solo un ser que es reconocido es un ser que está vivo. Queremos que se nos reconozca constantemente porque es vitalmente necesario. Necesitamos que ese reconocimiento sea confirmado y renovado. Si carecemos de él, intentaremos recuperarlo o incluso obtenerlo por la fuerza […]. Ser reconocidos y justificados; hacer que nos justifiquen, o justificarnos de actitud, pensamiento, palabra y acción; la necesidad de justificar nuestro ser; o simplemente, que se nos permita existir sin necesitar justificar nuestro ser: todo esto contribuye a nuestra felicidad o infelicidad y es parte esencial de nuestra humanidad².

    Bayer sugiere que, para nuestra felicidad, es fundamental que los demás nos perciban como aceptables y dignos de apoyo. Es tan vital que, incluso, estamos dispuestos a forzarlo, sobre todo cuando sentimos que no contamos con la aceptación de los demás. Así, procuramos encajar — nos esforzamos por impresionar, por llamar positivamente la atención—, todo ello para recuperar la sensación de que se nos quiere, y de que nuestra identidad —nuestra vida misma— vale la pena.

    Bayer, que escribe como cristiano, teme que todos nuestros esfuerzos por parecer aceptables ante otros seres humanos constituyan, en realidad, una especie de sustituto en un problema espiritual más profundo que cada uno intenta resolver. Es decir, si conseguimos que los demás nos consideren dignos, mirables, deseables y, de algún modo, atractivos, ¿utilizamos la evidencia de nuestra amplia aceptabilidad social como palanca delante de Dios, sugiriendo que, puesto que los humanos nos consideran aceptables, Dios no debería pensar lo contrario? La preocupación de Bayer es que nuestros esfuerzos en este sentido solo estén agotándonos, sin conseguir realmente lo que esperamos y deseamos de verdad. ¿Y si hubiera otro camino?

    Una historia más grande

    Llevo unos veinte años enseñando y trabajando con jóvenes. Una cosa que observo regularmente es que quieren ser aceptados por lo que son individualmente, en su propio ser. Y, al mismo tiempo, quieren formar parte de algo más grande que ellos mismos, especialmente cuando se trata de su futuro y de la huella que dejarán en el mundo. A menudo he visto que estos dos deseos entran en conflicto.

    A medida que mis alumnos se acercan a la graduación y esperan entrar en la siguiente fase de la vida, este conflicto alcanza un punto dramático. A lo largo de sus vidas, a muchos les han enseñado aquellas frases — hoy clichés— que los animan a ser auténticos: Sé tú mismo. Marcha a tu propio ritmo. Sigue a tu corazón. Descubre lo que te apasiona. Haz lo que te nazca. No obstante, a medida que se preparan para lanzarse al mundo como adultos con responsabilidades, trabajo, facturas y, finalmente, cosas como un matrimonio y una familia que cuidar, tienen muchas preguntas. Pareciera que todos los consejos sobre mirar dentro de nosotros y seguir al corazón no le dicen realmente a una persona cómo vivir de manera óptima o llevarse bien con los demás en el mundo. Aunque todos esos clichés suenan muy bien y parecen prometer mucha libertad y oportunidades, no brindan mucha orientación real. Concretamente, no dicen mucho sobre cómo debe ser una vida humana o cuál es su finalidad. En otras palabras, mientras que a todos se nos anima a abrazar nuestra individualidad, se nos enseña muy poco a formar parte de algo más grande que nosotros mismos o cómo sería eso.

    Este libro pretende esbozar una imagen de lo que podría ser ese «algo más grande que nosotros mismos». Además, contribuirá a satisfacer nuestro deseo de adquirir certeza de nuestra propia individualidad, ayudándonos a vernos y a ver nuestras vidas como parte de un panorama más amplio, una historia más grande dentro de la cual desempeñamos un papel.

    La antigua idea de la vocación

    ¿Y si no fuera necesario que nos dijeran cómo vivir? ¿Y si lo que realmente necesitamos fuera ayuda para imaginar de qué modo hacerlo? ¿Y si, con esta nueva imagen en mente, pudiéramos revisar nuestras vidas a través de nuevas lentes, algo así como jugar a Pokémon Go, en realidad aumentada? ¿Y si, como las pantallas de nuestros teléfonos, las nuevas lentes nos permitieran ver por primera vez algo que ya está ahí, no en forma virtual (como un Pokémon), sino como una existencia real, encarnada, en la que nuestras vidas pueden tener sentido y resultar profundamente significativas?

    Dentro de la tradición cristiana, hay una antigua enseñanza llamada «vocación». En nuestro lenguaje cotidiano, aún conservamos una idea de lo que la vocación significa, ya sea que hablemos como cristianos o no. Pero solemos trabajar con una noción muy limitada de lo que significa la vocación. En nuestro uso habitual del término, vocación suele ser sinónimo de empleo. Así que tenemos «escuelas vocacionales» que capacitan a los estudiantes en ciertas habilidades, permitiéndoles obtener un empleo en un campo profesional determinado, como por ejemplo, electricista.

    La antigua enseñanza tiene un sentido mucho más amplio. Se refiere a mucho más que nuestros trabajos, aunque también los incluye. Hace quinientos años, el erudito bíblico Martín Lutero ayudó a la gente de su época a entender que habían sido elegidos por Dios para marcar una diferencia en el mundo, y que el trabajo que hacían le importaba a Dios porque, a través de él, los incluía en su gran historia: la redención del mundo. Esto significaba que lo importante iba mucho más allá del trabajo que los seres humanos hacían en sus empleos; lo importante era el trabajo realizado en todos los ámbitos de la vida. Lutero quería que vieran que, de hecho, era Dios quien obraba por medio de ellos en el trabajo, de modo que cada persona se ve involucrada en la obra continua de Dios para cuidar del mundo.

    Para que esto tenga sentido en nuestra época, es útil definir el término vocación. Otra palabra que solemos utilizar para vocación es llamado. Esto es porque vocación proviene directamente de un sustantivo en latín que significa «llamado» (vocatio). Oímos a mucha gente preguntarse por su vocación y, a veces, nos encontramos con personas que intentan hallarla. Algunos intuyen un llamado concreto, como profesor, músico o pastor. El hecho de que una vocación sea un llamado señala que hay alguien que hace ese llamado; en la escena, junto a ti, hay alguien que te llama y te atrae a un tipo particular de vida. La idea de Lutero aprovecha este sentido, pues él realmente creía que es Dios quien nos llama a cada uno de nosotros a desempeñar funciones diversas y honorables en la vida. Y es importante tener esto en cuenta; de lo contrario, la idea de llamado, tal como la de la vocación, puede perder una dimensión importante en nuestra época; como si un llamado fuera solo una especie de idea genérica; un castillo en el aire del que hablamos con un cierto romanticismo. Como si fuera una especie de destino. Sin embargo, Lutero no se refería a nada de eso. Era más concreto. Fue específico sobre el hecho de que nuestros llamados están incorporados en la creación, en la historia continua del trabajo de Dios para el cuidado del mundo, y sobre el hecho de que Dios ha elegido involucrar a los seres humanos en esa labor, utilizando nuestro propio trabajo mientras él desciende a través de nosotros para cuidar de los demás. Lutero se refirió a esta labor de descender a través de nosotros como si los seres humanos fueran canales o instrumentos de la obra de Dios. También la describió como si los seres humanos fueran «máscaras de Dios»³, como si Dios utilizara al ser humano y su actividad como una máscara. De este modo, Dios está oculto, pero sigue realizando la labor de cuidar del mundo. La antigua enseñanza sobre la vocación, entonces, es que estamos involucrados en algo más grande que nosotros mismos, y se nos invita a ver nuestras vidas a través de esa lente. Cuando lo hacemos, todo cambia.

    La insistencia de Lutero en entender la vocación de este modo supuso una ruptura radical con lo que todos habían entendido hasta entonces. La gente a la que Lutero enseñaba también tenía una visión restringida de la vocación, aunque en un sentido diferente a como la entendemos hoy en día. Para ellos, la vocación se refería a quienes trabajaban para la Iglesia de manera profesional. Aquellos que eran formados y enseñados para ser sacerdotes. Los que dedicaban su vida a monasterios y conventos: monjes y monjas, respectivamente. Los que eran designados para determinadas funciones, como obispos, cardenales e incluso el papa. Estas funciones eran vocaciones, pero la idea de vocación quedaba estrechamente relegada a papeles dentro de la Iglesia. Se creía que quienes desempeñaban estas funciones eran especiales, más cercanos a Dios incluso, y eran, sin duda, más santos que los demás por su función concreta. Por ejemplo, se creía que, a diferencia de los demás, los que servían en la Iglesia no tendrían que pasar tanto tiempo en el purgatorio (enseñanza según la cual, después de la muerte, uno tenía que ser «purgado» de sus pecados antes de entrar finalmente al cielo). La desafortunada consecuencia de esto fue una especie de estratificación social que colocó en una clase especial a los que servían en funciones eclesiásticas; una clase que disfrutaba de poder y privilegios por encima de todos los demás, mientras que estos últimos existían en una clase subordinada.

    Esto molestaba a Lutero porque, como estudioso de la Biblia que podía leerla en sus idiomas originales (hebreo para el Antiguo Testamento, griego para el Nuevo Testamento), no encontró en ella ninguna enseñanza que legitimara la división de la sociedad en estas clases sociales basadas en cuán espiritual pudiera ser el papel de cada uno. Más bien, leyó que Dios se preocupaba de la misma manera por el trabajo de cada uno. Vio que Dios asignó tareas a los dos primeros seres humanos de la creación, llamándolos a cuidar del huerto del Edén y de las demás criaturas (ver Génesis 1:28-30; 2:15). Dios, asimismo, los bendijo con la capacidad de ser fructíferos y multiplicarse, es decir, tener hijos. Y, además, Lutero vio que Dios había llamado a todos los creyentes en Cristo a ser sacerdotes, representantes de Dios ante los demás seres humanos. Lutero llamó a esto el «sacerdocio de todos los creyentes» (ver 1 Pedro 2:9).

    Fíjate en los dos sentidos del llamado. En primer lugar, todos los seres humanos somos llamados a cuidar de la creación y de las numerosas criaturas de la tierra, incluidas las humanas, que son la cúspide de las creaciones de Dios. En este sentido, nuestras vocaciones se refieren específicamente a cosas terrenales, temporales: por ejemplo, la necesidad de que los seres humanos coman, o la de promover la paz y la seguridad de todos. Aquí Lutero vio que Dios llamaba a las personas a tareas únicas y honorables que requerían habilidades y capacidades especiales que no todos los demás tenían o pueden tener (ver Romanos 12:3-4). Por ejemplo, no todo el mundo tiene aptitudes para la cocina, o para la música. Sin embargo, todos nos beneficiamos de los que sí las tienen: todo el mundo necesita comer, y la música es una parte fundamental de muchas de nuestras diversiones y celebraciones. Del mismo modo, no todos pueden enseñar, ni son todos capaces de administrar, pero todos nos beneficiamos de quienes sí son capaces. Al final, Dios ha organizado la distribución de habilidades, dones, talentos y aptitudes de modo que podamos convivir como una sociedad en la que todos nos beneficiemos mutuamente del trabajo de los demás e incluso florezcamos.

    Un segundo sentido de la vocación procede de la idea de que todos los que confían en Cristo como su redentor del pecado y de la muerte están hechos para ser sacerdotes a semejanza de Cristo. Como sacerdotes, Dios se sirve de los cristianos para llamar a todos los demás a la fe en Jesucristo a fin de que sean salvos e incluso se presenten como «sacrificio[s] vivo[s]» por otros (ver Mateo 28:10-12 y Romanos 12:1). Mientras que muchos de nuestros llamados son funciones que nos involucran en la obra redentora temporal de Dios mediante la cual cuida de la creación, la vocación de sacerdotes consiste específicamente en llamar a otros a la fe y a la redención eterna. Los cristianos lo hacemos de forma muy sencilla: contamos la historia de Jesús y de cómo vino para traer salvación de la muerte a todos mediante el perdón de los pecados (ver Juan 3:16-17). En otras palabras, tal como nos convertimos en hijos de Dios por la fe —lo cual sucede porque oímos la historia de Jesús y la creímos nosotros mismos (ver Romanos 10:14-17)—, Dios también nos utiliza para contar la historia, para llamar a otros a creer. Podría decirse, entonces, que uno de nuestros llamados, como cristianos, es llamar a otros a oír y creer el evangelio de Jesús, que dio su vida por nosotros para que pudiéramos vivir enteramente para él.

    Esta imagen que Lutero comenzó a pintar mientras enseñaba a otros sobre la vocación acabó por nivelar el terreno de juego y borrar la antigua división de la sociedad basada en la importancia espiritual del trabajo de cada uno. Lutero ayudó a todos a ver que el trabajo honorable de cada uno es inestimable para todos los demás, y, por tanto, igualmente significativo. Y, puesto que Dios actúa a través de nosotros, podría decirse que todo nuestro trabajo es espiritual. Nos necesitamos unos a otros, pero, para Lutero, había también un sentido en que somos responsables los unos de los otros. Esta también es una idea radical a recuperar, sobre todo en nuestra época, en la que tendemos a enfatizar la individualidad. Aquí volvemos a un punto que ya planteamos sobre el conflicto de los deseos simultáneos de vivir para uno mismo y de formar parte de algo más grande que uno. No podemos tener ambas cosas al mismo tiempo. Tal vez la plenitud de la vida humana no provenga simplemente de hacer lo que uno quiere, sino de hacer lo que a uno le ha sido dado hacer, desempeñando un papel en el cuidado permanente del mundo por parte

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