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Etxetorre Goikoa
Etxetorre Goikoa
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Etxetorre Goikoa

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About this ebook

Garazi, una joven arquitecta inquieta y emprendedora, nunca habría podido imaginar el giro que iba a dar su vida cuando recibe la propuesta inesperada de dirigir la restauración de una casa palacio que, desde pequeña, ha estado ligada a ella de una forma especial.
Desde el primer instante en el que posa los pies en esa mansión, una sensación extraña la embarga. Y siente que entre las paredes, las piedras de sus hermosas ventanas, los antiguos muebles …, en todos y cada uno de sus rincones, hay algún secreto oculto. Ella se deja llevar y el misterio la atrae con fuerza.
Con el comienzo de las obras suceden hechos que van revelándole detalles de un pasado relacionado con su abuela. Sin darse cuenta se verá transportada a unos años en los que a miembros de su familia les tocó vivir una dura etapa de represión contra la que lucharon sin importarles las consecuencias.
Esto la hace implicarse de tal forma que le es imposible dejar de indagar hasta que la verdad salga a la luz. Con el tesón y la pasión que la caracterizan, se propone llegar hasta el final ya que ni en su mente ni en su corazón hay lugar para el olvido.
LanguageEuskara
Release dateSep 8, 2023
ISBN9788411813709
Etxetorre Goikoa

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    Etxetorre Goikoa - Mari Romero Fernández

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Mari Romero Fernández

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-370-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Nora y a Paule.

    Ellas llenan de luz mis días sombríos.

    .

    «Corazón, ¿por qué mandas en mí si yo no quiero?».

    Federico García Lorca

    «Recordar es fácil para el que tiene memoria,

    olvidarse es difícil para quien tiene corazón».

    Gabriel García Márquez.

    «Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica,

    porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia».

    José Saramago.

    1

    TERESA

    Primavera de 1928

    Teresa se hallaba en el jardín del palacio que durante siglos había pertenecido a su familia, los Amorebieta. Su padre, su abuelo, su bisabuelo y algún que otro antepasado más habían nacido en él y, ahora que todos habían muerto, ella era la dueña de esa casa que siempre le había parecido preciosa. Estaba sentada en una especie de diván colocado en la hierba fresca y rodeada de rosales que se habían enredado en unos arbolillos cercanos; las rosas se habían abierto camino y brotaban exuberantes entre las ramas. Esa conjunción de las dos plantas le gustaba tanto que solía pasar muchas horas cuidándolas para que no se estropearan y ahora, al mirarlas, se sentía satisfecha porque su trabajo había convertido a esa parte del jardín en un rincón especial. El césped lucía su color más intenso en esa época del año y al final de este se abría una gran balconada que hacía de límite entre la casa y el río que la bordeaba.

    El murmullo de las aguas alegraba sus oídos, era un sonido muy familiar, le había gustado desde que era una niña y en esta ocasión no fue diferente, se abandonó a ese rumor y sintió cómo el ruido del agua, al chocar contra las piedras, actuaba en ella como un relajante natural. Levantó la cabeza, miró la casa y no pudo evitar que la nostalgia la alcanzara. Entre sus paredes se hallaban atrapados los recuerdos de una infancia feliz, en cada uno de sus rincones habitaba la sonrisa de su madre, la bondad de su padre y todos los momentos que había pasado junto a sus primos y primas en ese mismo lugar. Ya nunca podría regresar a ellos, había sido una etapa de su vida que jamás olvidaría pero desde eso hacía ya tanto tiempo…

    La casa ejercía en ella un efecto que no podría explicar, la amaba con toda su alma y la llenaba de mil sensaciones buenas. Y, sin embargo, a diario, tenía que luchar contra otro sentimiento muy diferente, un sentimiento que contradecía el inmenso cariño que la invadía cada vez que la miraba. Porque, a pesar de todo, siempre llegaba a una conclusión extraña: habría preferido vivir en otro lugar. Era tan grande que la hacía sentirse pequeña, la esencia de aquella niña que aún vivía en su interior se disipaba entre los largos pasillos de esa mansión infinita. La algarabía de otros tiempos había sido sustituida por el silencio y ahora, cada vez que recorría sus solitarias estancias, añoraba enormemente la compañía de esa familia que se había ido tan pronto dejándola sola.

    Se arrebujó en el diván y cruzó sobre su pecho el chal que cubría sus hombros. La primavera ya se había manifestado en todo su esplendor pero la temperatura seguía siendo fresca. Había sido una estación muy lluviosa y la humedad penetraba hasta sus huesos, se mezclaba con la nostalgia y la hacía estremecer.

    Muy cerca de ella se hallaba Agustina, el ama de llaves que vivía en la casa mucho antes de que ella naciera. Estaba regando las jardineras que se extendían a lo largo de la balconada y de vez en cuando le echaba un vistazo por encima del hombro. La mujer siempre estaba pendiente de ella, la cuidaba, la mimaba y, aunque quería a esa joven como si fuera su propia hija, sabía que no podía sustituir lo que había perdido. Miró a su niña, presintió su angustia y un escalofrío recorrió su cuerpo.

    Teresa seguía ajena a todo, absorta en sus propios pensamientos, de vez en cuando volvía a levantar la cabeza y posaba la mirada en las piedras impertérritas del edificio que tenía enfrente, suspiraba profundamente y su mente volvía a perderse en los recuerdos.

    Se había casado hacía dos años con dieciocho recién cumplidos y, al contrario que para ella, para su marido esa casa cumplía todo lo que había deseado desde que era un chiquillo. Sentirse el señor de aquella mansión lo había hecho inmensamente feliz, tanto que, al principio, Teresa temió que se hubiese casado con ella tan solo por conseguir el estatus que le otorgaba ser el dueño de algo tan noble. Durante el primer año de su matrimonio consiguió olvidarse de ese temor y se dedicó a disfrutar de lo que la vida le ofrecía.

    Lo había conocido un día de mercado. El joven había acudido acompañado de su padre a esa cita semanal que se celebraba en el pueblo. Además de disfrutar de un día especial, llevaban la intención de realizar un buen negocio relacionado con la ganadería que poseían. Cada viernes, cuando el amanecer clareaba la mañana, la plaza del pueblo iba llenándose de ganaderos que querían conseguir un buen precio por esos animales que con tanto esfuerzo habían criado durante el invierno. El joven vivía en una casa en las afueras del pueblo rodeada de inmensos prados fértiles donde pastaban rebaños de ovejas y vacas. Su familia no se relacionaba demasiado con el resto de los vecinos pero cuando era necesario vender algún animal se aproximaban al pueblo y formaban parte de esa feria que alegraba las calles.

    A Teresa le encantaba el bullicio y el ambiente festivo que se respiraba en el pueblo los viernes por la mañana. Aquel día también asistió a esa cita ineludible agarrada del brazo de su padre. Al llegar a la plaza una actividad inmensa hervía por todos los rincones. Paseó su mirada por los alrededores queriendo empaparse de ese momento que tanto le gustaba. En una de las esquinas descubrió a un joven que no le era familiar. Lo miró sin temor a ser descubierta y le pareció el chico más atractivo del mundo. Era alto, delgado, con un porte tan elegante que no podía dejar de observarlo. La casualidad actuó de cómplice e hizo que el joven se girara hacia donde estaba Teresa. Ella no desvió su mirada y se encontró con un rostro que, sin ser una belleza, albergaba unos ojos que se clavaron en los suyos y ya no hubo nada que hacer. En los próximos encuentros fue afianzándose ese sentimiento que la descolocaba y no había pasado demasiado tiempo cuando se dio cuenta de que ese joven le gustaba más de lo que pensaba.

    —Pero hija —le decía su padre—, si apenas lo conoces…

    Ella se sonrojaba, ladeaba la cabeza y su mirada se perdía en el infinito.

    Sus encuentros se fueron repitiendo cada vez más a menudo y entre ellos surgió un sentimiento que se iba acercando al amor. Un día que su padre volvió a insistir en el tema, no se quedó callada.

    —Yo lo amo, aita… —se atrevió a confesarle.

    Y ya no hubo más que decir. Siguieron con la relación que tan feliz hacía a Teresa y su padre, que tan solo quería lo mejor para su hija, fue aceptándolo.

    El noviazgo fue corto, a él lo apremiaba la necesidad de casarse cuanto antes y ella no opuso resistencia, era tan fuerte lo que sentía que, a pesar de las advertencias de su padre, se entregó sin reservas. La delicada salud de su padre obró en su favor ya que le hacía temer que quizá no llegara a verla casada. Habían sido demasiadas pérdidas en poco tiempo. La muerte de su madre los había dejado desolados y, aunque siempre habían estado muy unidos, la desgracia los unió aún más. Tal vez por eso le entró prisa con la boda, no podía permitir que ese hombre, al que tanto quería, no fuera partícipe de algo tan importante para ella. Cuando ya fueron marido y mujer, Severo se trasladó a vivir a la casa que tanto le gustaba. Desde siempre, desde que era un niño se había sentido fascinado por ese lugar y no podía creerse que ahora fuera su hogar.

    Para Teresa también fue motivo de alegría. Emprender un camino junto al joven que amaba era todo lo que deseaba y aunque no fuese un hombre muy efusivo tenía que reconocer que la trataba con cariño. Ella puso toda su voluntad en esa relación, él se dejó amar y, según pasaba el tiempo, le demostró que la quería de veras. Su primer y único hijo nació cuando llevaban casados diez meses y desde el día en que su pequeño llegó a este mundo, para Teresa todo lo demás pasó a segundo plano. Recuerda que aún estaba algo aturdida por el parto, ya que había sido bastante duro y largo, cuando vio entrar en la habitación a Severo. Se acercó despacio, cogió al niño en sus brazos y sonrió satisfecho. Y Teresa pensó que no se podía ser más feliz.

    Etxetorre Goikoa se llenó con las risas de Martín. Los amplios espacios de ese palacio, vacíos hasta el momento, se inundaron de la presencia de esa criatura que los tenía embelesados. Su madre no se separaba de él en ningún momento, había veces en las que Agustina le decía que lo dejara, que ella se ocuparía de él y así podría descansar un ratito; ella accedía, aunque no de muy buena gana, y lo dejaba al cuidado de esa mujer que tanto la quería. Cuando eso sucedía solía salir al jardín a dar un paseo con su marido, ella le hablaba de sus cosas, de los avances de su hijo, de lo bien que la estaba tratando la vida, de la suerte que habían tenido… y del camino que les quedaba por recorrer.

    Pasó el tiempo, Martín fue creciendo rodeado del amor de sus padres y de Agustina, era un niño tranquilo, casi nunca lloraba y pasaba la mayor parte del día entretenido con los juguetes que le daban. Cuando su hijo cumplió los seis años, Teresa notó un cambio en la actitud de su marido hacia el niño y una angustia desconocida comenzó a preocuparla. En poco tiempo Severo dejó de ser el padre cariñoso que había sido y una mueca de rabia sustituyó su sonrisa. Al principio Teresa no veía, o no quería ver, cuál era el motivo que lo había hecho cambiar pero según Martín fue cumpliendo años, no necesitó que nadie se lo dijera.

    Poco a poco se dio cuenta de que también su hijo había cambiado y, aunque la relación que mantenía con ella no se viera afectada, con su padre ya no era el niño risueño y cariñoso al que ella estaba acostumbrada. Sus temores se hicieron realidad, ni siquiera quería llamarlos temores, no debía hacerlo, la vida es impredecible y había que hacerle frente cualquiera que fuera su trayectoria; además la percepción de lo que estaba sucediendo no cambiaba ni un ápice el amor que sentía por su hijo. Por mucho que ella se esforzara no podía hacer nada para cambiarlo, tampoco lo deseaba, y tal vez por eso no le costó nada aceptarlo y seguir amándolo con toda su alma. Esta decisión la convirtió en una espectadora de lo que estaba sucediendo, se sintió a gusto consigo misma y se limitó a darle todo su apoyo.

    Martín aún no era más que un chiquillo cuando comenzó a encontrarse perdido, sus sentimientos se hallaban atrapados en un laberinto del que le costaba salir. Él, al principio y a su manera, intentaba evadir la realidad y se entregó de lleno a vivir de los recuerdos. De esta manera conseguía sentirse algo mejor. Para un niño tan pequeño era muy difícil encontrarles una lógica a los acontecimientos que poco a poco fueron marcando su niñez. Su mente infantil a menudo se perdía en el mundo de la ensoñación y le costaba hallar referencias exactas que le revelaran cuándo había empezado todo, cuál había sido el momento exacto en el que las cosas comenzaron a ser diferentes, el momento en el que percibió que también él era diferente. No fue fácil, su mente y su cuerpo se debatían en un conflicto que lo dejaba confuso y para hacer frente a esas angustias solía pasar el tiempo rescatando retazos de aquella época que recordaba tan feliz. No era sencillo y cuando lo lograba se aferraba a ellos con todas sus fuerzas y así conseguía escabullirse, por unos instantes, de una realidad que cada vez se manifestaba con más intensidad. Según fue haciéndose mayor, cada vez le era más difícil vivir de los recuerdos, se esforzaba por tenerlos presentes pero llegó un momento en el que, por más que lo intentaba, únicamente le llegaban pinceladas, tan desdibujadas por el tiempo, que la mayoría de las veces no lograba descifrarlas. Sin embargo nunca se rendía, seguía y seguía en su empeño de rescatar algún momento bueno, hurgaba y rebuscaba repetidamente en su memoria e indagaba en el olvido en busca de retazos de una infancia en la que todo había sido menos complicado. Era tan insistente que había veces en las que su mente lo trasladaba a aquella época inocente y la recompensa a esa perseverancia se le presentaba en forma de imágenes que lo dejaban más tranquilo. Se veía a sí mismo en la plaza cercana al palacio, siempre custodiado por la presencia de Agustina o de su madre, que no lo dejaban ni a sol ni a sombra. El eco de las risas y las voces alegres de otros niños y niñas que llenaban la calle resonaba en su cabeza y con nostalgia recordaba lo a gusto que se sentía cuando alguna que otra vez pudo jugar con ellos. Tan solo ocurrió en contadas ocasiones pero la reminiscencia de aquellos juegos lo hacía inmensamente feliz. Las imágenes, sin embargo, duraban muy poco y cuando desaparecían volvía a sentirse triste. Él hubiera dado la vida por ser uno de ellos. Pero no pudo ser, la libertad que tanto ansiaba no llegó a materializarse y continuó añorando el sonido de aquella algarabía que llenaba sus oídos siempre vacíos de nada nuevo.

    Se acostumbró a jugar en solitario, a recorrer toda la casa en busca de algún entretenimiento para que la tristeza no hiciera mella en él y, aunque no siempre lo conseguía, hubo ocasiones en que lograba distraerse y darle una tregua a su mente. Todavía era un niño inocente cuando un día que andaba zascandileando, ocurrió algo que lo sacó del hastío perpetuo, algo trivial pero que lo hizo sentirse tan bien que hasta él mismo se sorprendió. Había estado jugando en el jardín y, cuando se cansó, entró en la casa y, como otras tantas veces, se dedicó a revolver en los cajones de las cómodas, a abrir armarios, mesillas…, todo en busca de algo que matara su aburrimiento. La encontró olvidada en la repisa de la ventana de un cuarto que no tenía ningún uso específico dentro de la casa, no era una despensa, ni un despacho…, quizá llegara como mucho a considerarse un trastero. Antes de cogerla la miró detenidamente y observó que una densa capa de polvo la había cubierto igual que a la mayoría de los objetos que allí había. Luego alzó su mano, la agarró suavemente y la rescató del olvido; limpió con cuidado su cara, sus piernecitas, sacudió el polvo de sus ropas y le pareció el juguete más bonito del mundo. Desde aquel día le encantaba sentirla entre sus brazos, mirar su carita de porcelana, esas mejillas sonrosadas, esos labios que parecían querer decirle algo… Luego la llevó a su cuarto y la escondió en el fondo del armario. No sabía bien por qué, pero ese juguete era algo especial para él, se sentía a gusto mirando esa carita que le transmitía una sensación de complicidad. Quizá por ello la escondía, no quería que nadie más la encontrara.

    Una mañana en que la luz del sol penetraba por la ventana e iluminaba la habitación haciéndola más cálida, fue precisamente esa calidez inesperada la que lo animó a acercarse de nuevo al armario y abrir la puerta. Todo lo demás fue fácil. Introdujo su brazo, lo estiró todo lo que pudo y la rescató de aquella oscuridad, la sacó lentamente de su escondrijo y la depositó en su regazo. Desde que la había descubierto no se había atrevido a tocarla otra vez, pero ese día, cuando ya estaba en sus brazos, la miró de nuevo y volvió a parecerle preciosa.

    Instintivamente comenzó a mecerla entre sus bracitos, lo hacía con mucho cuidado como si tuviera miedo de romperla. De vez en cuando se inclinaba y depositaba un beso en su cara sonrosada.

    Estaba tan ocupado mimando a su muñeca que no se dio cuenta de que alguien entraba en la habitación. Sintió sus pasos cuando ya lo tenía muy cerca y levantó la cabeza. Apretó su tesoro contra el pecho, estaba tan contento que le regaló una de sus mejores sonrisas. Sin embargo el hombre no le correspondió, lo observó disgustado, contrajo su rostro y le dedicó una mueca de desaprobación. El niño se esforzó de nuevo y volvió a sonreír. Esta vez lo hizo de una forma exagerada, sus labios se estiraron en una sonrisa ancha, franca, como si quisiera contagiar su felicidad al hombre que tenía enfrente. Sin embargo no lo logró, al contrario, en ese rostro que lo miraba tan serio no vislumbró ningún atisbo de cariño. Dejó de sonreír y empezó a sentir miedo. Agachó su cabeza y la escondió entre las ropas de la muñeca.

    El hombre se acercó, le arrancó la muñeca de los brazos y le soltó un bofetón.

    —Que sea la última vez que te veo jugar con muñecas —le dijo.

    Después la arrojó al suelo con rabia y se marchó dejándolo confundido y triste. Y también desorientado.

    No comprendía lo que había pasado, no podía entender por qué su padre le había pegado. Se levantó del suelo y abandonó la habitación sin decir palabra. Mientras salía iba limpiándose las lágrimas con el dorso de su mano. La cara le ardía, pero no tanto como el corazón.

    Teresa lo vio venir y supo que algo había sucedido. Abrió sus brazos y se los ofreció, él se abrazó con fuerza a su madre para que le diera consuelo, igual que lo hacía siempre que estaba triste.

    — ¿Qué ha pasado? —le preguntó dulcemente.

    — No lo sé muy bien. Tan solo estaba jugando con una muñeca y…

    No preguntó nada más. No hacía falta. Depositó un beso en su cabeza y supo que desde ese día ella borraría sus lágrimas, le diría palabras dulces y pintaría sonrisas en su rostro. Mientras su madre lo acariciaba, él seguía buscando respuestas en su cabecita de niño, y en ese instante y también durante mucho tiempo una y otra vez se repetiría la misma pregunta:

    «¿Qué habré hecho mal? ¿En qué me he equivocado?».

    Pero por más vueltas que le daba, nunca encontraba una respuesta.

    2

    GARAZI

    Año 2020

    Aquella tarde iba a ser para Garazi una de esas tardes que no se olvidan fácilmente. Estaba segura de que cuando se encontrara de nuevo frente al edificio que tantas veces había alimentado su fantasía, una magia volvería a envolverla como le había sucedido siempre que lo había tenido cerca. Cada vez que había estado junto a esa casa, su presencia le había transmitido infinidad de historias que fueron llenando su mente de misterios ocultos y, aunque era consciente de que entre sus muros tal vez nunca hubiera ocurrido nada de lo que ella pensaba, lo percibía como algo tan real que se abandonaba al vuelo de su imaginación y dejaba de lado todo lo que tuviera algo que ver con la lógica. Y aunque de sobra sabía que todo era fruto de su propia cabeza, la mayoría de las veces se dejaba ganar por la entelequia y solía sentir una avidez extraña por adjudicarle una verdad que no existía.

    El recuerdo que tenía de ella, desde que era una niña, se adueñaba de su razón y la llevaba por senderos y fabulaciones a las que no podía resistirse. Sentirla cerca la dejaba como embobada y solía quedarse absorta mirando esas paredes que la hechizaban de una forma especial, confundían sus pensamientos y la transportaban a tiempos lejanos. Cuántas veces había soñado con entrar en ella, recorrer sus estancias, disfrutar de sus muebles, respirar el olor pretérito de sus paredes... Y ahora no podía creer que muy pronto su sueño iba a cumplirse, le parecía imposible que se fuera a consumar lo que tanto había deseado.

    Cuando era pequeña había ido muchas veces hasta ese lugar. A su madre le gustaba mucho y fueron incontables las tardes que cogían el camino que unía los dos pueblos cercanos para plantarse frente a la mansión. Se quedaban agarradas de la mano mirando su fachada, su hermosa puerta, sus ventanas… Sobre todo aquella que tenía una forma de arco con uno de sus vértices apuntando hacia arriba. Cuando estudió arquitectura supo que se llamaba arco conopial y que había aparecido al final del gótico en los siglos XIV y XV, lo cual se correspondía con la fecha de construcción de la casa. Ya entonces le parecía una ventana distinta, con mucho estilo, y mientras la miraba le gustaba preguntarle a su madre sobre las personas que habrían vivido allí. Ella apretaba su mano y tan solo le decía:

    Ene, maittia, si tú supieras…

    La frase siempre quedaba inconclusa pero a Garazi no le importaba, su imaginación no necesitaba ayuda para colocar en el interior de la casa a una retahíla de habitantes que solían ir variando según el día. Cuando en alguno de esos paseos se les unía la amama, para Garazi todo cambiaba, la expresión que veía en sus ojos mientras miraba fijamente a la casa le daba la razón, allí había algo que ponía triste a esa persona tan especial para ella, algo que no podía descifrar pero que aumentaba esa sensación de misterio y la elevaba hasta límites insospechados. Alguna que otra vez se atrevía a romper su silencio y le preguntaba:

    — ¿Te trae recuerdos, amama?

    Pero la mujer no decía nada. Al igual que su madre, apretaba también su mano y luego le acariciaba la cabeza con cariño. Ella hubiera querido que le contaran algo más porque esos apretones de mano la dejaban insatisfecha. Era tan dada a las historias, a que le contaran relatos de tiempos pasados, que cuando comprendía que no iba a sacarles ni una palabra se sentía frustrada. Pero nunca insistía, si no querían hablar sus motivos tendrían, ella no iba a forzar una conversación que tal vez, algún día, brotara sin que ella la pidiera.

    La última vez que la visitó, mientras se alejaba dejando que sus pasos agrandaran la distancia que había entre ella y ese enigmático edificio, se dio cuenta de que no caminaba sola, el halo de antigüedad que poseía la casa, las piedras de sus paredes, los misterios que no podía ver pero adivinaba a través de las ventanas, el gran árbol de la esquina…, todos y cada una de las pinceladas que esa mansión dibujaba en su mente la persiguieron. Sin darse cuenta se los llevó con ella agarrados de la mano de esa fantasía que siempre la había caracterizado. Hacía ya mucho tiempo que no se acercaba al lugar donde se hallaba la casa, demasiado tiempo, pero a pesar de todo no le importó esta lejanía transitoria, en su fuero interno sabía que algún día habría de volver y, mientras aquel día se iba alejando, dejó pendientes una infinidad de historias atrapadas entre los muros vetustos de una casa olvidada.

    Ahora iba a ser diferente, la visita que tenía prevista era de otra índole, ese día no la visitaría tan solo desde fuera, ese día no era la curiosidad la que la acercaba a ella, ni tampoco la necesidad de volver a sentir aquello que se instalaba en su ser cada vez que la tenía cerca, esa sensación que no podría explicar pero que llenaba su cabeza de mil historias distintas. Que la casa era un atractivo para ella era algo innegable y ahora, de repente, ese deseo iba a ser satisfecho ya que el azar la llevaba de nuevo hasta la puerta de ese edificio. Esta vez era algo palpable, incuestionable, no era un capricho o una visita de placer, no, esta vez había un porqué, algo que la hacía sonreír cada vez que lo pensaba.

    Todavía no habían pasado unos días desde que algo maravilloso le había ocurrido, tan solo unos días desde que recibiera esa llamada telefónica que suscitó en ella un interés inusual. Fue una llamada tan inesperada que al principio la dejó algo descolocada y provocó en ella reacciones contradictorias; por un lado, le pareció que estaba fuera de lo normal, que todo era bastante extraño; pero al mismo tiempo una propuesta sorprendente llenó su mente de mil perspectivas e ilusiones nuevas.

    Estaba en casa, serían las cuatro de la tarde cuando el móvil se puso a sonar. Lo miró con pereza, hacía un ratito que se había recostado en el sofá, se había tapado con una manta y se había quedado traspuesta. Se incorporó levemente y cogió el teléfono aún somnolienta.

    —¿Diga? —preguntó al que se encontraba al otro lado de la línea.

    —¿Garazi Azpiazu?

    Bai, soy yo, ¿con quién hablo?

    —Buenas tardes, Garazi. Verás, déjame que te exponga brevemente cuál es el motivo de contactar contigo. Te llamo desde un estudio de arquitectos ya que querríamos hablarte sobre un proyecto que tenemos entre manos.

    Así, sin más explicaciones, de repente, como si la estuvieran invitando a tomar un café en la cafetería de enfrente. Garazi comenzó a ponerse nerviosa. No sabía de qué arquitectos se trataba ni por qué la llamaban a ella, pero en cuanto oyó la palabra «proyecto», su corazón comenzó a latir a mil por hora. Al principio se quedó pensativa, desconcertada y sin saber muy bien qué decir o qué hacer. Al no obtener ninguna contestación, desde el otro lado del teléfono volvieron a insistir.

    —¿Has entendido bien? Te hemos llamado para proponerte un trabajo… —instó la persona que le hablaba.

    —Sí, sí, he entendido, gracias. Lo que pasa es que me han pillado desprevenida pero está bien —acertó a decir. Tomó aire, recapacitó durante unos segundos y se atrevió a preguntar—: ¿Podría explicarme un poco mejor de que se trata? —intentó aparentar serenidad mientras realizaba la pregunta pero supo que el que se hallaba al otro lado, quienquiera que fuese, había notado su nerviosismo.

    —Es algo muy largo para hablarlo por teléfono y por eso se nos ha ocurrido, si no tienes inconveniente alguno y si te parece bien, que podrías acercarte mañana a nuestras oficinas para hablarlo con más tranquilidad y así te pondríamos al corriente de cuál es nuestro plan de trabajo.

    Garazi no se lo pensó dos veces y contestó rápidamente:

    —De acuerdo, a mí me parece muy bien.

    ­—Estupendo —oyó desde el otro lado—. Nuestro despacho está en la calle Urbieta de Donostia, en el número 41. No tendrás ningún problema en encontrarnos ya que en la entrada del portal hay colocada una placa donde se puede leer: Fernández e Iraola, arquitectos.

    —De acuerdo, de acuerdo, iré —dijo cada vez más emocionada. Volvió a respirar y preguntó de nuevo—: ¿A qué hora?

    —¿Las nueve de la mañana está bien?

    —Sí, sí, muy bien… Allí estaré.

    —Bien, Garazi, entonces hasta mañana, te estaremos esperando…

    —Hasta mañana.

    Colgó el teléfono y necesitó unos segundos para poder asimilar lo que había ocurrido. Le parecía algo tan bueno que no podía creer que aquello fuera de verdad. Que si estaba bien, le habían dicho…, bien no, estaba de maravilla. Por ella, habría cogido el coche y habría salido en ese mismísimo momento.

    Pasó el día ocupada en otros asuntos pero sin quitarse de la cabeza la llamada que había recibido hacía unas horas. Por la noche se acostó temprano, la impaciencia la consumía y pensó que era mejor apagarla con el sueño, además así estaría despejada para aquello que le propusieran. A Andoni aún no le había dicho nada, había ido a Barcelona por una cuestión de trabajo y no volvería hasta el día siguiente. Mejor esperar, pensó, aguardaría a tener algo concreto que contarle, no fuera a ser que al final todo se quedara en nada.

    Se levantó temprano, tomó un ligero desayuno y luego dejó que el agua de la ducha la despejara. Había estado inquieta durante toda la noche dándole vueltas a la cabeza y no había descansado bien. Luego se vistió con ropa sencilla, un vaquero y una camiseta de color rosa pálido, y se calzó sus deportivas preferidas. Bajó las escaleras contenta, ilusionada y así continuó durante todo el trayecto hasta Donostia. La autovía iba saturada de coches, los carriles no daban abasto a todo el tráfico que se acumulaba en esas horas tempranas y tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para concentrarse y dejar de lado los pensamientos que la dominaban. Antes de las ocho y media ya entraba en la capital de Gipuzkoa por la zona de Amara. Giró hacia la izquierda y se colocó en los carriles paralelos a la ría. La carretera estaba flanqueada a ambos lados por altos árboles. A la izquierda las ramas de los plataneros de sombra se estiraban hasta casi tocar los tejados de los edificios modernistas; a la derecha una hilera de tilos embellecía el transcurrir del río Urumea en su último trayecto antes de fundirse con el mar. El otoño incipiente había comenzado a vestir de oro las hojas de los árboles, el cielo lucía un tono azul pálido que se tornaba más naranja hacia la línea del horizonte. Le encantaba esa ciudad, siempre que iba se quedaba fascinada mirando cada recoveco del lugar que había sido parte de su niñez. La playa, el puerto, los jardines, los palacios, cada uno de sus edificios le traía a la cabeza recuerdos de una infancia ya lejana. No hacía falta mucho para que en su mente se formara la imagen de una niña paseando feliz, con sus padres, por unas calles que nunca la dejaban indiferente.

    Cuando llegó al puente de la estación el semáforo estaba en rojo. Aprovechó para echar una ojeada al puente de María Cristina y durante unos segundos se permitió admirar la elegancia de esta construcción ecléctica tan emblemática. Levantó la mirada y la posó en uno de sus cuatro obeliscos que parecían custodiar el paso de infinidad de transeúntes. Se fijó en uno de ellos coronado, al igual que sus compañeros, por una figura ecuestre en la que un jinete cabalgaba al viento. El sonido de una bocina hizo que bajara la mirada y vio que el semáforo ya estaba en verde. Giró hacia la izquierda, al frente apareció la fuente circular que tanto le gustaba de pequeña, rodeada también de árboles, y le anunció la proximidad de su destino. La dejó a un lado y en pocos minutos se encontró en la entrada del parking al que se dirigía. Mientras descendía, por una de las rampas de acceso, las vidrieras de la catedral del Buen Pastor fueron desfilando ante sus ojos. La oscuridad del aparcamiento la hizo reaccionar de nuevo. Aparcó el coche en el primer hueco libre que vio y miró la hora. «Las nueve menos veinte; bien —pensó—, en nada estaré allí».

    Caminó unas cuantas manzanas y recorrió la calle Urbieta hasta el número 41. Antes de entrar se paró un instante frente a la puerta del portal. Vio su imagen reflejada en la amplia cristalera, se alisó el pelo, se colocó bien la camiseta y respiró profundamente. Luego reparó en la placa de madera donde aparecían los nombres de los arquitectos que le había dicho la persona con la que había hablado por teléfono. Indicaba que estaban en el piso segundo, mano derecha. No lo pensó más veces y tocó el timbre. La puerta se abrió y entró al portal, prefirió no utilizar el ascensor, si subía por las escaleras tendría unos minutillos más para tranquilizarse, no sabía muy bien qué era lo que querían de ella o lo que le iban a proponer y esa incertidumbre la había puesto muy nerviosa. Al llegar al segundo piso, una placa idéntica a la del portal le reveló cuál era la puerta a la que tenía que dirigirse. Iba a tocar el timbre de nuevo cuando la puerta se abrió y una chica joven, más o menos de su edad, la recibió con una sonrisa y la invitó a pasar.

    —¿Garazi? —preguntó. Y sin dar tiempo a que le respondiera siguió hablando—: Te estábamos esperando, enseguida están contigo, acompáñame. —Y la condujo a una sala de espera pequeña pero decorada con mucho gusto.

    No habían pasado ni cinco minutos cuando apareció un hombre que al principio le pareció de edad mediana pero si le hubieran preguntado no habría podido adjudicarle una edad concreta. Era bajito y algo entrado en carnes, tenía un rostro agradable en el que se había instalado una perpetua sonrisa. Iba vestido con un traje gris oscuro y una corbata azul intenso que resaltaba en su camisa blanca. Se pasó la mano por la cabeza alisando el poco pelo que aún le quedaba y, agrandando aún más la sonrisa, la hizo pasar a su despacho.

    —Bueno, Garazi Azpiazu, me imagino, ¿no? —le dijo en un tono amable y, extendiéndole la mano, continuó—: Soy Ander Fernández, el responsable, junto a mi compañero, Pello Iraola, de este estudio de arquitectos. Es un placer conocerte.

    Garazi estrechó la mano que le ofrecía

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