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El Viento del Delirio: Cantares de Pallanthia, #2.1
El Viento del Delirio: Cantares de Pallanthia, #2.1
El Viento del Delirio: Cantares de Pallanthia, #2.1
Ebook127 pages1 hour

El Viento del Delirio: Cantares de Pallanthia, #2.1

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About this ebook

Cuánto mayor es el poder alcanzado, mayores son las apuestas que se hacen para conservarlo. Necesidad y principios entran en conflicto y no siempre el río de la vida permite a los amigos recorrer juntos el mismo camino. ¿Resistirá la amistad de nuestros protagonistas las pruebas que se presentan ante ellos?

LanguageEnglish
Release dateSep 14, 2021
ISBN9798201100780
El Viento del Delirio: Cantares de Pallanthia, #2.1
Author

Ismael Fernández García

Sobre mí: Me llamo Ismael Fernández García, cántabro de 1977, licenciado en Historia Antigua y Medieval por la Universidad de Cantabria, lector voraz de cómics, fantasía, histórica, ciencia ficción, terror, autores del siglo XIX, reglamentos de wargames o de rol... cualquier cosa que me permita evadirme un rato de los problemas cotidianos. Trabajé de Auxiliar Técnico Educador en Centros de Menores, en Centros de Atención a la Discapacidad y en colegios de primaria y también de Técnico de Jardín de Infancia en guarderías. Formé parte de asociaciones juveniles de juegos de rol, estrategia y simulación. Colaboré en jornadas de ocio alternativo. Y todo aquello no fue más que el principio antes de embarcarme en la aventura de la escritura y la publicación. Aventura que deseo compartir por muchos años con todos los aficionados a la lectura. Como un paso más en esta aventura, planeo dar nueva vida al JDR "Ital: El juego de Rol Heroico Medieval" del cual iré desgranando parte de sus historias en mi blog. Espero que las disfrutéis tanto como yo.

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    El Viento del Delirio - Ismael Fernández García

    Capítulo I: Remite El Dolor.

    Remite el dolor y retorna la consciencia. Imágenes del pasado reciente se mezclan con otras que el bardo creía olvidadas. Ve a Iobil burlarse de él, a Arsa culparle de sus desgracias y a Shelis suplicar su ayuda. La ira, la vergüenza y la frustración del fracaso se entremezclan. Y le cuesta discernir qué es real y qué es un mero recuerdo.

    Hasta que abre los ojos y se impone la lucidez. Y con ella vuelven el dolor y el sabor de la ceniza en su boca. Sólo eso tiene seguro, ignora en qué lugar se halla, y mira a su alrededor en busca de respuestas.

    Se encuentra acostado en un blando lecho, cubierto de suaves sábanas y colchas de dosel y encaje. Lentamente, el bardo se incorpora, con cautela, intentando centrar su atención en lo que le rodea, pero aún es pronto para abandonar su reposo, cómo le recuerda el escozor de sus heridas sin curar, que alguien le ha vendado diligentemente. Y desiste y se acuesta otra vez, pero sin dejar de observar su nuevo alojamiento.

    Poco puede ver desde su lecho de convaleciente. Las paredes de su estancia son de piedra de sillería y lucen desnudas su artesanía. No hay escudos, ni tapices, ni armas que las adornen. Gruesos barrotes bloquean dos ventanas, por las que ninguna luz entra. Continua preso en una celda, más cómoda que las anteriores que ha ocupado, pero otra celda, a fin de cuentas.

    Caródamon se dirigía al alcázar de Arthel —piensa el bardo, postrado por sus heridas—. Así que, debo estar en él. Me pregunto qué tramará ¿Habrá averiguado más de lo que yo quería? No me gusta nada que me haya traído aquí.

    En ese momento, el ruido de una llave abriendo la recia puerta de su habitación le impele a encarase hacia ella, pero cuando se gira, sus heridas se lo impiden y ha de contentarse con volver su rostro, transido de dolor, en dirección a su visitante.

    —Me alegra ver que mi paciente se recupera de sus heridas —dice ésta, con su melodiosa voz teñida de melancolía.

    —Eloís... —se limita a musitar el convaleciente— ¿De verdad sois vos?

    —Así es Danker —responde ella con sencillez, al tiempo que se sienta junto al bardo, y con sus ágiles manos le pasa un pañuelo perfumado por su frente todavía febril—.  Lamentable estado, éste en el que te han traído a nosotros —agrega ella intentando sonreír.

    El aludido, en cambio, permanece en silencio, contemplando de hito en hito a su sanadora, sobrecogido  por el cambio que en ella se había operado, desde la última vez que la viera. Nadie que conociera a la bella y lozana campesina de bronceada piel y vestiduras de áspera tela del pasado, podría reconocerla bajo las tenues vestiduras de gasa, hilo de plata y diamantes de la consorte de Arthel.

    ¡Cuán pálida está! —piensa el bardo—. Su piel no ha debido volver a sentir la caricia del sol en todos estos años. Cómo destaca ahora su tupida melena de negro cuervo, sobre el alabastro de su tez. Si ella ha de ser mi carcelera durante este encierro, poco me importaría que se prolongara indefinidamente.

    —Muy taciturno te encuentro —insiste ella con calma, sin quitarle los ojos de encima—. Creía recordarte bastante más locuaz... —añade con una sombra de sonrisa asomándose a sus rojos labios—. Pero han pasado tantas cosas y tanto tiempo... —culmina reprimiendo un sollozo.

    —¿Por qué lloráis? —habla el bardo por fin, vencidas sus reservas por las lágrimas de la hermosa Eloís, posando su diestra sobre la mano libre de ella— ¿Qué os aflige? Si en vuestros recuerdos yo era más locuaz, vos erais en los míos, la más radiante y jovial, de entre todas las incontables bellezas, que acudían a los bailes y fiestas celebradas por Caródamon, nuestro señor.

    — ¿De veras que lo era? —se ilusiona ella, que añoraba aquellos días tanto como vulnerable era a los halagos—. Aún recuerdo el primer baile al que acudí prendida del brazo de mi amado—sonríe con tristeza, riéndose de sí misma con candor—. Me sentía tan fuera de lugar, tan... rústica.

    —No seáis tan modesta —fatigado, la censura con una sonrisa Danker, no en vano, él también estaba allí, y añora como ella aquellos días—. Os aseguro que Iobil tenía celos de vuestra natural prestancia.

    —¿Siempre mentís con tanta dulzura? —le reprende, riéndose ruborizada, la hermosa dama—. Ya que, de ser así, os tendré prisionero por siempre en este lugar, para que cada mañana, me levantéis el ánimo con vuestra sutil palabrería.

    —Habéis descubierto mi secreto —se indigna el bardo con falsa afectación—. ¿Qué he de hacer ahora con vos?

    —Nada haréis —entre risas le sigue ella la broma—, pues sois mi paciente y habéis de hacer lo que yo os diga.

    —¿Y cuales son vuestras órdenes? —despejado, pero aún dolorido, pregunta Danker con una mueca de mal contenido dolor.

    —Reposar —le contesta ella, esforzándose por serenarse—. No sé que os ha traído aquí a nuestro amo y a vos, pero es su deseo, y mi deber, que os recuperéis lo antes posible.

    —Así lo haré —asiente Danker, solícito—. Por nada de este mundo querría perjudicar a quien con tanta delicadeza ha cuidado mis heridas.

    —Sea pues —entristecida y dubitativa se despide ella, esforzándose por ocultar su preocupación al inquisitivo paciente—. Descansad y recuperaros, que no tardará mucho en convocaros nuestro común señor.

    Y tras esas palabras, abandona cual musa nocturna al amanecer, al malherido bardo, privándole de su consuelo, dejando tras ella solamente el eco de sus leves pisadas, la fragancia de su perfume, rocío recogido de los rosales de su amado, y el recuerdo de sus suaves manos entre las de su rendido prisionero, sobre el que torna de nuevo el sopor.

    ...............................

    Entre tanto, en los suntuosos aposentos que su vasallo ha dispuesto para él, Caródamon planea el siguiente paso que ha de dar. Por vez primera desde que conquistara el Trono de Obsidiana percibe que el Tiempo ha irrumpido en el Ensueño. Algo semejante, tan solo había ocurrido con su llegada a Lardar, tras la derrota del Señor del Saber, Mordyr, y su Alianza de la Espada a manos de la Alianza del Libro, en la Primera Guerra de las Llaves.

    Fue aquella ocasión propicia para su liberación del yugo al que el Señor de los Conocimientos Prohibidos le sometió, como pago para protegerle a él y a unos pocos de sus allegados de la violencia desatada de la naciente Alianza del Libro, en los lejanos días de la guerra que su gente libró contra los N´arcan y sus aliados.

    Poco sabía él entonces del reino que le esperaba. Poco sabían los soberanos de aquel mágico lugar del destino que les depararía a manos del recién llegado. A sombras sin nombre les redujo. Porque antes de su égida, la barquera y el lobo astado regían sobre la medianoche de Lardar, hasta el día en que él los arrastró al Olvido y borró el recuerdo de su antigua posición.

    Y esa condena es algo que, dentro de poco, Caródamon piensa repetir.

    ...............................

    Frescor, placidez, relajación y placer, todo esto a la vez siente Danker al despertar entre las risas y caricias de las bellas y gráciles ninfas que le están bañando. Sus heridas han sanado y su vigor se ha restablecido, todo gracias a los cuidados de la delicada Eloís, quién ha dispuesto que se bañe al prisionero antes de recibirle en audiencia.

    No se encuentra ya entre rejas, sino en las marmóreas y espaciosas termas, cuajadas de columnas e iluminadas por luminosas y cantarinas fuentes, en que gustan de solazarse los habitantes del Alcázar de la Rosa Blanca. A un lado, junto al agua, ve el palanquín de cedro y nácar, cubierto de terciopelo y sedas en que le han llevado allí, y un poco más allá, ve a su solícita anfitriona, reclinada en un diván, sonriendo divertida por el bullicio de sus sirvientas y alegre por el restablecimiento de su paciente, observándole con atención, preguntándose la razón de su retorno y preocupándose por la motivación de Caródamon por llevarle ante su galante Arthel.

    La simpatía y el recelo pugnan por imponerse sobre ella, pero nada bajo sus maneras, dejaba atisbar siquiera, sus ambiguos sentimientos por el recién llegado, motivo a la vez de alegría y de temor.

    Solamente la presencia de cuatro duendes oscuros, escoltas para ella y carceleros para él, con las negras libreas y rojas capas de la Guardia de la Rosa Blanca, arrojan su sombra sobre la placentera escena, en lo que, tensos y adustos, observan, cómo el bardo da por terminado su baño, y una vez fuera del agua, las hermosas oníricas, igualmente desnudas, proceden a frotar su maltratado cuerpo con suaves toallas, de modo que él pueda vestirse, y ellas volver a sus juegos acuáticos.

    No le sorprenden al bardo las vestiduras dispuestas ante él. Son iguales a aquellas que vistiera el día que asesinara al Barón Alvan. Una muda, botas de caña alta, pantalones y camisa de buena tela, un jubón de cuero de excelente factura y una capa de terciopelo, todo ello de un negro intenso, roto tan solo por los hilos de plata con que bordaran sobre el jubón y la capa su antigua enseña: la figura de dos amantes entrelazados.

    Enseña que se repetía, esta vez grabado, en el

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