La Corza Blanca: Cantares de Pallanthia, #2.2
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About this ebook
La partida prosigue, movimiento tras movimiento, peones negros cercan al rey blanco. ¿Pero es consciente cada pieza de su valor sobre el tablero? ¿O de su verdadero color?
Ismael Fernández García
Sobre mí: Me llamo Ismael Fernández García, cántabro de 1977, licenciado en Historia Antigua y Medieval por la Universidad de Cantabria, lector voraz de cómics, fantasía, histórica, ciencia ficción, terror, autores del siglo XIX, reglamentos de wargames o de rol... cualquier cosa que me permita evadirme un rato de los problemas cotidianos. Trabajé de Auxiliar Técnico Educador en Centros de Menores, en Centros de Atención a la Discapacidad y en colegios de primaria y también de Técnico de Jardín de Infancia en guarderías. Formé parte de asociaciones juveniles de juegos de rol, estrategia y simulación. Colaboré en jornadas de ocio alternativo. Y todo aquello no fue más que el principio antes de embarcarme en la aventura de la escritura y la publicación. Aventura que deseo compartir por muchos años con todos los aficionados a la lectura. Como un paso más en esta aventura, planeo dar nueva vida al JDR "Ital: El juego de Rol Heroico Medieval" del cual iré desgranando parte de sus historias en mi blog. Espero que las disfrutéis tanto como yo.
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La Corza Blanca - Ismael Fernández García
Capítulo V: Las Pulsantes Oleadas Carmesíes.
Las pulsantes oleadas carmesíes, cual latidos del corazón de la noche, rompen, formando sombras, contra la concurrida y agitada asamblea de los más nobles representantes de la Corte Oscura. El donaire y la belleza son sus magníficas galas, la mezquindad y la envidia su corrupta naturaleza. Con andares elegantes van danzando de un lado para otro, de la espléndida morada de sus anfitriones, Arthel y Eloís, únicos entre los presentes, en cuyo pecho anida algo más que hipocresía y ambición.
Músicos invisibles amenizan la velada, es su arte sublime, pero está teñido de tristeza. La alegría, en la Medianoche de Lardar, no es más, que una de las múltiples máscaras, tras las que anida la traición. Aquí, incluso el más puro sentimiento, como el amor que entre sí se profesan los señores del lugar, es un velo con el ocultar sus intenciones.
Así, mientras Eloís baila, cual anfitriona galante, prendida del brazo de Caródamon, su soberano, en su fuero interno, no se preocupa tanto de seguir el compás, como de agradar al inmortal que la abraza con frialdad, guardándose para sí el temor que su mera presencia en su hogar la inspira.
Más sinceridad hay, en cambio, en el despecho que Iobil siente hacia aquél de cuyos oscuros deseos tomó forma. Con rabia y desprecio le observa, en lo que finge interesarse en las conversaciones que acerca de él mantienen unos y otros. Todos anhelan escuchar lo que ella tenga que decir sobre el bardo cautivo, y sin embargo, a ninguno da la satisfacción de una respuesta. Poco, o nada, le importan las opiniones que llegan a sus oídos, solo la importa esconderse de él, y aunque bien pudiera abandonar el Gran Salón, y aún el Alcázar mismo si tal cosa decidiera, no puede evitar sentirse unida a Danker. Y ese sentimiento, la domina hasta el punto de ser incapaz de darle la espalda, cómo él le hiciera a ella, y abandonarle a su incierto destino. Pero tampoco es lo bastante fuerte, cómo para vencer el rencor que le guarda por su doble traición.
Por vez primera, duda la encarnación de los instintos. Por vez primera, son dos los impulsos que la incitan a actuar. Por vez primera, son dos las voces que oye en su interior. Nunca en toda su existencia, había sentido otra necesidad en ella, que la de satisfacer sus propios caprichos. Jamás, en todo el tiempo que permaneció junto a Danker, pudo éste doblegar la voluble naturaleza, de la criatura en que se convirtieron sus pecados. Siempre fue él, por el contrario, quien se sometió a ella.
Y es precisamente ahora, cuando ni tan siquiera tiene poder sobre sí mismo, cuando permanece en su lugar junto al trono, a los pies de la escalinata flanqueada de columnas, tras las que Arthel confabula con los suyos y vigila a Caródamon, que sin saberlo, tiene Danker mayor influencia sobre ella, de la que tuvo siendo libre.
Pero hay quien sí lo sabe. Morwen, Sidfinn y Bridgat, las de los ojos verdes. Pues son ellas capaces de ver los más profundos sentimientos, que abrigar pueda un alma. Y se complacen incluso en el sufrimiento que los demás padecen, ya que a ellas las está vedado el experimentar sentimiento alguno, si no es a través del corazón de otro ser.
Con deliciosa ironía se regocijan en el estremecimiento que recorre a Iobil, cuando, vencida momentáneamente su indecisión, se vuelve en dirección al bardo, para, a continuación, verse de nuevo asaltada por el amargo rencor y el necio orgullo, y desistir en su empeño, refugiándose entre la multitud.
Multitud que, a ojos de las hermanas, no la componen sino cascarones resecos, tan vacíos como ellas. Maniquíes consumidos y controlados por sus propios apetitos. Ni tan siquiera en el bardo encuentran ya sustento con que alimentarse. Sienten que él también está hueco, que algo ha drenado su esencia vital, y con tan solo asomarse a su alma, ven que su único anhelo es el Olvido. Y con repugnancia le apartan de sus pensamientos, del mismo modo que se aparta de un abismo quien todavía desea vivir.
Pues, aunque subsisten a costa de marchitar y corromper los sueños de los demás, no esta en ellas el germen fatal que en Danker con fuerza ha arraigado. Abrigan ellas, por el contrario, una secreta esperanza. La misma que pudiera peligrar si Iobil o Eloís flaqueasen, o si Caródamon averiguara lo que Arthel ha dispuesto para él, aún a riesgo de su existencia.
Mas el centro de todas las intrigas que en su oscura corte se tejen, quien fuese la diestra de Mordyr, Señor de los Conocimientos Prohibidos, Amo del Vacío, continua con su grácil baile, complaciendo hora a una pérfida ninfa, hora a una orgullosa dríade, cambiando de pareja a cada momento, despreocupándose de la tela de araña que a cada momento que pasa se torna más y más densa a su alrededor, ya que se sabe, con mucho, superior a todos aquellos que le rodean e intentan atrapar en sus mezquinas redes.
Solamente hubo una a quién Caródamon consideró su igual, y desde que ya no está a su lado, tampoco las tres hermanas le han vuelto a dirigir su hambrienta mirada, siempre ansiosa de nuevos goces. Únicamente Nóctiren logró despertar un luminoso acorde, en la oscura sima en que Mordyr convirtió el alma de su servidor. Tan solo ella supo ser estrella, que arrancara un destello de las ruinas calcinadas, en que consistían los sueños del último rey de una estirpe maldita. Y su pérdida dejó su castigado espíritu sumido en una oscuridad como no conociera ser viviente alguno, consagrado a un único propósito, vengarse de los dioses que, al no poder esclavizarlo, en represalia, destruyeron a su pueblo.
Pero para lograr sus fines, Caródamon de los featath necesita todo el poder que pueda arrebatar al N´arcan Durmiente, cuya mente escindida forma las Cortes de Lardar, sin que éste se despierte en el proceso. Lo cual esta escrito, que ocurrirá el día en que una de ellas absorba a las otras tres. Por eso, el Soberano de la Medianoche ha conducido la liza entre ellas a un punto, en el que, ni el Amanecer, ni el Mediodía, ni el Atardecer suponen amenaza alguna para su Trono de Obsidiana, desde el que se complace en evitar la desaparición de sus rivales, para así prolongar el sueño del Durmiente, y continuar detentando su poder. Poder con el que conquistar el Mundo de la Vigilia, del que le exiliaron las Hojas Elementales del aire, el fuego y la tierra.
A la perfección funcionaron sus planes mientras alguna de las otras tres Cortes supuso una amenaza real. Sin embargo, pese a haber acumulado suficientes fuerzas de nuevo para emprender tamaña conquista, su posición empieza a ser cuestionada. Sus vasallos esperan que lleve a la Medianoche a la victoria, absorbiendo los restantes fragmentos de Lardar y despertar al fin al Durmiente, a lo que él se niega. Pues si ello ocurriera, su venganza le sería arrebatada, y la victoria entregada a los Poderes de la Espada.
Bien sabe esto Arthel, Guardián de la Rosa Blanca, quien por su parte urde la caída de su señor, en forzada convivencia con poderes de la Vigilia. Al lado de su soberano combatió contra los enviados de los N´arcan, el día que desterraron a Caródamon de la Vigilia con el poder de los elementos. Nunca imaginó entonces, que se vería intentando ayudar a sus sucesores, como decidió hacer cuando el ícaro Azor se presentó ante las puertas de su alcázar empuñando la Hoja del Aire, al igual que otro de su gente hiciera antes de él.
Su osadía y la de sus compañeros, interpretó como una señal de cambio, y no se equivocó del todo. Pero no fue suficiente para acabar con el cuerpo extraño aferrado al Trono de Obsidiana. Ya que Caródamon también había sabido interpretar los signos y no se mantuvo ocioso. Mientras contó con la asistencia y las habilidades de Nóctiren, la otra intrusa, la actividad desplegada desde el Alcázar Negro limitó en gran medida el margen de maniobra de la camarilla que Arthel había agrupado en torno suyo. Mas, también permitió ocultar mejor los escasos movimientos que tuvieron ocasión de dar, haciendo creer a Caródamon que le eran fieles y cumplían su voluntad, cuando en verdad estaban preparando la pira en la que inmolarle.
—No había cabos sueltos en nuestra intriga —piensa para sí Arthel, atusando con descuido a su mascota, perennemente enroscada a su cuello—. No hasta que tuviste que volver aquí, maldito estorbo, y hablar más de la cuenta. Pero no todo esta perdido —y forzando una sonrisa, cuando Caródamon le indica que dé inicio de nuevo a la asamblea, apresurándose a obedecer, al pasar a su lado le dice al bardo—. Puede que seas tú quien ha puesto esto en marcha, pero seré yo quien lo termine.
Y sin darle tiempo de contestar, esgrime el plateado bastón de ceremonias. Y al primer