El gringo: Balada Disonante
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El gringo - Martha I. Daza
Copyright © 2023 por Martha I. Miranda.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida
o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico,
incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y
recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera
coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos
en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido
utilizados en esta obra de manera ficticia.
Las personas que aparecen en las imágenes de archivo proporcionadas por Getty
Images son modelos. Este tipo de imágenes se utilizan únicamente con fines
ilustrativos. Ciertas imágenes de archivo © Getty Images.
Portada por el artista Iván Santos
Fecha de revisión: 06/29/2023
Xlibris
844-714-8691
www.Xlibris.com
848195
ÍNDICE
Uno – La fiesta
Dos – Fama, fortuna e infortunio
Tres – Entre libros
Cuatro – Obsesiones
Cinco – Instrumentos y elucubraciones
Seis – Los cuchillos
Siete – Convivencia
Ocho – Amigos
Nueve – Regreso
Diez – Sabueso
Once – Reencuentro
Doce – Castigo
Trece – Último acto
Catorce – Acto sin número.
Quince – Señora muerte
Dieciséis – Desconcierto
Diecisiete – El ocaso
Dieciocho – El ocaso.
Diecinueve – Veredicto
Veinte – Corredor sin retorno
Veintiuno – Espera
Veintidós – Cita ineludible
"Todos matamos lo que más amamos
y no todos hemos de morir por ello…"
Oscar Wilde
Balada de la cárcel de Reading
UNO
La fiesta
En la reunión, las muchachas andaban persiguiendo al gringo y el gringo era raro. Corrían tras él como imantadas hacia donde se desplazaba lentamente, él caminaba con cierto sigilo observando todo a su alrededor. Se veía retraído y hasta incómodo e intentaba con disimulo zafarse de ellas, seguramente porque quería saludar a todos los invitados y así lo hizo. En cuanto pudo me tendió la mano.
– Hola, me dijo en un tono amable, yo respondí de igual manera;
– Hola ¿cómo estás?
– bien, gracias
– tiempo sin verte…
Creo que la efusividad del ambiente, según pude confirmarlo luego, lo obligó a bajar la guardia y quebrar su notable y característica prevención, entonces hizo lo inesperado; saludar y fijar su mirada de frente en la mía durante un instante. Turbado, como si hubiera cometido una falta imperdonable, sacudió la cabeza, cerró los ojos en un largo parpadeo e inmediatamente cambió el rumbo de ellos haciendo un movimiento brusco de la cara.
No obstante, esa primera chispa tímida y amigable del saludo, sentir brevemente su contacto visual produjo un extraño impacto de rechazo en mí, lo encontré algo siniestro. Su mirada de cazador que no quiere que quienes están al frente lean sus intenciones se inclinaba turbia y escurridiza. No entendía el porqué ese día como ningún otro, percibí a este hombre helado y sórdido. Sus ojos eran un gran hueco sin fondo, un tenebroso precipicio infernal que irremediablemente atraía a quien se cruzara con ellos. El rápido desvío de la mirada del hombre al saludar estimulaba la curiosidad del interlocutor que, por puro reflejo inmediatamente trataba de escudriñar en el abismo de sus ojos el porqué de su actitud produciendo un efecto de asombro y rechazo que no dejaba posibilidad de olvidarlo. Al menos eso me pasó a mí.
Puedo decir que experimenté muchas y variadas sensaciones, todas adversas, por el simple cruce de un segundo con su mirada. Me reproché tanto prejuicio y traté inútilmente de olvidar el incidente que atribuí a mi estado de ánimo, posiblemente alterado por el vino ingerido.
Terco mi instinto se empeñó en averiguar las razones de la incomodidad creada, e inconscientemente me dediqué a analizar al gringo. Inicialmente lo hice con discreción, pero cuando me sorprendí alejada de todo lo que no se relacionara con él, e interesada específicamente en el sujeto y su conducta, me relajé y entonces sí, con plena conciencia de mis actos lo observé abiertamente y seguí cada uno de sus pasos, por fortuna el hombre se había olvidado de mí y no se enteró del inquisitivo seguimiento.
El impacto del encuentro con sus ojos y la consecuente reacción ante lo que parecía un desliz del personaje que, según mis pormenorizadas observaciones de la noche, no se daba esas licencias de mirar a nadie de frente y sonreír al tiempo; fueron definitivos y estimularon mi capacidad de fisgonear en lo que tomé tal como era, un inusual comportamiento. Sentí que con su repetido gesto con los demás me había autorizado a ello.
No me moví del lugar donde estaba, desde donde apreciaba todo el panorama, seguí con el escrutinio deteniéndome en cada detalle y advertí algunas cosas que bien podrían ser obra de la imaginación y del mal sentimiento que produjo en mí, el notable invitado de aquella noche particular.
Percibí el proceder del gringo discordante, como si todo en él fuera una disonante pieza musical. Efectivamente, sus movimientos iban a un ritmo diferente de sus palabras, como una balada que disocia la poesía de la música. Se diría que sus manos, lo mismo que sus huidizos ojos no eran compatibles con el resto de sus movimientos lentos y torpes. Nada coincidía con lo que quería mostrar. Todo en la noche era como una comedia exagerada, donde el personaje principal sobreactúa su papel.
A mi parecer, se esforzaba en mostrar más de lo que en realidad era, lucía falso y rebuscado hasta en su forma de caminar.
En las primeras horas, atribuí la apreciación, al hecho de que el individuo se sintiera intimidado o acosado porque toda la atención femenina estaba centrada en él.
Era una noche de fiesta igual a todas las demás, aquellas donde las personas hablan al tiempo y se hacen corrillos para murmurar una que otra frase coordinada, antes que alguien ose interrumpir el hilo de la incipiente conversación con una frase de cajón:
– ¿Te acuerdas de Jim?
– Él es de quien te hablé…– se escuchaba repetidamente.
– Sí, claro, nos conocimos tiempo atrás – y proseguía la bulla.
El hombre entonces hacía un amago de sonrisa y tendía la mano si el interlocutor estaba a su alcance, sin olvidar el mencionado, instantáneo desvío de la mirada o un largo parpadeo que evitaba el contacto directo que, según mis entrometidas observaciones desde que nos cruzamos, era una conducta natural a la que él, lógicamente estaba muy acostumbrado. Una característica forma de ser, que lejos de tratarse de un gesto de timidez, temor o sumisión, —por el contrario— mostraba una gran arrogancia como si sus interlocutores no merecieran el privilegio de observar sus ojos.
Aquella noche, todo giraba en torno a Jim el gringo, e inexplicablemente, él seguía incomodándome. No era la primera vez que lo veía, pero sí la primera que su proximidad me producía esa sensación de molestia.
Era posible que nunca antes de aquella reunión, me hubiera cruzado de frente con el brillo o, quizás la opacidad abismal de sus ojos. No podría asegurarlo, no había percibido antes el aura espesa de su compañía, quizá en otros encuentros esa sombra se hubiera atenuado entre los demás asistentes, por hallarnos en amplios salones de muy altos techos que diluyen y mezclan toda clase de sensaciones, o tal vez por el brillo de los espejuelos que algunas veces usaba y se interponía entre nuestras miradas, usarlos facilitaba con el reflejo de la luz el desvío de la imagen. Los anteriores encuentros se dieron primordialmente durante presentaciones literarias o reuniones, trascurridas, como ya se mencionó, en espacios enormes de aulas, librerías y bibliotecas públicas, iluminadas con la palidez del Neón que también distrae la atención, atenúa la luz de las miradas y produce el mismo efecto del brillo del vidrio de los anteojos, pero no solo eran sus ojos ni su mirada fugaz lo que me atormentaba, había algo más en ese hombre que me empujaba a observarlo con detenimiento.
Esta reunión era más íntima que las anteriores donde nos cruzamos, al menos eso se pretendía, se llevaba a cabo en lugar privado; un acogedor sitio con mucho arte precolombino en las paredes y varias estatuillas, cuyo simbolismo claramente acorralaba al gringo que de vez en cuando las miraba de reojo. Como si los dioses lo observaran y lo acusaran de algo desde sus olimpos andinos.
Todos con su carga emotiva muy fuerte asediaban a Jim. Sumado a esto, estaba también la visible intención de la mayoría de las invitadas para llamar la atención del hombre, que todavía a mitad de la fiesta se mantenía algo intimidado. Racionalmente entendía esta reacción y el nerviosismo que lo reprimía, pero, repito, algo me hacía dudar de la autenticidad de su comportamiento e intenté llegar más allá de lo obvio. En adelante, a pesar del esfuerzo que hice por integrarme a la fiesta no lo conseguí y no le perdí pisada a aquel ser, objeto de mi curiosidad.
Mi sentimiento era similar a aquel de haber tropezado con un animal peligroso que se esconde tras una piel diferente a la suya, pero no tenía ninguna razón para tanta desconfianza, pensé que mi reacción había sido como aquello que estaba de moda en el lenguaje que resuelve todas las situaciones con frases fabricadas y lo apliqué como un cruce de energías, en este caso, incompatibles o adversas. La suya me estremeció, innegablemente.
El salón era estrecho para la cantidad de invitados, la noche atiborrada de murmullos, variedad de temas, faldas, perfumes, sombreros, velos, pintalabios, medias de seda. Zapatos de tacón alto y lo que no podía faltar; voces alteradas por la emoción y el vino, elementos que exacerbaban los sentimientos que flotaban en el ambiente festivo. De momento alguien rompía el molde y aparecía calzando zapatos y ropa deportiva, restando importancia a los afeites y brillos que algunas se habían esmerado en exhibir.
Risas y uno que otro verso, se lanzaban al viento y la reunión transcurría de manera normal para toda la concurrencia, menos para mí, que me empeñé en adivinar lo que había realmente tras el actuar del gringo, si es que acaso había algo más.
De pronto, una de esas voces sobrepasaba el volumen de las demás e invitaba a divertirse, no sin destacar la figura del invitado de honor y a brindar por aquel que, aparentemente sin proponérselo (?) se había consolidado como el dueño de la fiesta.
A pesar de la simplicidad de sus maneras y de lo singular que me parecía su conducta, me producía curiosidad la exagerada acogida del gringo aquel entre los presentes, más entre las mujeres que entre los hombres. Noté, sin embargo, cómo lo alteró la presencia y conversación de uno de los invitados masculinos, muy popular también. Se trataba de un intelectual del área, alguien de quien el gringo había recibido muy buenas referencias según se lo dejó saber. El encuentro fue impactante en el individuo, ahí no hubo prevención alguna. Fue una