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Caído del Cielo
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Caído del Cielo

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About this ebook

Uno de los eventos más importantes en la historia de la aviación es aún desconocido por muchos, debido al encubrimiento de los países que lo protagonizaron, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría que le siguió, y tuvo serias consecuencias sobre la política internacional.

Caído del cielo recrea cómo el dictador de la Unión Soviética, Joseph Stalin, hizo una copia exacta del B-29 norteamericano —bombardero estratégico superpesado de largo alcance— y lo convirtió en el TU-4 soviético. Es un relato lleno de acción e intriga, donde destacan figuras de la más alta jerarquía de la época, matizado por una compleja historia de amor entre los protagonistas.

El B-29 reunía todas las características que hicieron posible el lanzamiento de las bombas atómicas que destruyeron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en 1945. Ese evento fue catalogado como un recurso de intimidación contra los soviéticos. Ante esa nueva amenaza, Stalin estaba dispuesto a hacer lo necesario para apoderarse de la novel tecnología del asombroso avión norteamericano. Y tal como narra Caído del cielo, finalmente lo logró.

LanguageEnglish
Release dateJul 27, 2022
ISBN9781638855224
Caído del Cielo

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    Caído del Cielo - Samuel Pastrana Meléndez

    Agradecimientos

    Agradezco a todas las personas que, de una forma u otra, me ayudaron a realizar esta obra. A mi hija Sheila y a mis amigos Lupe Canteli, Luis Orengo, Josué López Rivas, Lorenzo Vilanova, Charles Eckardt, Elizabeth Flores, Francisco Sella y William Santana, quienes aportaron, además de su tiempo para la lectura, su valiosa crítica en la discusión de la trama y aclaración de ideas. También agradezco a mis hijos Erick y Natalia, quienes colaboraron en el diseño de la portada y en la creación de personajes, y a mi hijo Francisco, quien me orientó sobre conceptos técnicos de aviación.

    Agradezco también de forma muy especial a Gizelle Fernández Borrero, quien, con tanta paciencia, dedicación y compromiso, dirigió mis primeros pasos en el difícil arte de escribir una novela, y a mi amigo, el licenciado Luis Pabón Roca, quien me la recomendó en el momento propicio. Además, quiero agradecer a Carlos Pérez Casas, quién nos asistió en la revisión final.

    Gracias a todos ustedes, hoy esta novela es una realidad.

    Samuel Pastrana Meléndez

    7 de diciembre de 2021

    San Juan, Puerto Rico.

    B-29 Superfortress.

    Nota del autor

    Aunque Caído del cielo es una novela basada en datos verídicos sobre el B-29, primer bombardero superpesado de largo alcance en la historia, no pretende ser un tratado especializado en esa maravilla de la aviación. La descripción que se hace en esta obra del diseño, características y desempeño de la nave no necesariamente responde a las especificaciones técnicas reales del B-29, ya que más bien refleja una interpretación liberal del autor adaptada a la trama de la novela.

    Introduccio`n

    Uno de los eventos más importantes en los anales de la aviación es aún desconocido por muchos, debido al encubrimiento de los países que lo protagonizaron, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y al comienzo de la Guerra Fría que le siguió, y tuvo serias consecuencias en la política internacional de la época.

    Caído del cielo es una historia trocada que recrea cómo Joseph Stalin, dictador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, hizo una copia exacta del avión B-29 norteamericano —bombardero estratégico superpesado de largo alcance— y lo convirtió en el TU-4 soviético. Está protagonizada por figuras de la más alta jerarquía de la época, como el presidente Franklin D. Roosevelt, el dictador Stalin, el aviador Charles A. Lindbergh y el general de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Henry H. Arnold, mentor principal del B-29, entre otros. Es un relato que, por extraño que parezca, está basado en hechos verídicos dentro de una trama llena de intriga internacional y de acción, enmarcada por una complicada historia de amor entre los protagonistas, producto de la imaginación del autor.

    La aventura de Samuel P. Mitchell, oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, comenzó en 1938 con el inicio de la conceptualización del B-29, desarrollado por la empresa norteamericana Boeing Corporation. En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, y durante el comienzo de la Guerra Fría, el B-29 reinó en los cielos como ninguna otra nave.

    El B-29 era el avión que volaba más alto, recorría mayores distancias a una velocidad nunca antes vista y, al mismo tiempo, podía transportar la carga más grande, mortal y pesada. Fueron esas características las que facilitaron el lanzamiento de las bombas atómicas que destruyeron en 1945 las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Este evento fue catalogado como un recurso de intimidación contra los soviéticos. Ante esa nueva amenaza, y en su afán por lograr paridad bélica con los Estados Unidos, Stalin estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para apoderarse de la novel tecnología que hizo del B-29 un avión asombroso. Caído del cielo nos narra la forma en que finalmente lo logró.

    Samuel Pastrana Meléndez

    7 de diciembre de 2021

    San Juan, Puerto Rico.

    USAF Gen. Henry H. (Hap) Arnold.

    26 de junio de 1886 – 15 de enero de 1950

    1

    Base Aérea Borinquen

    Aguadilla, Puerto Rico

    Otoño de 1940

    Doce aviones B-18 Bolo se acercaban a media altura a la recién inaugurada Base Aérea Borinquen, localizada en Aguadilla, en la costa noroeste de Puerto Rico. Estos aviones bimotores de alcance medio, fabricados por la Douglas Aircraft Company, requerían una tripulación de seis miembros. Formaban parte del 10º Escuadrón del Grupo de Bombarderos del Ala Táctica Número 25 del Cuerpo Aéreo del Ejército de los Estados Unidos, que posteriormente se convirtió en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Provenían de la Base Aérea Langley, localizada en el estado de Virginia.

    Durante los meses siguientes las aeronaves realizarían vuelos de reconocimiento en el área de las Antillas y el Caribe desde la Base Aérea Borinquen, su nuevo centro de operaciones. Ante el inminente conflicto bélico que comenzaba en Europa, el Comando Aéreo estadounidense continuaba fortaleciendo esa base mientras tomaba medidas estrictas para evitar ataques de submarinos alemanes contra sus barcos. Existía la posibilidad de que la fuerza naval del dictador alemán Adolfo Hitler incursionara en esas estratégicas aguas que proveían el acceso principal al Canal de Panamá, vía marítima de gran importancia que conecta a los océanos Atlántico y Pacífico.

    La formación de vuelo estaba compuesta por cuatro grupos de tres naves cada uno. El primer teniente Theodore L. Collin, oficial al mando del escuadrón, lideraba el primer grupo. A la derecha de Collin volaba el avión del también primer teniente Samuel P. Mitchell, mientras que, a la izquierda, se encontraba el B-18 del segundo teniente Richard Past, a quien todos apodaban Richie. Las otras nueve naves estaban rezagadas a varios cientos de metros de distancia. Sobre ellos, la cúpula celeste vestía un azul añil que perdía intensidad hacia los lados, hasta casi esfumarse, a medida que buscaba descanso sobre el horizonte. Sin embargo, hacia el frente, gruesos mantos de nubes adornaban el cielo bajo, con matices claros y oscuros, que ya se asomaban a lo lejos como intensos nubarrones cargados de copiosa lluvia y relámpagos intermitentes.

    Hasta ese momento, el vuelo había sido tranquilo para Mitchell. Lo único que interrumpía la calma en su cabina de mando era el monótono ronroneo de los dos motores Wright R-1820 que impulsaban su avión. A veces se escuchaba el traqueteo impredecible del armamento y del equipo de a bordo cuando alguna corriente de aire embestía la nave, lo que retrasaba aún más su lento avance.

    —Ah... Por fin vuelvo a casa —le dijo Mitchell a su tripulación mientras se estiraba en su asiento de piloto—. Hacía tiempo que anhelaba este momento.

    —Pronto veré la belleza de tu isla y a esas mujeres de las que tanto me has hablado —le comentó su copiloto, el segundo teniente John Zachary Alkin, a quien todos apodaban Zach.

    —Así es, te darás cuenta de que no te he mentido.

    —Tu padre no era puertorriqueño, ¿verdad? Con ese apellido que llevas, lo dudo mucho.

    —No, era de Virginia. Mi madre sí lo es. Vive en San Juan, la capital de Puerto Rico. Ya sabe que estaré unos meses destacado en la Base Aérea Borinquen y está feliz, pues compartiremos más tiempo juntos y con mayor frecuencia. No he estado con ella desde la muerte de mi padre, hace ya cuatro años.

    —Ah, pero... ¿tu padre murió? No lo sabía. Lo lamento mucho.

    Frederick, el padre de Mitchell, fue un oficial de carrera del ejército norteamericano. A la edad de veintiséis años formó parte de los primeros batallones de infantería que desembarcaron en Puerto Rico durante la invasión del Ejercito de los Estados Unidos, en 1898. Desde que el joven Frederick llegó a la Isla quedó fascinado por su clima, sus playas, el verdor de sus campos y la amabilidad de los puertorriqueños. Tuvo amoríos con varias jóvenes del lugar, pero no estableció ninguna relación seria hasta que conoció a Guadalupe Fernández. Lupe, como la llamaban cariñosamente, era hija única de una acomodada familia de San Juan, cuyos padres —doña María y don Gerardo— habían emigrado de Asturias, España, hacia Puerto Rico en 1880. Lupe nació cinco años más tarde en San Juan y en 1908 se casó con Frederick. Él amaba tanto la Isla que nunca la abandonó después de jubilarse del Ejército en 1930. Murió en San Juan en 1936 y fue enterrado con honores militares en el cementerio de la ciudad, justo al lado de sus históricas murallas bañadas por las aguas del océano Atlántico.

    Samuel P. Mitchell nació en San Juan el 25 de agosto de 1913. Fue hijo único. Aprendió a amar a Puerto Rico igual que su padre. Pasó una adolescencia sin muchas limitaciones debido a la ayuda económica que le daba su abuelo materno y luego de su muerte —cuando ya Mitchell iniciaba sus estudios universitarios— gracias a la herencia que el abuelo le dejó a su madre.

    Mitchell siguió los pasos de su padre, Frederick, al dedicarse a la milicia. Decidió ser aviador, influenciado por Rafael Enrique Rodríguez, su mejor amigo en la España de su adolescencia, país que visitaba con frecuencia junto a su abuelo Gerardo. Tan pronto se graduó de la escuela superior en Georgetown Preparatory School de Washington, D.C., entró a la Academia de la Fuerza Aérea en Colorado Springs. Se graduó como piloto en octubre de 1938 con el rango de segundo teniente, y se le reconoció por ser el mejor cadete de su clase.

    Faltaban alrededor de cincuenta y cinco minutos para aterrizar cuando los nubarrones que tenían al frente se levantaron como un denso telón que impedía a la luz solar manifestarse como antes. Pronto, la tranquilidad del vuelo se vio interrumpida por el área de mal tiempo que ya se presentaba imponente ante ellos. Todo comenzó a oscurecerse. La suave brisa se convirtió en ráfagas de fuertes ventarrones y copiosos aguaceros. Ante la furia del viento, los doce aviones comenzaron a estremecerse como si fueran de juguete.

    —Parece que la naturaleza se resiste a darle la bienvenida a su tierra, teniente Mitchell. Le está dando un recibimiento tormentoso —le comentó en son de broma el ingeniero de vuelo, el sargento Johnson, quien estaba sentado detrás de Mitchell.

    —No lo creas... Al contrario, a lo mejor es que la naturaleza celebra mi regreso muy excitada —le contestó Mitchell sonriendo.

    A cada instante, las condiciones atmosféricas empeoraban. Comenzaron a formarse tormentas eléctricas que hacían reventar rayos y centellas alrededor de las frágiles naves.

    —Atención, muchachos, les habla Collin —tronó la radio del ingeniero de comunicaciones, el sargento Smith, quien estaba sentado detrás de Zach. El primer teniente Theodore L. Collin, líder del escuadrón, quien aún volaba a la izquierda de Mitchell, les impartía instrucciones—. Muchachos, mantengan la formación. No se alejen del grupo. Desde que comenzó la borrasca he tratado de comunicarme sin éxito con la base para saber cómo están las condiciones del tiempo por allá. No fue hasta ahora que logré establecer comunicación. Nos informan que hay un área de mal tiempo muy severa que afecta toda la costa norte de Puerto Rico. La situación es seria. El sistema de radar recién instalado en la base ya se averió debido a la furia de los vientos.

    Mitchell le contestó.

    —Debe de ser una fuerte tormenta, de esas que se forman sin previo aviso. Son frecuentes en el Atlántico tropical y en el Caribe en esta época del año. Aunque, a juzgar por la fiereza de los vientos, esta ya debe de haberse convertido en un huracán.

    —Lo sé —respondió Collin—. Y también sé que son fenómenos muy peligrosos, especialmente en los despegues y aterrizajes de estas latas de sardinas donde volamos.

    Mitchell lo interrumpió:

    —Peligrosos y caprichosos... por eso a veces les ponen nombres de mujeres.

    Zach intervino en la conversación por la radio para corregirlo.

    —No siempre, Mitchell. He leído que a los huracanes también les ponen nombres de santos.

    Collin le devolvió la seriedad a la conversación:

    —Basta ya de bromas, muchachos. Esto va en serio. Tenemos solo una oportunidad para aproximarnos en la forma correcta a la pista y aterrizar con sumo cuidado, pues no disponemos de suficiente combustible para abortar el primer intento o buscar refugio en otro aeropuerto cercano. Además, nos alertaron que toda el área en un radio de cien millas está afectada. Para colmo de males, también nos informaron que el Jefe está en la torre de control de la base muy preocupado y atento a nuestra llegada.

    —¿Cómo dices? —preguntó Mitchell con evidente sorpresa—. ¿Que el Jefe está en la base? ¿El general Henry H. Arnold en persona? ¿Y qué diablos hace un general de cuatro estrellas en la Base Aérea Borinquen un día tan tormentoso como este? Difícil momento para conocerlo.

    —Llegó ayer desde la isla de Antigua. Desea visitar todas las instalaciones que la Fuerza Aérea construye en esta región. Vino a Puerto Rico a inspeccionar la Base Aérea Borinquen, su nuevo bebé, dada la importancia que ha cobrado por su localización estratégica en el Caribe. Por eso, debemos lucir bien ante el Jefe en el aterrizaje que nos espera, pues no será nada fácil con estas ráfagas de viento tan fuertes —contestó el teniente Collin con marcada preocupación en la voz.

    —No te preocupes por mí, Collin. Fui experto volando chiringas durante la niñez en los predios del fortín de El Morro, en el viejo San Juan, a veces en un ambiente casi tan hostil como este, aquí mismo, en Puerto Rico —comentó Mitchell en tono jocoso.

    Collin le ripostó de inmediato:

    —La situación no es para bromas, Mitchell. Estamos en grave peligro.

    A los pocos minutos, Collin volvió a comunicarse con el escuadrón.

    —Teniente Collin al escuadrón. Estamos a cuarenta minutos de nuestro destino. Nos informan que aterrizaremos en la pista 10, con viento cruzado de izquierda. Es muy importante que una vez toquen tierra mantengan la potencia de ambos motores por encima de 3,300 RPM para impedir que se coman de narices el pavimento, o que un ventarrón vire sus naves hacia atrás. Aterrizaré primero y luego les daremos instrucciones para que hagan los ajustes necesarios del último minuto. Tan pronto avisten la base, volarán en círculos con radio de una milla hasta que yo aterrice. Háganlo a baja altura para que no pierdan contacto visual con la pista.

    Consciente de la peligrosa maniobra que representaba el indispensable, pero arriesgado aterrizaje bajo aquellas condiciones atmosféricas, Collin impartió una última instrucción a sus muchachos:

    —Les habla Collin. Estén muy atentos. De ser pertinente, la torre de control se comunicará con ustedes para cualquier otro ajuste de última hora. Volveré a contactarlos antes del aterrizaje.

    —Esto se ve muy mal —le dijo Zach a la tripulación mientras se inclinaba sobre los controles para mirar hacia ambos lados y luego hacia el frente, por encima de la nariz de su B-18.

    —No te preocupes mucho. No permitiré que algo malo te suceda antes de que conozcas algunas de esas bellas chicas de mi tierra. Es una promesa que te hice, y la cumpliré —le contestó Mitchell sin prestarle mucha atención.

    Luego de impartir sus instrucciones a los demás miembros del escuadrón, el teniente Collin colocó su nave al frente del primer grupo. Pronto iniciaría el peligroso acercamiento a la pista 10 y debía prepararse. Detrás de él, los tenientes Samuel P. Mitchell y Richard Past mantenían sus posiciones de vuelo, junto a una tercera nave —de las nueve rezagadas— que ocupó el lugar de Collin. Sin embargo, desde el avión de Mitchell no se distinguía quién allí volaba. Solo se veía el metal reluciente del B-18 que luchaba por mantenerse estable en esa posición, cuando el fulgor de los rayos dibujaba su silueta contra el manto grisáceo de las nubes que lo rodeaban. Las narices de los aviones que Mitchell tenía a la vista apenas podían mantenerse en vuelo estable. Serpenteaban en saltos cortos y abruptos en todas direcciones, como las cabezas de tres toros cerreros que intentaban quitarse de encima a los osados jinetes que se atrevían a montarlos. De vez en cuando, rayos de intensa luz blanca iluminaban en breves intervalos la cabina del joven piloto. Parecía como si cientos de gigantescos fogonazos de cámaras fotográficas se dispararan en secuencia caprichosa desde el infinito hacia las aeronaves.

    De pronto, un arco de luz blanca impactó como saeta resplandeciente al B-18 del segundo teniente Past, justo a la izquierda de Mitchell, que cegó momentáneamente a toda su tripulación.

    —¿Qué fue eso? —preguntó el cabo Miller, artillero del lado derecho, quien iba sentado detrás de Zach, mientras se restregaba los ojos.

    —Un rayo alcanzó al B-18 de Richie —ripostó Mitchell tras girar súbitamente la cabeza hacia la izquierda en busca de la nave impactada.

    La escena que presenció le heló la sangre.

    —¡Oh, Santo Dios! ¡Los chicos están en graves problemas! —exclamó.

    2

    Base Aérea Borinquen

    Aguadilla, Puerto Rico

    Otoño de 1940

    Tras el impacto del rayo, la aeronave del segundo teniente Richard Past se incendió, y luego de dar un giro cerrado a la izquierda, cayó en picada mortal. A los pocos segundos, desapareció entre los nubarrones por debajo de la formación de los demás B-18. Afectado por la horrible escena que acababa de presenciar, y por la pérdida de seis compañeros, Collin se comunicó de inmediato con el resto del grupo. La pena y la angustia se reflejaban en su voz.

    —Les habla Collin. Muchachos, lamento mucho la pérdida de Richie y su tripulación. Es algo horrible. Pero no debemos dejarnos vencer por nuestros sentimientos ni por esta tormenta. Hay que seguir adelante, hasta que logremos llegar a tierra firme. No puedo permitir que perdamos a uno más de nuestros compañeros. Me adelantaré para aterrizar lo antes posible. Una vez lo haga, les daré instrucciones precisas para evitar otra desgracia en la difícil maniobra que nos espera. Mitchell, eres el más experimentado del grupo; por lo tanto, asumirás el mando momentáneo si algo me pasara, ¿entendido?

    Mitchell confirmó:

    —Aquí Mitchell. Entendido.

    —Bien. Buena suerte a todos.

    Luego de volar por algún tiempo dando tumbos entre los enfurecidos vientos y la copiosa lluvia, Collin comenzó el acercamiento final a la pista 10. Para perder altura, inclinó la nariz de su B-18, en osado enfrentamiento contra las ráfagas de viento que casi se lo impedían. El resto del grupo también trataba de descender poco a poco, hasta tener contacto visual con la base. Todos observaban fijamente al avión de Collin, que daba movimientos cortos y abruptos en todas direcciones mientras luchaba por perder altura y alinearse con la pista.

    Un grupo de oficiales observaba la complicada maniobra desde la torre de control de la Base Aérea Borinquen. Entre ellos estaba el general Henry H. Arnold. Dos controladores aéreos daban instrucciones al grupo de los B-18. Uno se encargaba de los diez aviones que sobrevolaban alrededor de la base y el otro ayudaba a Collin en su lucha por completar el acercamiento final a la tan deseada pista 10.

    —El aterrizaje en estas circunstancias es un suicidio. Me temo que no lo lograrán —comentó el Jefe al grupo de oficiales y controladores que lo acompañaban.

    El avión del líder del escuadrón se enfrentaba a una cortina de lluvia casi impenetrable, con ráfagas tan fuertes que el morro, o nariz de la nave, daba tumbos y cambiaba de dirección en todo momento. En la cabina, Collin y su copiloto hacían un gran esfuerzo por mantenerla en posición, hasta llegar al comienzo de la pista. Mientras Collin repasaba en su mente las medidas de precaución que debía seguir para lograr con éxito el peligroso aterrizaje, las imágenes del avión de Ritchie desplomándose envuelto en llamas entorpecían su concentración. El resto de la tripulación, amarrada a sus asientos, rezaba en silencio, deseosa de escuchar el típico chirrido del tren de aterrizaje al hacer contacto con el pavimento.

    De repente, lo escucharon.

    Por fin, la nave tocó la encharcada superficie y luego de dar pequeños saltos, comenzó a desplazarse por la pista mientras las ráfagas del fuerte viento y el azote de la lluvia amenazaban con romper el parabrisas. En la cabina, los cuatro miembros de la tripulación sentados detrás de Collin y su copiloto, comenzaron a aplaudir al ver que lograban la hazaña de aterrizar bajo aquellas condiciones extremadamente peligrosas. También lo hacían los oficiales apostados en la torre de control.

    —¡Lo lograron! ¡Lo lograron! —gritó uno de los subalternos del general, el mayor James W. Kent.

    No obstante, cuando el B-18 de Collin ya había reducido su velocidad, una ráfaga de gran fuerza en forma de remolino levantó la nariz del avión como si fuera de juguete y lo hizo girar de espaldas varias veces en el aire hasta que cayó sobre el césped, fuera del pavimento. Allí quedó inerte, boca abajo. Segundos después, se produjo una explosión y pedazos del fuselaje se dispersaron por el aire, impulsados por la fuerza de la sacudida y por las ráfagas de viento, que los alejaron aún más de la pista. Un humo negro comenzó a salir del maltrecho fuselaje, que pronto quedó arropado por las llamas, a pesar de la intensa lluvia. Por la magnitud del siniestro, no quedó duda de que los seis tripulantes tendrían que haber perecido.

    Mientras los vehículos de rescate y el personal de primeros auxilios de la base retaban la furia de la naturaleza para llegar a toda prisa al lugar del accidente, en la torre de control se hizo un silencio absoluto. El Jefe se quitó la gorra con un gesto de disgusto y de completa frustración ante la pérdida de doce de sus jóvenes pilotos en dos accidentes separados en menos de una hora. Afuera, el viento rugía con un silbido aterrorizante y la lluvia torrencial azotaba con gran estrépito el grueso cristal de la cúpula de observación de la torre.

    —Tenemos que lograr que los diez aviones que aún están allá arriba aterricen del modo más seguro posible. ¡Esos sesenta jóvenes son nuestra responsabilidad! —vociferó el general Arnold.

    —Pero ¿cómo lo haremos, señor? —comentó muy preocupado el mayor Kent—. Usted mismo acaba de decir que aterrizar bajo estas condiciones es un suicidio. Todos vimos lo que pasó. Tenía razón, señor: nadie puede aterrizar bajo estas terribles condiciones climatológicas.

    El general Arnold le contestó muy preocupado.

    —Sé lo que dije, mayor, pero no hay otra alternativa. Tiene que haber una forma de hacerlo y la encontraremos. A esos muchachos no les queda mucho tiempo para maniobrar. Los tanques de combustible de sus naves deben de estar casi vacíos, llevan muchas horas en el aire desde que salieron de la Base Langley —el Jefe se dirigió entonces a uno de los controladores aéreos para darle nuevas instrucciones—. Comuníqueme con el nuevo líder del grupo.

    —Enseguida, señor. Aquí torre de control de Base Aérea Borinquen al nuevo líder del escuadrón. Responda, el general Arnold desea hablarle —transmitió el controlador de vuelo.

    —Torre de control, habla el nuevo líder —se escuchó la voz de Mitchell por el sistema de comunicación de la torre.

    —Identifíquese de inmediato —ordenó el general Arnold, casi arrebatándole de las manos el micrófono al operador.

    —Torre de control, habla el primer teniente Mitchell, líder momentáneo del grupo, señor.

    —Teniente Mitchell, soy el general Arnold. Ordéneles a sus muchachos mantener el patrón de vuelo actual. Repito: todos deben volar sobre la base a baja altura y en círculos con radio de una milla para que no pierdan contacto visual con la pista. Necesitamos un poco más de tiempo para evaluar alguna forma segura de efectuar el aterrizaje. Hay que evitar otro accidente como el que acaba de ocurrir.

    Mitchell contestó.

    —Entendido, general. Pero no puedo comunicarme con ellos de avión a avión. Tengo problemas con el radiotransmisor, señor. Necesito la ayuda de la torre de control para hacerlo. Es preciso saber cuánto tiempo de vuelo le queda a cada uno. El combustible se nos agota y la lucha contra el viento acelera su consumo.

    —Teniente Mitchell, aquí el general Arnold —ripostó el Jefe—. Yo mismo lo haré, pero dígame primero, ¿cuál es la condición de su nave?

    —General Arnold, señor... aparte del defecto parcial de la radio, la falta de combustible y algunas filtraciones de agua en la cabina, no tengo mayores problemas, señor.

    —Habla Arnold. ¡Vaya! ¿¡Que no tiene usted mayores problemas, Mitchell?! —exclamó el general con un tono algo desenfadado, como si intentara disminuir la tensión del momento—. Espere nuevas instrucciones —ripostó.

    —Entendido, señor.

    Con profunda sensibilidad y empatía hacia su personal en peligro, el propio general se comunicó con cada uno de los nueve pilotos restantes del grupo para solicitarles la condición de las naves y una estimación conservadora acerca del combustible restante. Luego les instó a continuar el patrón de vuelo que les había ordenado hasta que recibieran nuevas instrucciones. La tensión y el nerviosismo se apreciaban en la voz de los pilotos. Y no era para menos. Las condiciones climatológicas no daban señas de mejoría, y el cansancio y la tensión de la lucha continua por mantener a los B-18 bajo control minaban cada vez más las energías y la concentración de las tripulaciones.

    —Aquí Base Aérea Borinquen al teniente Mitchell. Habla el general Arnold —volvió a comunicarse el general.

    —Habla el teniente Mitchell. Le escucho, señor.

    —Teniente, el combustible que le queda al grupo provee para un tiempo adicional de vuelo que fluctúa entre cuarenta y cinco a cincuenta minutos. Eso significa que muy pronto tendremos que comenzar el acercamiento final de las naves a la pista, primero las que tengan menos combustible. Hemos evaluado las condiciones del accidente del teniente Collin y creemos que el aterrizaje esta vez deberá hacerse con viento de cola, o sea, en la pista 28. Así trataremos de evitar que los fuertes ventarrones levanten la nariz de la nave una vez pierda velocidad y empuje de los motores. ¿Me ha entendido, teniente?

    —Aquí Mitchell. Lo entendí, señor... pero... eh... señor... yo no estoy seguro si... —Mitchell pareció titubear cuando contestó.

    Al percibir la inseguridad, el general Arnold volvió a comunicarse en un tono más autoritario al creer que Mitchell retrasaría el inminente aterrizaje.

    —¿¡Qué rayos le pasa ahora, teniente!?

    —Se... ñor... —volvió a titubear—. Es que yo, eh... tengo mis dudas... señor. Yo...

    El Jefe lo interrumpió:

    —¡Maldita sea, Mitchell! ¡Este no es el momento para aclararle sus dudas! —explotó enfurecido el general, convencido de que el líder del grupo estaba poniendo en riesgo su propia vida y la de todos sus compañeros.

    Mitchell mantuvo la formalidad al contestarle.

    —Habla Mitchell, señor. General, pero... con todo respeto, por lo menos, permítame hacerle una pregunta.

    Consciente de la difícil situación que aquellos sesenta jóvenes enfrentaban y del posible temor que los invadía, el Jefe accedió a escuchar la pregunta de Mitchell.

    —Permiso concedido, teniente. Pero hágala rápido, no debemos retrasar más el inicio del aterrizaje.

    —Señor, ¿cuánto tiempo llevan azotando los vientos fuertes?

    Contrariado, el general miró el reloj en su muñeca izquierda y le contestó:

    —Unas cuatro horas y media, quizás cinco. Pero... no veo la relevancia que ese dato tiene ahora. Lo que importa es que usted y sus muchachos deben aterrizar lo antes posible, pues están en grave e inminente peligro de muerte y usted... en este preciso momento... ¿se nos acobarda?

    Mitchell contestó.

    —Señor... con todo respeto, deseo aclararle que no me he acobardado. Es que no estoy seguro... si... si su estrategia de aterrizar con unas ráfagas tan fuertes a nuestra espalda sea la solución al problema. Creo... señor, que de cualquier forma que aterricemos el viento destruirá nuestras naves... Nos enfrentamos a un huracán despiadado y obligarnos a aterrizar bajo estas condiciones sería llevarnos a una muerte segura.

    —Teniente Mitchell, le habla el general Arnold. Estamos perdiendo un tiempo valiosísimo por su culpa. Dadas las circunstancias, no tenemos otra alternativa que aterrizar en la pista 28, de acuerdo a las instrucciones que le hemos dado. ¿Cómo diablos se atreve usted a retar mi autoridad? ¡Le ordeno que obedezca mis órdenes! No toleraré insubordinaciones en este momento de extrema emergencia. ¿Me ha escuchado bien, teniente? —aseveró más encolerizado el general.

    —Señor... le he escuchado fuerte y claro, y no pretendo desobedecerlo. Si usted entiende que mi preocupación no es válida, seguiré sus instrucciones; aunque me temo que todos vamos hacia una muerte segura. Pero... si me permite explicarle, tengo otra alternativa, señor —contestó Mitchell, algo intimidado por el tono autoritario del general, pero seguro de lo que decía.

    Incrédulo, el general le contestó.

    —¿Otra alternativa? No creo que la haya, teniente. Tenemos que enfrentarnos a la realidad. Un huracán despiadado amenaza su vida y la de sus compañeros, y si no aterrizan lo antes posible sus naves se precipitarán a tierra por la falta de combustible. ¿Cómo rayos puede existir otra solución que yo no vea? Explíquese ahora mismo; ya le he dicho que no tenemos tiempo para darle más vueltas al asunto.

    —Señor, permítame... romper la formación circular y dirigirme hacia el este durante cinco o seis minutos mientras el resto del grupo mantiene su patrón de vuelo actual para...

    El general interrumpió a Mitchell más furioso aún:

    —Pero... ¿qué diablos dice usted, Mitchell? ¿Está loco? ¿Ha perdido el juicio? ¡Le ordeno que obedezca mis instrucciones y comience el acercamiento de inmediato! ¿Me ha entendido?

    En la cabina de mando de Mitchell, algunos miembros de su tripulación no daban crédito a lo que el joven militar proponía. Uno de ellos era su copiloto Zach.

    —Vamos, Mitchell, el general tiene razón. Nuestra única esperanza es lograr aterrizar lo antes posible. Si vamos a morir... pues que sea intentándolo. Otra vez tratas de imponer esas ideas descabelladas que solo a ti se te ocurren.

    Sin embargo, otros lo apoyaban.

    —Yo no quiero morir de ninguna forma. Si el teniente Mitchell tiene otra alternativa, pues que la ejecute —repuso el cabo Miller desde la parte de atrás de la cabina.

    Sin contestarles, Mitchell volvió a comunicarse con la base. En el exterior de la nave, las ráfagas de vientos huracanados y la densa e incesante cortina de lluvia azotaban sin piedad a los diez B-18 que volaban trabajosamente en formación circular sobre la base.

    —Habla Mitchell. General Arnold, quizás le parezca que estoy loco, pero le aseguro que sé lo que hago. Conozco bien cómo se comportan este tipo de fenómenos atmosféricos. Señor, con todo respeto, confíe en mí, aunque sea por un momento. Si seguimos sus instrucciones, e incluso fuera posible que algunos logren aterrizar, estoy seguro de que más de la mitad del grupo perecería en el intento. Si me permite ejecutar lo que le propongo y fracaso, considérenos de los que de todas formas habrían de perecer al seguir su plan. Solo le pido que me dé la oportunidad de intentarlo, pues si tengo éxito todos tendremos más posibilidades de aterrizar sanos y salvos.

    La voz de Mitchell sonó tan convincente y su análisis de la situación le pareció tan certero, rápido y lógico al Jefe, que este le respondió más calmado.

    —Mitchell, habla el general Arnold... Teniente, usted no me ha dicho aún cuánto tiempo le queda de vuelo.

    El joven piloto miró el marcador del combustible en el panel de instrumentos. A pesar de que solo le quedaba combustible para unos cuarenta minutos más de vuelo, decidió mentirle al general para evitar que le denegara el permiso solicitado.

    —Habla Mitchell. Señor... me quedan alrededor de cincuenta minutos. Le suplico que me conceda solo cinco de ellos y no permita que nadie aterrice aún. Si mi plan resulta, le avisaré cuando podamos comenzar el descenso.

    Al escuchar a Mitchell, Zach, quien también observaba el marcador, lo miró sorprendido y, con una mezcla de molestia y recriminación, le increpó:

    —¿Qué dices? ¡Estás mintiéndole al Jefe! ¡A un general! Sabes bien que solo nos queda combustible para apenas cuarenta minutos más de vuelo. Si rompemos la formación y nos encaminamos hacia el este, como propones... ¡lo más seguro es que no podamos regresar a la base! Por lo menos si intentásemos aterrizar ahora tendríamos alguna probabilidad de lograrlo y permanecer con vida.

    Mitchell lo miró de reojo, dibujó una media sonrisa hacia el lado derecho de su boca y movió la cabeza hacia ambos lados con una calma pasmosa. Afuera de la cabina, la luz cegadora de un rayo al frente de su B-18 les iluminó las caras. El avión se estremeció, ladeó de izquierda a derecha, bajó por un momento la nariz y la volvió a subir al mismo tiempo que los motores reverberaban en su afán por mantener las revoluciones. La embestida fue tal que la cabeza de los tripulantes se agitó sin control de un lado a otro, para luego sacudirse hacia arriba y hacia abajo, con tanto ímpetu al bajar que la barbilla se les enterró con fuerza en el pecho. En eso la voz del general se volvió a escuchar en la radio.

    —Mitchell, habla el general Arnold. Está usted autorizado, pero explíqueme su plan.

    —Habla Mitchell. Señor, gracias por su voto de confianza. Comenzaré a ejecutar mi plan de inmediato mientras se lo explico. Debo concentrarme ahora en enfrentar los vientos que vienen del este.

    Acto seguido, Mitchell rompió el patrón de vuelo circular, y aceleró al máximo su nave en un intento por ganar altura. La vibración en la cabina aumentó y el ruido de los motores se oyó por encima del zumbido que producían las ráfagas del viento y la lluvia contra el fuselaje.

    —Estás loco... —le dijo Zach con un gesto de suma consternación—. Nos matarás a todos.

    —Quizás lo haga, pero en vez de protestar deberías rezar para que mi estrategia funcione. Si seguimos la orden del general te aseguro que ninguno de nosotros vivirá para contarlo. Jamás podríamos aterrizar con este viento tan fuerte. Sé muy bien lo que te digo. El plan del Jefe nos llevará a todos a una muerte segura —le contestó Mitchell antes de comunicarse con Arnold para explicarle su plan—. Aquí Mitchell a la base. General, mi plan consiste en...

    No pudo continuar la explicación, pues la voz del Jefe lo interrumpió.

    —Torre de control al teniente Mitchell, habla Arnold. ¿Qué rayos pasa ahora? ¿Por qué no me contesta? Le ordené que me explicara su plan.

    —Habla Mitchell, señor, ¿me escucha?

    —¡Por mil demonios! ¡Conteste, Mitchell! Solo oigo un ruido de estática en su radio —repitió molesto el Jefe.

    —Lo escucho fuerte y claro, señor, pero aparentemente usted no me oye a mí.

    —Teniente Mitchell, le habla el general Arnold. No lo capto en mi radio. Repito: no lo puedo escuchar. Si puede, contésteme.

    Al advertir el problema con su radiotransmisor —que recibía, pero no transmitía mensajes— Mitchell se quedó pensativo, examinó los controles del avión durante un instante mientras sus compañeros lo observaban sin saber qué hacer. Zach fue el primero en reaccionar de forma inquisidora y desesperada.

    —Mitchell... ¿qué haremos ahora? La base no recibe nuestros mensajes. Solo capta la estática de nuestra radio. Volamos dentro de un terrible huracán, en dirección contraria a la pista de aterrizaje y casi sin combustible. ¡Ahora sí que estamos en un grave aprieto! ¿Esto es lo que buscabas?

    Ensimismado en sus pensamientos mientras contemplaba los controles de la nave, parecía que Mitchell no lo escuchaba. De pronto, frunció el ceño y miró a su copiloto. Así permaneció otro instante. Entonces —como si hubiera recibido una inspiración divina— chasqueó los dedos de su mano derecha y le dijo:

    —¡La estática de la radio... eso es! Tienes razón, Zach... solo nos podemos comunicar con la estática.

    Sorprendido, Zach volvió a cuestionarlo.

    —¿Estás loco? Tal parece que la tormenta te afectó la razón.

    Sin hacerle caso y con un ágil movimiento, Mitchell giró la cabeza hacia la parte de atrás de la cabina y le dio instrucciones a su ingeniero de comunicaciones.

    —Smithy, la comunicación con la base es vital ahora. Pero parece que ese último rayo que nos tocó de cerca averió aún más nuestro transmisor. Intenta contactar a la torre de control mediante código morse. Apaga y enciende el interruptor de la radio de manera que uses el sonido intermitente de la estática como señal. Por favor, envía el siguiente mensaje: General, recibimos, no transmitimos. Nos comunicaremos en clave morse con la estática que produce la radio. Confirme.

    —Como ordene, señor —contestó Smithy y comenzó a enviar el mensaje en código morse utilizando el interruptor de la radio y la estática como mecanismo de transmisión.

    Mientras tanto, en la torre de control de la base todo era confusión. El mayor Kent se dirigió al Jefe.

    —General Arnold, creo que también perdimos a Mitchell. Le sugiero con todo respeto, señor, que intentemos bajar a esos muchachos de inmediato. No les queda mucho tiempo de vuelo y no tenemos otra alternativa.

    —Lo sé, Kent. Lo sé. Esto será una masacre. Me temo que los traeremos a una muerte inevitable. Pero usted tiene razón, no disponemos de otra alternativa. Es la última oportunidad que tienen. Pronto todos se quedarán sin combustible.

    En ese instante, en uno de los transmisores se comenzó a escuchar un ruido de estática intermitente al que nadie le prestaba atención. Mientras tanto, el Jefe se dirigió al controlador de vuelo que estaba a cargo de los nueve aviones que volaban en círculo sobre la base.

    —Oficial, ordene ahora mismo al avión de la formación que esté más cerca de la pista 28, que comience su aproximación. No tenemos tiempo que perder.

    El controlador de vuelo le contestó:

    —Como ordene, general. Cuando Mitchell rompió la formación confirmé la posición del avión que volaba más cercano a la pista 28. Es el teniente Kerry. Me comunicaré con él. Aquí torre de control al teniente Kerry. Conteste, teniente Kerry.

    Entretanto, en el otro radiotransmisor la señal intermitente de estática del avión de Mitchell seguía escuchándose con un patrón definido, como si repitiera un mensaje, pero nadie le hacía caso. La voz del teniente Kerry se escuchó en la radio.

    —Habla el teniente Kerry.

    —Teniente Kerry, ¿mantiene usted aún su posición con respecto a la pista?

    —La mantengo, señor. Vuelo más bajo que los demás pues soy al que menos tiempo de vuelo le queda.

    —Escuche bien, teniente. Hemos perdido también el avión de Mitchell, y el general Arnold le ordena comenzar el acercamiento a la pista 28 para aterrizar. Repito: comenzar acercamiento a la pista 28. Confirme instrucciones, teniente Kerry.

    —Confirmo instrucciones, señor: Comenzar acercamiento de inmediato a la pista 28. —Se produjo un silencio—. Aquí el teniente Kerry a torre de control.

    —Torre de control al teniente Kerry. ¿Qué le sucede, teniente?

    En la cabina del teniente Kerry, la tripulación estaba muy preocupada por la crítica situación en la que se encontraban y la incertidumbre ante el inminente, peligroso pero indispensable aterrizaje.

    —Habla el teniente Kerry a torre de control. Nada, señor, es que... —con actitud titubeante el teniente Kerry miraba hacia ambos lados sin decidirse a iniciar la maniobra— esto está cada vez peor. Confío en su buen juicio, pero... intentar aterrizar ahora, bajo estas condiciones tan terribles, es una maniobra muy arriesgada. ¿Cree usted que lo lograremos?

    Sin permitir que el controlador de vuelo le contestara al teniente Kerry, al notar el temor y la angustia que sufría el joven piloto, el Jefe agarró el micrófono y con una actitud un poco más comprensiva trató de infundirle confianza en sí mismo.

    —Torre de control al teniente Kerry, le habla el general Arnold. Aterrizar ahora es la única oportunidad de sobrevivir que tienen usted y sus compañeros. No hay otra solución. Confío en sus habilidades como piloto y tengo la certeza de que seguirá al pie de la letra las instrucciones del controlador de vuelo. Haremos lo posible por traerlos a todos sanos y salvos.

    —Aquí el teniente Kerry. Entiendo, señor. Iniciaré ahora mismo el acercamiento final a la pista 28.

    Mientras tanto, el segundo controlador se dio cuenta de que algo raro sucedía con su radio. Se llevó ambas manos a los auriculares para escuchar mejor. En actitud de pura concentración y con los ojos casi cerrados, comenzó a transcribir en una libreta el patrón de señales que escuchaba en clave morse. En la cabina de Mitchell, Smithy enviaba con desesperación el mensaje que su capitán le dictó unos instantes atrás. Hacía una corta pausa tras cada envío, en espera de una contestación, pero no le llegaba.

    —Es imposible, Mitchell. No nos escuchan en la base.

    —O no nos prestan atención. Deben de estar muy ocupados en su intento por salvar al resto del grupo. Con toda seguridad nos creen desaparecidos, pero no detengas la transmisión, tenemos que establecer contacto con la base porque nos va la vida en ello —le contestó Mitchell sin apartar la vista de los densos nubarrones que su nave penetraba con gran dificultad.

    De pronto, Mitchell abrió los ojos asombrado y se inclinó hacia el frente sobre el tablero de instrumentos, en un intento por auscultar aún más allá de las nubes que su avión atravesaba. Luego se dirigió a su tripulación jubiloso.

    —¡Muchachos! ¿Notan algo raro? Miren adelante, y fíjense bien entre las nubes. ¿Ven lo que yo veo?

    Todos obedecieron a su capitán. Para ver mejor, Zach se inclinó hacia frente y comenzó a limpiar, con su mano enguantada, la humedad del parabrisas.

    —Se ve más claro, hay... hay más luz solar —contestó.

    Ante sus ojos, el escenario cambió de un modo tan drástico que lo que veían les parecía irreal. Los vientos sostenidos de terrible fuerza, aquellas ráfagas infernales que unos minutos atrás detenían el avance del avión, y las inmensas murallas formadas por impenetrables cortinas de lluvia acerada... todo se había recogido a los lados. Era como si la mano divina hubiera introducido desde arriba un tubo de cristal transparente, interminable y de varias millas de diámetro. Los fuertes vientos y la copiosa lluvia se mantenían en perfecta formación en el exterior de aquel túnel o cilindro imaginario, y giraban amenazantes en un patrón que se movía en contra de las manecillas del reloj, alrededor de su circunferencia.

    —¡Ahí lo tienen, muchachos! —gritó Mitchell extasiado ante aquel espectáculo increíble, mientras levantaba ambos puños varias veces con sus brazos extendidos en señal de triunfo—. Esto es lo que buscaba: yo sabía que este cíclope no era ciego, que debía tener su ojo.

    3

    Base Aérea Borinquen

    Aguadilla, Puerto Rico

    Otoño de 1940

    La vista era espectacular. El B-18 de Mitchell volaba dentro del ojo del huracán en un ambiente de completa calma. Un manto negro de nubes, vientos, relámpagos y aguaceros torrenciales se arremolinaba a su derredor en un diámetro de varias millas. Al mirar hacia arriba, el túnel se extendía hasta perderse en las alturas. En el tope, la luz solar se antojaba como la de un faro que hacía resplandecer de vez en cuando las nubes grises que se retorcían de forma ordenada en toda la periferia. Hacia abajo, al final del tubo se podía contemplar el azul claroscuro de las aguas del océano Atlántico, salpicadas de blanco. Inmerso en ese espacio de calma, Mitchell le dio instrucciones a su ingeniero de vuelo.

    —Johnson, volaremos varias veces de un extremo al otro del ojo para que puedas calcular su diámetro, velocidad de traslación y la dirección que lleva. Así determinaremos si pasará sobre la base, y si lo hace, cuánto tiempo se tomará en llegar y cuánto durará la calma. Debes actuar rápido, pues no disponemos de mucho tiempo.

    —Enseguida lo hago, señor —respondió y, con la premura que exigía la emergencia en aquel momento, Johnson sacó sus mapas e instrumentos y se puso a trabajar mientras Mitchell volaba de un extremo a otro del centro del huracán.

    En la base, el controlador aéreo a cargo del aterrizaje del B-18 del teniente Kerry continuaba dándole instrucciones sobre el acercamiento a la pista.

    —Torre de control a teniente Kerry, hasta ahora lo ha hecho usted bien, aunque no lo captamos en nuestro radar ya vemos sus luces de navegación. Baje ahora un poco más la nariz de la nave. ¿Me escuchó, teniente? Tiene que inclinar más la nariz de su avión. ¡Un poco más, viene demasiado alto! ¡Viene muy alto! —le advirtió casi gritando.

    El teniente Kerry explicó la situación.

    —Señor, intento descender, pero no logro hacerlo. La corriente de aire ascendente es muy fuerte y los controles no me obedecen.

    El Jefe le arrebató el micrófono al controlador de vuelo y le ordenó al teniente con suma urgencia:

    —Teniente Kerry, le habla el general Arnold. Aborte el intento. Repito: aborte el aterrizaje. Viene muy alto y su descenso, de lograrlo, sería casi en picada. ¿Me escuchó, teniente? No podrá aterrizar con el poco ángulo de descenso que trae. ¡Aborte el intento!

    —¡Mi general! ¡Mi general! ¡Es Mitchell! —interrumpió el otro controlador de vuelo—. ¡Aún sigue vivo! ¡Detecto una señal de su nave! ¡Es... es un mensaje! Su radio recibe, pero no transmite; se comunica apagándolo y encendiéndolo en intervalos precisos, usando la estática intermitente que produce para enviar código morse.

    Enseguida el Jefe dio instrucciones al otro oficial a cargo del teniente Kerry.

    —Ordénele al teniente Kerry y al resto del grupo que den otra vuelta sobre el perímetro de la base y que esperen nuevas instrucciones mientras contactamos a Mitchell. Debemos confirmar si su alternativa para lograr un aterrizaje más seguro es viable.

    Luego el Jefe se dirigió al controlador de vuelo que acababa de contactar a Mitchell.

    —Páseme el micrófono y póngame en la frecuencia de Mitchell.

    —Ya la tiene, señor.

    —Torre de control al teniente Mitchell, le habla el general Arnold. Sé que me escucha y que no puede comunicarse, pero lo haremos con la estática de su radio y la clave morse. Su avión no aparece en el radar y tras su aparente silencio lo creíamos perdido. ¿Dónde se encuentra?

    Smithy continuó la transmisión de los mensajes dictados por Mitchell en clave morse, sin los formalismos requeridos de identificación y con las palabras indispensables para hacerse entender. En la torre, el segundo controlador de vuelo los transcribía al general. Volamos en calma dentro ojo del huracán, objetivo de nuestra búsqueda hacia el este. Prepare grupo para aterrizaje. Ojo llegará en diez minutos. Tiempo de calma: cuarenta a cincuenta minutos.

    El Jefe contestó el mensaje:

    —Torre de control al teniente Mitchell, le habla Arnold. Entendimos su mensaje y nos preparamos para recibir a ese ojo, así como al grupo y a usted con sus muchachos. ¿Cuánto tiempo de vuelo le queda?

    Treinta minutos. Ordene aterrizaje, contestó Mitchell en código morse.

    —De acuerdo, Mitchell, lo esperamos antes de que pase la calma del ojo.

    Mientras le contestaba, el Jefe observó de nuevo su reloj. Luego se dirigió al primer controlador de vuelo.

    —Oficial, comuníquese con el grupo e impártales las instrucciones pertinentes. Infórmeles que Mitchell aún está volando y que, según determinó, el ojo del huracán pasará pronto por encima de la base; calma que utilizaremos para que todos aterricen sin peligro. Tendrán aproximadamente cuarenta minutos para lograrlo.

    —Enseguida lo hago, señor.

    Tal y como predijo Mitchell, el ojo del huracán llegó a la Base Aérea Borinquen. Uno a uno, nueve de los diez B-18 restantes —de los doce que originalmente formaban el grupo— lograron aterrizar sin percance alguno al aprovechar el paréntesis de calma que pasó sobre el área. Todos los presentes en la torre de control aplaudían con entusiasmo cada vez que aterrizaba un avión. Solo faltaba un B-18 por aterrizar, el de Mitchell.

    —Torre de control al teniente Mitchell, habla el general Arnold. ¿Dónde se encuentra? Todos los aviones aterrizaron. Solo falta usted. Según la información que nos dio, pronto comenzarán a azotar de nuevo los vientos de la parte posterior del huracán. Si mis cálculos son correctos, su avión ya debe estar casi sin combustible.

    —¡Allá viene, señor! ¡Allá viene! —gritó el mayor Kent mientras le pasaba los binoculares al Jefe, quien enseguida dirigió su mirada hacia el este, donde comenzaba la pista 28.

    —Sí, allá viene... pero algo anda mal —comentó el general mientras le daba otro vistazo a su reloj—. Las hélices están detenidas, sus motores están apagados, no tienen combustible y la nave viene prácticamente flotando a menos de cien metros de altitud. No creo que logren alcanzar la pista, y lo peor de todo es que la muralla de vientos y lluvia se les viene encima de nuevo. El ojo del huracán casi ha pasado. ¡Ahora sí que esos jóvenes están en grave peligro!

    Sin perder tiempo, el Jefe se puso de nuevo al habla.

    —Torre de control al teniente Mitchell, habla el general Arnold. Veo que ya no tiene combustible. Intente levantar más la nariz de su nave para que pueda llegar hasta la pista 28. Trate de hacerlo rápido porque los vientos y la lluvia lo alcanzarán de nuevo.

    Señor, es lo que necesito. Fuerte viento de cola para ganar altura, contestó Mitchell en clave morse.

    —Este tipo está verdaderamente loco —murmuró el mayor Kent.

    —Quizás lo está, mayor; pero de ser así, es un loco que sabe lo que hace... y lo hace bien. Muy bien —le contestó el Jefe mientras observaba por los binoculares la aproximación del B-18 de Mitchell a la base.

    A menos de cien metros de altura y a poca distancia del comienzo de la pista 28, el avión de Mitchell se tambaleaba en el aire como si estuviera casi a punto de caer. Los intentos del joven piloto por mantener la nariz de su B-18 inclinada hacia arriba para ganar altitud parecían infructuosos. La fuerza de la gravedad y la falta de empuje de los motores —ya sin combustible— lo traicionaban.

    De pronto, una fuerte ráfaga de viento de la parte posterior del huracán alcanzó la cola del avión y lo impulsó de forma brusca hacia el frente, proveyéndole del empuje que tanto necesitaba. Como le había anticipado al general en su último mensaje, Mitchell aprovechó el impulso momentáneo para levantar la nariz de la nave. De inmediato consiguió la altitud necesaria para llegar hasta el comienzo de la pista. Luego, en una maniobra magistral, inclinó la nariz de su B-18 y mantuvo el descenso en ángulo abrupto hasta el último instante, cuando logró nivelarlo a escasos metros sobre el pavimento. Así voló en silencio a ras del suelo mientras el avión se balanceaba peligrosamente de lado a lado hasta que, por fin, el tren de aterrizaje hizo contacto con la pista. Tras dar varios rebotes, se detuvo frente al edificio principal, donde se levantaba majestuosa la torre de control.

    —¡Bienvenidos a mi tierra, muchachos! —les dijo Mitchell a sus compañeros mientras se quitaba los guantes y su gorra de piloto—. ¡Rápido, abandonen la nave! ¡Que el viento y la lluvia se nos vienen encima y no quiero estar aquí adentro cuando lleguen!

    —¡Eres un genio, Mitchell! —le gritó Zach con la voz opacada por el rugir de los vientos que volvían a azotar.

    En un instante, abandonaron la nave ayudados por el personal de rescate de la base, que los recibió para escoltarlos hasta el interior del edificio. Allí, en un enorme salón de conferencias, estaban reunidos los miembros restantes del grupo. Al entrar Mitchell y su tripulación, los recibieron de pie con un aplauso. La mayoría de los rostros reflejaban sentimientos mixtos: la alegría de seguir con vida mitigada por el cansancio y, sobre todo, la tristeza de haber perdido a doce compañeros. Los recién llegados levantaron las manos en señal de triunfo y recibieron de los demás tripulantes abrazos y expresiones de gratitud, en especial Mitchell, por haber salvado sus vidas.

    El audaz piloto agradeció el recibimiento. Luego, muy emocionado y con voz entrecortada, lamentó la pérdida de sus doce compañeros y pidió un minuto de silencio por el eterno descanso de sus almas. Al terminar, cabizbajos, todos se volvieron a sentar mientras murmuraban entre ellos.

    En ese preciso instante, se escuchó una voz en tono muy fuerte:

    —¡Atención!

    El general Arnold entró al salón con su comitiva. Todos se pusieron de pie, en posición de firmes, clásica postura militar que todo soldado debe asumir hasta que se le ordene descansar, cuando está frente a un oficial de mayor rango.

    El Jefe les dio la bienvenida mientras se acercaba con paso rápido y seguro hasta detenerse frente al grupo.

    —Descansen, muchachos, y tomen asiento. Se lo merecen. Soy el general Arnold. Bienvenidos a la Base Aérea Borinquen. Esta será su casa durante los próximos meses. Tendrán mucho trabajo que hacer, y espero que lo hagan bien. Lamento mucho la pérdida de los doce compañeros que perecieron debido a este despiadado huracán. Murieron cumpliendo con su deber. Tenemos que agradecerle al teniente Mitchell que lograse salvarles la vida a todos ustedes...

    El general hizo una pausa en su breve discurso de bienvenida y dirigió su mirada inquisidora hacia los presentes. Movía la cabeza de lado a lado, como si tratara de identificar entre aquellos rostros cansados a uno en especial, el de Mitchell. Pero no pudo hacerlo. Entonces, decidió preguntar:

    —¿Mitchell... quién de ustedes es el teniente Mitchell?

    —Aquí estoy, general. Soy Mitchell.

    En cuanto el general se le acercó, Mitchell se puso de pie y asumió la posición de firme.

    —Descanse, teniente —le indicó el Jefe—. Dígame, ¿cuál es su nombre completo?

    Tras asumir la posición de descanso, con las manos agarradas a la espalda y las piernas algo separadas, Mitchell contestó:

    —Primer teniente Samuel P. Mitchell, señor.

    —Capitán Samuel P. Mitchell, querrá decir —le dijo el Jefe.

    —No, señor... perdone que lo corrija... pero yo... no soy aún capitán. Soy... primer teniente, señor... —contestó Mitchell confundido y nervioso.

    —Es que... capitán Mitchell, desde este preciso momento usted ha dejado de ser teniente. Lo he ascendido a capitán.

    Al escuchar las palabras del Jefe, todos los presentes olvidaron durante un instante el estricto protocolo a seguir ante la presencia de un oficial de alto rango en el salón. Se pusieron de pie y aplaudieron con gran algarabía. El general pasó por alto el espontáneo exabrupto. Mitchell le respondió:

    —Muchas gracias, señor. La verdad es que no esperaba esto. Pero creo que no lo merezco.

    —Capitán Mitchell, usted ha demostrado hoy un profundo sentido del deber, lealtad hacia sus compañeros, una admirable capacidad analítica ante situaciones difíciles y, sobre todo, evidenció lo valiente que es. Por eso, se merece este ascenso.

    —Gracias, señor.

    Mitchell volvió a asumir la posición de firme, sonó los tacones de sus zapatos y saludó muy agradecido al Jefe. Sus compañeros volvieron a aplaudir.

    —Descanse —repitió el general. El joven obedeció—. Su idea de utilizar la calma momentánea del ojo del huracán para facilitar el aterrizaje, y la forma en que nos la comunicó mediante la estática de la radio y clave morse como mecanismo de transmisión... fue muy buena. Es más, yo diría que genial. Le confieso que, en el momento de la crisis, no se me ocurrió que pudiéramos utilizar a nuestro favor esos recursos que usted identificó con tanta rapidez y certeza. Dígame una cosa, ¿cómo diablos sabía usted que existía ese ojo, que lo encontraría tan rápido y que pasaría por encima de la base?

    —Bueno, señor... no estaba seguro de que lo encontraría. Solo sabía que era un huracán muy fuerte, y todo huracán fuerte lleva su ojo bien definido. Por eso, le pregunté cuánto tiempo había azotado sobre la base. Como ya llevaba varias horas, supuse que ese centro estaría cerca, hacia el este, desde donde provienen normalmente los huracanes. Por lo tanto, a mi juicio, hallar ese ojo era la única oportunidad que teníamos de salvarnos, pues estaba convencido de que ninguno de nosotros aterrizaría sano y salvo bajo esas condiciones tan críticas. Creo que todos deberíamos agradecerle a Dios, pues escuchó mis ruegos para encontrar ese centro lo antes posible y concedernos el milagro de que la base estuviera en su trayectoria. Una vez más, Dios no me falló. De hecho, nunca me ha fallado, señor.

    —En mi opinión, hoy tuvimos mucha suerte de que usted encontrara ese ojo en el momento preciso en que estaba a punto de pasar por encima de la base y que hallase la forma de hacérnoslo saber antes de que sus compañeros intentaran aterrizar. Pero no cabe duda de que usted se las ingenió para ayudar a que esa suerte se materializara.

    Mitchell le contestó con algo de timidez en su voz.

    —Bueno, pues... si usted lo cree así, se lo agradezco, señor.

    El Jefe lo miró y guardó silencio durante un instante. Luego dio unos pasos hacia su derecha, como si fuera a alejarse del recién nombrado capitán Mitchell, pero se detuvo de un modo abrupto para volver a dirigirse a él. Llevó la mano derecha a la barbilla y adoptó una posición más seria y pensativa, antes de increparle:

    —Ah, otro asunto. ¿Sabe usted, capitán Mitchell, que se considera una falta muy seria mentirle a un oficial superior, y peor aún si es un general?

    Confundido, Mitchell le contestó:

    —¿Mentirle, señor? No... no lo entiendo. ¿Por qué me dice usted eso?

    Todos en el salón permanecieron en absoluto silencio.

    —Capitán Mitchell, usted mintió al indicarme que le quedaban alrededor de cincuenta minutos de vuelo, cuando sabía que solo le quedaban aproximadamente cuarenta. No crea que no me di cuenta de su mentira al ver aparecer su avión con los motores apagados.

    Algo nervioso, Mitchell volvió a asumir la posición de firme y respondió:

    —Bueno... eh, señor... tiene razón. Le confieso que le mentí, pero no tuve otra alternativa. Yo sabía que para preservar nuestra seguridad usted no me hubiese autorizado a romper la formación si descubría que me quedaba menos tiempo de vuelo. Pero estaba convencido de que mi plan representaba la única oportunidad que teníamos para salvar nuestras vidas; aunque admito que corrimos un grave riesgo, señor.

    Al escuchar a Mitchell, Zach, quien estaba sentado en una mesa cercana, apretó los labios, bajó la cabeza y la movió de lado a lado en un claro gesto de desaprobación.

    —Mitchell, Mitchell... entiendo su razonamiento. Pero lo cierto es que se atrevió a mentirme. Y eso no se puede permitir. ¿Sabe usted que se expone a una degradación de rango inmediata? —le contestó el Jefe con semblante muy serio, acercándole el rostro a la cara y mirándolo a los ojos.

    —Señor... no... no lo entiendo, pero si acaba usted de ascenderme.

    —Sí, lo sé... lo sé. Pero con la misma autoridad que tengo para ascenderlo a capitán también puedo degradarlo ahora mismo otra vez a primer, o segundo, teniente. O a sargento. Incluso podría quitarle las alas de piloto. —El Jefe le señaló la insignia que llevaba prendida en la camisa color caqui, al lado izquierdo de su pecho—. ¿No me cree usted? ¿Le parece que no puedo hacerlo, capitán Mitchell?

    —Sí, señor... claro que le creo y... sé que puede... hacerlo. Usted tiene la autoridad para hacer lo que desee conmigo. Pero le repito que no fue mi intención engañarlo. Solo actué de acuerdo a las circunstancias apremiantes que nos afectaban. Al fin y al cabo, con el debido respeto, todo salió bien. ¿No cree usted? No hubo más fatalidades —contestó Mitchell al tiempo que se aferraba al resultado de su reciente y milagrosa odisea como elemento persuasivo a su favor.

    El Jefe se llevó ambas manos a la espalda con la vista fija en el suelo en actitud pensativa. Luego volvió a mirar al joven piloto y le contestó:

    —Sí, sí... tiene razón. Todo salió bien esta vez. Pero que no se repita, capitán. Le aseguro que si usted vuelve a mentirle a un superior, su carrera como piloto tendrá sus días contados. ¿Entendido, capitán Mitchell?

    —Entendido, mi general —le aseguró Mitchell mientras adoptaba una vez más la posición de firme.

    El Jefe insistió en la amonestación.

    —Espero que en el futuro usted obedezca, sin mentir, las instrucciones de su superior. No importa las circunstancias. ¿Le quedó claro, capitán?

    El general acercó de nuevo su rostro al

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