Ciudad Madre
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Maria Martha Calvo
María Martha Calvo nació en Lima, Perú. Descendiente de una larga estirpe de abogados y escritores, su vida siempre ha estado ligada al arte y las letras. Cuando la insania del terrorismo hizo presa de su país, su esposo y ella decidieron emigrar a Canadá, donde residen desde 1992 con su familia. Hace unos años las dificultades de otras épocas, que todo nuevo inmigrante debe enfrentar y limitaron en gran medida su producción intelectual, dejaron de existir, permitiéndole dedicarse a tiempo completo a la literatura y la pintura. Ha producido cuatro novelas. Ciudad Madre es su primera publicación.
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Ciudad Madre - Maria Martha Calvo
Copyright © 2013 by Maria Martha Calvo.
Library of Congress Control Number: 2013906370
ISBN: Hardcover 978-1-4836-2232-3
Softcover 978-1-4836-2231-6
Ebook 978-1-4836-2233-0
All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the copyright owner.
This is a work of fiction. Names, characters, places and incidents either are the product of the author’s imagination or are used fictitiously, and any resemblance to any actual persons, living or dead, events, or locales is entirely coincidental.
Rev. date: 04/13/2013
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Contents
Agradecimientos
Los Hechos
Prologo
PRIMERA PARTE
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
SEGUNDA PARTE
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
TERCERA PARTE
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
Términos Quechuas Empleados En Este Libro
Principales Personajes En Ciudad Madre
Endnotes
A mi mejor obra, mi familia.
AGRADECIMIENTOS
En primer lugar mi gratitud para mis «victimas», mi esposo José Luis, mi hija Claudia y mi prima Georgie quienes, desde que escribí la primera palabra de esta novela, la han leído y releído cuantas veces se los he solicitado y con su aliento y apoyo incondicional han hecho posible esta publicación.
Me faltan palabras para expresar mi gratitud a nuestro gran amigo Manuel Velásquez Rojas, Doctor en Literatura, Catedrático y Profesor de la Maestría de Literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos quien, a pesar de su recargada labor se dio el tiempo para leer mi libro y con sus generosas palabras, infundirme el coraje necesario para seguir adelante con esta empresa.
Finalmente deseo expresar mi reconocimiento a la Doctora Ruth Shady por haber hecho conocer al mundo, con su descubrimiento, la cuna de la civilización americana: Caral, la ciudad más antigua de América, la Ciudad Madre.
LOS HECHOS
La arqueóloga Ruth Shady, al explorar el desierto de la costa peruana, creyó vislumbrar en los montículos de forma redondeada, que se veían en la distancia, varias pirámides. Un equipo dirigido por ella excavó en Caral, a partir de 1996 y en 1997 publicó por primera vez su libro «La Ciudad Sagrada de Caral-Supe en los albores de la civilización en el Perú», donde expone su opinión de que la antigüedad pre cerámica de Caral data de 5000 años aproximadamente. Esta teoría ha quedado luego demostrada ampliamente en los años siguientes a través de excavaciones intensivas en el lugar y múltiples análisis mediante el carbono 14 realizados en los Estados Unidos. Ella ha afirmado que la ciudadela de Caral es «de lejos la ciudad más antigua de América».
PROLOGO
Al recibir los últimos rayos de sol, el asentamiento urbano de Caral adquiría una apariencia mágica.
Un manto dorado cubría la impresionante plaza redonda desde cuyo seno irradiaban diversas tonalidades de amarillo, rojo, naranja y violeta, opacando con su brillo la llama que perpetuamente ardía en medio del anfiteatro. A esa hora del atardecer, las solemnes pirámides, los majestuosos edificios de piedra y las humildes casas de quincha, que rodeaban el centro ceremonial, se uniformaban vistiéndose de gala con los diversos matices que adquirían al ser bañadas por el resplandor. Aquel atardecer se presentaba especialmente radiante; no se veía una sola nube que empañara la limpidez de un cielo que parecía estar incendiándose y en el majestuoso ocaso, donde, como inspirados por la paleta de un delirante pintor estaban representados todos los colores del arco iris, las llamaradas que se levantaban desde el horizonte competían entre sí, intensificando su fulgor hasta llegar a una explosión sublime de luz y color, oponiendo, en abierto desafío, una fiera resistencia a la creciente oscuridad que en forma de volutas de humo avanzaba paulatinamente, cubriendo inexorablemente la ciudad con su negro manto.
Los tres mil pobladores de Caral, en un rito milenario que no podían dejar de cumplir, hicieron una pausa en su labor diaria para admirar el siempre cambiante portento. El espectáculo se repetía día a día, siempre diferente, siempre renovado. Inti estaba complacido y ellos volverían a sus casas aquella noche con la satisfacción del deber cumplido.
Aunque Kusi había perdido demasiado temprano a sus padres Illayuq y Quyllur, aun guardaba entre sus primeros recuerdos las enseñanzas que habían quedado grabadas para siempre en su memoria y resonaban en sus oídos cada vez que se sentía inclinada a dejarse llevar por el ocio. Desde muy pequeña le fue inculcada la responsabilidad por el trabajo y en muchas ocasiones le habían repetido la obligación de cumplir sin falta, y con la máxima dedicación, con todas las tareas que le fueran asignadas, por sencillas que ellas parecieran. Esta era la misión encomendada a todos los hombres y mujeres de Caral por Inti, el bondadoso dios que con su luz y calor había hecho posible la vida de hombres, animales y plantas, para merecer ser premiados con un espectáculo como el que estaba teniendo lugar en esos momentos.
A pesar de los años transcurridos, todavía le parecía estar escuchando la voz de su padre cuando, siendo ella aun una niñita de pocos años, le decía:
—Kusi, si no vas a hacer bien una tarea es mejor que no la hagas. Un buen trabajo es la única forma de mantener contento al dios sol, solo así podemos estar seguros de que el siguiente día va a ser propicio no solo para nuestra familia sino para el resto de las familias de Caral. Su madre, Quyllur, reforzaba la lección del padre recordándole:
—Cuando Inti no está satisfecho con nuestro trabajo del día, no nos muestra sus colores; esa es su forma de decirnos que no está complacido con lo que sus hijos le hemos ofrecido a lo largo de la jornada.
Kusi recordaba claramente las palabras de sus padres y a juzgar por el atardecer grandioso de hoy, no le cabía duda de que la siguiente madrugada, cuando Wayra saliera nuevamente de viaje, todo iba a salir bien porque aquella tarde, sin duda, Inti estaba complacido.
Al contemplar una vez más la enfurecida batalla, que como una señal de buen augurio se libraba ante sus ojos, y consciente de que la partida del sol marcaba el inminente regreso de su marido del trabajo, Kusi dirigió una última mirada al horizonte y sonriendo empezó a cantar una antigua canción de despedida al dios dador de todo lo bueno.
En aquel momento su casita parecía pintada de un rojo brillante y la joven madre, de muy buena gana, se hubiera quedado admirando el espectáculo hasta que Inti finalmente se fuera a dormir a su casa detrás del mar, pero consciente de que tenía obligaciones ineludibles que cumplir, reluctantemente se arrancó de su contemplación y se dispuso a preparar la comida para su familia.
PRIMERA PARTE
1
La espaciosa y resistente canasta, que le había confeccionado su compañera mucho tiempo atrás, estaba dispuesta desde la noche anterior con las mercancías que debía transportar ese día. Kusi, con su gran habilidad para tejer cestas con juncos y caña brava, le había agregado una larga asa que él pasaba sobre los hombros y por debajo de los brazos, distribuyendo el peso en su espalda y dejando las manos libres, una ventaja que lo había salvado muchas veces, cuando estuvo a punto de caer.
—Aquí está tu almuerzo Wayra, ¿quieres que te ponga algo más?— le dijo mostrándole el contenido del paquete que le había preparado.
—No, así está muy bien. Si como mucho me pongo pesado y la caminata se hace más difícil— le respondió—. Además, tanta comida me provoca sueño y hay que mantenerse alerta. Si uno no mira por dónde camina, puede fácilmente caer al introducir el pie en un hueco o tropezar con una piedra y romperse una pierna o un brazo, le respondió Wayra.
Sobre las redes y los otros productos que llevaba ese día para el intercambio, Kusi le acomodó el refrigerio usual envuelto cuidadosamente en un paño de fino algodón para protegerlo del camino. El paquete contenía un poco de cancha, unas lonjas de charqui y un mate con chicha, tanto para librar su garganta del polvo del camino como para aplacar la sed.
Con las primeras luces de la madrugada del día siguiente, Wayra y sus vecinos y amigos, Usqo, Llacsa, Puriq y Chusku y los tres artesanos, Qhispi, Awqa y Puma, emprendieron su camino alegremente en dirección al poblado costero de Áspero, donde usualmente llevaban a cabo sus trueques. El pueblo de pescadores era el punto de convergencia y a través de los años habían forjado buenas amistades con muchos otros comerciantes de diversos lugares.
El grupo de hombres, gracias a sus piernas musculosas y fuertes desarrolladas a lo largo de numerosas travesías similares, había partido hacia el océano trotando con paso ligero, firme y seguro. El camino no tenía secretos para ellos y los siete amigos iban bromeando entre sí en un intento por hacer más amena la marcha de casi veintiséis kilómetros que los separaba de su objetivo.
Esa noche, calculaba Kusi, la cesta volvería de Áspero, colmada con una mercadería diferente obtenida en el intercambio; no se podía prever qué le traería Wayra y ella siempre esperaba con curiosidad las novedades. Los pescadores de la zona, desde épocas muy antiguas habían pescado con canastas o arpones muy cerca de la orilla, pero desde que conocieron las valiosas y livianas redes de algodón que los caralinos habían inventado y tejían con tanta pericia, esperaban ansiosos su llegada cada mes, ya que siendo tan fáciles de transportar, ahora podían remontar el oleaje sentados a horcajadas en sus tups —como llamaban a sus ligeras embarcaciones de totora— para ir a pescar al mar abierto, lo que les permitía capturar cientos de peces a la vez en lugar de atrapar solo unos cuantos ejemplares por día de trabajo.
Wayra, Puriq, Usqo y los otros miembros del grupo, transportaban ese día para el intercambio, aparte de las redes, muchas otras especies valiosas, entre ellas instrumentos musicales, sobre todo flautas horizontales y quenas, los recipientes fabricados con el fruto del tutumo y las figurillas de barro moldeadas por los artesanos. También gozaban de gran popularidad, entre las jóvenes de otras regiones, los finos lienzos y mantillas elaborados por las mujeres de Caral en sus telares, por lo que eran igualmente muy solicitados y alcanzaban un alto valor en el trueque.
A cambio de sus preciadas mercancías, los comerciantes de Caral recibían anchovetas y sardinas secas, machas, choros y otros frutos del mar esenciales para el sustento de toda la población, amén de otros productos útiles o simplemente decorativos para sus hogares y originales obsequios para sus esposas e hijos.
—No te olvides de los pacaes para Asiri—le había recordado una vez más Kusi antes de partir— ella siempre espera con mucha ilusión que se los traigas.
—No me olvido, mujer, ¿cuándo no se los he traído? —Le respondió Wayra— y entonces ella, sin más que añadir y no queriendo retrasarlo más en su partida, le había tocado el dorso de la mano en señal de despedida y él le había acariciado el mentón, la máxima expresión de cariño de un hombre hacia una mujer.
Wayra repasaba con placer en su mente, esos momentos ocurridos solo algunas horas antes y ya estaba ansioso por volver a su casa. Hacer negocios era su trabajo y tenía que cumplir con él. Además le gustaba hacerlo, le agradaba la camaradería que compartía con sus compañeros y los comerciantes con los que intercambiaban sus productos, pero cada viaje que emprendía lo separaba de su familia y a él siempre le causaba tristeza estar lejos de ella.
El propósito de partir al romper el alba era cubrir la mayor distancia posible antes de que el fuerte calor del mediodía en el desierto hiciera la marcha extremadamente difícil y hasta el momento habían recorrido una gran parte del camino, así que confiaban poder volver a tiempo para admirar el atardecer con sus esposas que seguramente tendrían ya la comida de la tarde preparada y esperándolos.
Desde que partieron y durante toda la travesía Puriq, uno de los miembros del grupo, se hallaba empeñado en aprender a tocar, sin mucho éxito hasta el momento, un pututu obtenido en un viaje anterior a la costa y, para desesperación de sus amigos, lo había soplado sin cesar, sin lograr arrancarle nada más que unas disonancias graves y ululantes, que les producían escalofríos al resto de los hombres, pues el sonido se parecía demasiado a los ruidos que hacían las fuertes ráfagas de viento al anunciar una Paraca, la temida tormenta de arena del desierto.
A pesar de su determinación por dominar el instrumento, su entusiasmo superaba largamente su habilidad y sus compañeros se encontraban al límite de su resistencia. A no ser por esta sola incomodidad, la jornada hubiera continuado sin incidentes y los mercaderes habrían arribado tranquilos a su destino, pero llegó el momento en que el irritante sonido les atacó los nervios, no podían soportar más el maltrato repetido y continuado a que estaban siendo sometidos sus tímpanos.
—Ya pues Puriq, exclamó Wayra exasperado, ¡deja de hacer ese ruido que me está poniendo los pelos de punta! En efecto el espectral sonido —que se repetía una y otra vez— era capaz de alterar los nervios a cualquiera.
— ¿Cómo se te pueden poner los pelos de punta con la cantidad ridícula de trenzas y el montón de cachivaches que te pones en la cabeza? Respondió Puriq, picado por la poca apreciación que merecía su música. Wayra, era constantemente blanco de las mofas de sus amigos por el meticuloso cuidado que ponía en su arreglo personal, especialmente en lo referente a lo que él consideraba su mejor atractivo —su cabello— que mantenía escrupulosamente limpio y peinaba en pequeñas trenzas que entrelazaba con hilos de algodón de colores y aseguraba con las valiosas cuentas hechas por los pescadores del norte con las espinas del mullu.
El comercio en la zona era intenso y con frecuencia se conseguían productos no solo de la costa sino también de lugares muy alejados de la sierra y la selva y Wayra estaba siempre a la caza de ese tipo de novedades; le gustaba especialmente adquirir cuentas de colores no solo porque eran las más llamativas para adornar su cabellera, sobre todo en las ceremonias especiales, sino para llevárselas a Kusi que las combinaba para confeccionar hermosos collares y pulseras.
También buscaba entre los bienes ofrecidos huesos de cóndor, llama, venado o pelícano para fabricar las flautas de diferentes sonidos y tesituras que luego tallaba, primorosamente, con figuras de animales: diseños de simios y pájaros de la Amazonía que aunque él personalmente no había visto nunca, copiaba de los grabados que había observado en algunas oportunidades en los productos que llegaban de esos lugares remotos. Sus estilizados monos, jaguares, tucanes y serpientes adornaban los finos instrumentos y esta destreza lo había convertido no solo en uno de los principales proveedores de flautas de su comunidad sino que con ellas ejecutaba hermosas melodías que él mismo componía.
—Estás celoso porque mi música es mejor que la tuya— volvía a la carga Puriq con ánimo de buscar pelea.
—Tú no sabes lo que es música, lo que haces es solo bulla. Le respondía Wayra desdeñoso, con lo que aumentaba aun más la furia de su compañero. Es más, es uno de los peores ruidos que he oído en mi vida —remachaba—.
Sus amigos que se retorcían de risa y festejaban el ingenio desplegado en el duelo verbal entre los dos vecinos, al ver que los ánimos empezaban a caldearse de verdad y se presentaba la posibilidad de que las pullas degeneraran en una pelea seria entre los dos amigos, hábilmente desviaron la atención hacia un tercero:
—Usqo, ¿Cómo se siente hoy Michiq? preguntó Chusku, uno de los más bromistas del grupo.
Esta mañana cuando la dejé estaba muy bien. ¿Por qué me