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La última aventura del capitán Vasconcelos
La última aventura del capitán Vasconcelos
La última aventura del capitán Vasconcelos
Ebook75 pages1 hour

La última aventura del capitán Vasconcelos

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About this ebook

«No quiera saber vuestra merced cuál es el destino de vuestra familia, porque en cuanto a su abuelo alguna idea tuvo, pero quizá le hubiera valido lo mismo no saber nada. No en vano su barco se llamaba "Fatum", como los antiguos romanos se empecinaban en nombrar a ese destino terco y plomizo que descendía desde el Olimpo hasta sus miserables vidas. Destino; ¿es que acaso conoce vuestra merced lo que significa esta maldita palabra? Me caiga yo mil veces de bruces a tierra si lo sabe. Cuando acabe de leer este relato habrá averiguado por las malas su sentido. Así son los hechos descarnados de los cuales yo fui testigo.»

LanguageEnglish
Release dateJun 5, 2018
ISBN9780463936887
La última aventura del capitán Vasconcelos
Author

Sergio Gómez Moyano

Sergio Gómez Moyano nació en Barcelona, es licenciado en Filosofía y doctor por la Universidad Abat Oliba de Barcelona. Ha estudiado humanidades en Salamanca, ha ejercido la docencia en Estados Unidos y actualmente es profesor de la Universidad Abat Oliba. Defendió su tesis con el título “La imagen del mundo en Robert Hugh Benson”. A partir de esta investigación ha realizado diferentes publicaciones relacionadas con el autor como recensiones, artículos, introducciones de libros y traducciones.

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    La última aventura del capitán Vasconcelos - Sergio Gómez Moyano

    LA ÚLTIMA AVENTURA

    DEL CAPITÁN VASCONCELOS

    ÍNDICE

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    La última aventura del capitán Vasconcelos es una obra de Sergio Gómez Moyano.

    Todos los derechos reservados.

    © Sergio Gómez Moyano, 2018

    Publicado en España por Sergio Gómez Moyano.

    Más información en sergiogomezmoyano.com

    I.

    Mucho tiempo ha transcurrido desde que, por primera vez, se me ocurrió la idea de enviar a vuestra merced unas líneas relatándole los sucesos que acontecieron, cuando con vuestro abuelo, el capitán Vasconcelos, zarpábamos los mares del mundo todo. Ya sé que vuestra merced jamás lo conoció y que ha buscado febrilmente las verdaderas causas de su muerte; un afán lleno de estériles investigaciones que no han conducido más que a descabelladas conjeturas, todas contradictorias, todas misteriosas, pero ninguna convincente. Y hoy, cuando mi vida acaricia el fin, me he decidido a remitirle mi historia, como testigo de todos los hechos que envuelven la desaparición del capitán Vasconcelos. Vuestra merced sea indulgente, pues lo que pretendía que consistiese en un par de pliegos, se ha extendido tanto como una edición en verso de las obras completas del santo Agustín de Hipona, que para desgracia de los bachilleres parece que se pasó la vida manchando hojas con letras.

    Antes de comenzar la narración conviene que vuestra merced se vaya familiarizando con estas coordenadas: 22º16’ de latitud sur y 68º31’ de longitud este. ¿Le suenan? Seguramente no y no se lo recrimino. Si tiene vuestra merced un mapa o un globo terráqueo a mano, no se moleste en localizarlas; y, ahora mismo, si dispone de barco y ganas para viajar no se desplace hasta allá, perdería el tiempo. De verdad, sé de lo que estoy hablando; que a servidor le funciona bien la sesera. Allí no hay más que un pedazo de océano... o sea, agua salada, que para el caso es lo mismo que nada. Así es, se trata de una porción de agua de ese Mar del Sur u Océano de las Indias que abarca todo el sur de la Indonesia, la India y la Asia y baña las costas del oriente africano. Ese lugar se encuentra a más de mil millas de cualquier costa cristiana o infiel. De momento, son unos metros cuadrados de agua marina, pero le aseguro que al final de mi relato, no lo dude, querrán decir mucho para vuestra merced.

    Y si me permite, presentaré a este saco de ancianos huesos que está sacando fuerzas de sus riñones, los únicos órganos que aún me funcionan bien, para poder llevar a buen término este escrito. Su abuelo me llamaba Grumete o Muchacho, aunque mi nombre es Andrés. Y para aquella mi edad, mucho mejor me quedaba un ven acá, grumete, que un ¿qué has hecho con las patatas, Andrés?. Vuestra merced me comprende, ¿verdad?

    Conocí al capitán cuando acababa de cumplir dieciséis año y mi cara todavía lucía una pléyade de pecas, que yo odiaba con toda mi alma. Apenas mi madre me echó al mundo, el granuja de mi padre, según me contaron, se marchó y yo ni siquiera supe qué aspecto tenía. Si se está pudriendo en el infierno, seguramente se lo habrá merecido, porque al poco, mi pobre madre murió de tristeza, y a mí me acogieron en un orfanato estatal lóbrego e inmundo, cuidado por unas institutrices a las que debíamos llamar con agradecimiento y reverencia doñas; y que me perdonen si creo que a veces merecían otro tipo de apelativo. Pero, como dicen que no hay mal que por bien no venga, allí desarrollé capacidades de astucia que difícilmente habría logrado viviendo ricamente en una casa con todas las comodidades.

    La mejor amiga de mis compañeros huérfanos y la mía misma era el hambre, que se nos aparecía cada día y se nos acercaba hasta que podíamos oler su aliento de muerte. Poco podían hacer a este respecto las pobres institutrices. Ellas se dedicaban a administrar las ayudas que les llegaban de manos generosas; y por justicia a la verdad debo decir que ellas estaban tan delgadas como nosotros. De todas formas, a mí se me partía el alma cuando veía a otros más pequeños que yo llorando o desfalleciendo por falta de alimento. A todos se nos espabilaba la mente y organizábamos planes geniales para hurtar unos mendrugos más de pan o unas patatas. Una vez nos apropiamos el suministro de pan del día delante mismo de la doña Úrsula, la directora. Hacía dos semanas que había colocado espías en zonas clave del edificio para observar el trayecto de la preciada mercancía. Mientras transportaban el pan siempre había al menos dos personas con él, así que el mejor momento para asaltar el convoy era en la cocina, su destino final. Además, la cocinera, la doña Soledad era tan ingenua como un bebé; sería fácil distraerla. Escogimos un día y nos preparamos para el golpe. Pero dio la casualidad de que ese día la doña Soledad había ido a comprar y la estaba sustituyendo en las labores culinarias ni más ni menos que la doña Úrsula. Nos asustamos un poco cuando al entrar nos encontramos cara a cara con aquel hueso de colmillo largo y vestido

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