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La Maldición Balborita: Dragones de Durn Saga, #4
La Maldición Balborita: Dragones de Durn Saga, #4
La Maldición Balborita: Dragones de Durn Saga, #4
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La Maldición Balborita: Dragones de Durn Saga, #4

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About this ebook

La Maldición Balborita es el cuarto libro en la serie más vendida - Los Dragones de Durn de Kristian Alva.

 

Después de cinco años de tranquila paz todo ha cambiado rápidamente. El Reino Enano se desmorona en medio de una guerra civil, la peor separación de los clanes en mil años. Con los clanes debilitados por la guerra civil, todo el Reino Enano se vuelve vulnerable. Tallin Arai, el jinete de dragón, debe dejar la ciudad de Parthos y el desierto que tanto ama, su cabeza tiene un precio. Los primeros sospechosos son los Balboritas – magos que son entrenados especialmente para matar. Tallin emprende un viaje para tratar de evitar una guerra civil entre los enanos y acabar con los Balboritas de una vez por todas.

 

¿Será Tallin lo suficientemente fuerte para sobrevivir a lo que se avecina?

LanguageEnglish
Release dateJul 21, 2015
ISBN9798201602932
La Maldición Balborita: Dragones de Durn Saga, #4
Author

Kristian Alva

Kristian Alva is a bestselling fantasy author. Her books have reached #1 in Juvenile Fantasy on Amazon UK and Amazon Australia. When she's not writing, she enjoys reading all genres, especially epic fantasy. She lives in Nevada with her family.

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    La Maldición Balborita - Kristian Alva

    Libros de Kristian Alva

    DRAGONES DE DURN

    Dragones de Durn, Libro Uno

    El Retorno de los Jinetes de Dragón, Libro Dos

    El Emperador Inmortal, Libro Tres

    La Maldición Balborita, Libro Cuatro

    La Ascensión de los Maestros de la Sangre, Libro Cinco

    La Redención de Kathir, Libro Seis

    Enemigos en las Sombras, Libro Siete

    La Destrucción de Miklagard, Libro Ocho

    La Traición, Libro Nueve

    NOVELAS

    El Nido: Las Aventuras de los Dragones de Durn

    La Bruja de las Cavernas (próximamente)

    Nydeired (próximamente)

    TRILOGÍAS

    Los Dragones de Durn Saga, Trilogía

    Las Crónicas de Tallin, Trilogía

    Magos Rebeldes, Trilogía

    Aviso de Copyright

    LA MALDICIÓN BALBORITA

    Los Dragones de Durn Saga, Libro Cuatro

    ©2015. Primera Edición. ©2020. Segunda Edición. Byzine Licensing.

    Este libro contiene material protegido por leyes y tratados sobre Copyright nacionales e internacionales. Cualquier reimpresión no autorizada de este material está prohibida. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida sin el consentimiento expreso por escrito de la empresa editora. Impreso en los Estados Unidos de América. The Dragon Stones Saga es una marca registrada ® en los EEUU.

    Editor: Moisés Serrato, Traductor: Mario Gómez

    Descubre más sobre la autora en su página web oficial: www.KristianAlva.com.

    DEDICADO A MIS HIJOS, los dragoncitos más dulces de todos.

    MAPA

    1. Contrabando de Kudu

    TALLIN CONTEMPLABA las Arenas de la Muerte, con los brazos cruzados sobre el pecho. Incluso durante la primavera, el desierto era un lugar hosco, pero él amaba su austera belleza. Matorrales secos y un puñado de persistentes cactus amarillos salpicaban el paisaje, y en los límites del horizonte se divisaban interminables extensiones de dunas doradas. La mirada del jinete llegaba muy lejos a través de aquel limpio y cálido aire. El amanecer se había convertido en un mediodía cegador, y el calor era ya lacerante.

    El sudor de su frente hacía que se le pegaran a la piel mechones de su pelo rojizo. Un viento abrasador, cargado de polvo, se arremolinaba contra la muralla, dejando una arenilla cobriza por todos lados. El cielo sin nubes era intensamente azul, centelleando como un océano de violetas.

    Tallin era un enano mestizo, nacido y criado con los suyos en el Monte Velik, pero ya en sus años adultos había llegado a la soledad del desierto, y desde hacía mucho tiempo consideraba aquel sitio su hogar.

    La brisa mecía suavemente un pendón naranja y azul, los colores oficiales del reino, que también podían verse en sus ropas, bordados en las mangas de su túnica y envolviéndole la cintura en un cinturón de cuero entrelazado.

    Tallin acarició con el pulgar el anillo que llevaba en la mano opuesta, un regalo que el rey le había dado años atrás. Era una banda de oro coronada por un gran zafiro central, rodeado por un elaborado conjunto de pequeños citrinos. El metal tenía grabada la figura de un pequeño dragón negro, que también lucía bordada en la esquina de su solapa izquierda. Aquel símbolo representaba el reino unificado de Parthos y Morholt; una tierra en paz, al menos por el momento.

    El jinete se apoyó contra la pared, mirando el terreno que se extendía ante él. Un único camino, empedrado con adoquines, descendía desde las dunas hasta la puerta principal. Frente a ella, cientos de visitantes formaban una fila de más de media legua, esperando a que los registraran; cada persona, carro y animal que entraba en la ciudad debía ser examinado.

    Los soldados apostados en la puerta realizaban su trabajo de forma metódica y eficiente. Un hombre de mediana edad se acercó con un carromato, y aunque registraron todos los cestos que transportaba dejaron pasar a sus hijos sin decirles nada. Pese a la larga espera y el opresivo calor, los viajeros eran pacientes y no había quejas.

    Tallin llevaba días controlando las puertas de la ciudad, observando minuciosamente a la multitud. Su compañero, el dragón de zafiro Duskeye, reposaba su enorme cuerpo bajo un dosel cercano. Alzando su largo cuello y parpadeando perezosamente con su ojo bueno, también observó durante unos instantes el paisaje al pie de las murallas.

    Duskeye y Tallin estaban vinculados como jinete y dragón; la piedra tallada que relucía en la base de sus gargantas verificaba aquel lazo permanente. Como todos los jinetes y dragones, Tallin y Duskeye habían hecho voto de defender la ciudad, así como el desierto que la rodeaba. Parthos era una majestuosa fortaleza, tallada en la misma montaña. Su diseño era un asombroso logro arquitectónico, concebido para soportar tanto un asedio como la constante erosión provocada por su riguroso entorno.

    Un laberinto de acueductos cubiertos, alimentados por un profundo manantial subterráneo, garantizaba que la ciudad siempre dispusiera de agua potable y limpia. Plantas resistentes a la sequía eran cultivadas en unas terrazas esmeradamente dispuestas en la escarpada falda de la montaña, maximizando así la cantidad de tierra cultivable y reduciendo la pérdida de agua.

    Los camellos pastaban en el exterior de la ciudad, comiéndose los arbustos espinosos que crecían en aquel árido clima. Mujeres nómadas iban detrás de las manadas con cestos de paja, recogiendo su estiércol. Mediante técnicas de presión, los nómadas fabricaban con él unos pulcros ladrillos que vendían en el mercado callejero, y que eran usados como un eficiente combustible para cocinar. Estos ladrillos ardían lentamente, sin producir prácticamente humo, haciendo la leña innecesaria.

    Tallin volvió la mirada hacia un viejo acuartelamiento en el exterior de la ciudad, que ahora servía también como campamento improvisado para los mercaderes extranjeros que comerciaban con el reino. Una variedad de tiendas y hogueras se extendía por el mismo.

    En ese instante se escuchó un clamor en la entrada de la ciudad: un anciano gritó algo ininteligible, y un chirrido metálico cortó el aire cuando uno de los guardias desenfundó su espada.

    Duskeye se asomó sobre las murallas y miró hacia el suelo. ¿Qué está pasando en la puerta?

    Tallin se inclinó para ver mejor. Duskeye, vamos para allá, está ocurriendo algo raro.

    El dragón bajó el lomo para que su jinete pudiera montar sobre su silla de cuero y alzó el vuelo. Tras describir unos círculos en el aire, aterrizaron junto al puesto de guardia con un golpe seco y fuerte, levantando una buena polvareda. La multitud se calló al instante, separándose para dejarlos pasar. Muchos inclinaron la cabeza en señal de respeto, y algunas chicas rieron nerviosamente y saludaron con la mano, tratando de llamar la atención del jinete.

    Tallin se dirigió a uno de los soldados de la puerta. ¿Qué pasa aquí?

    A unos pasos de ellos, varios guardias tenían bajo custodia a alguien, un nervioso mercader que despedía un olor a polvo y transpiración. Este hombre es un contrabandista, señor, dijo uno de los centinelas. Lo registramos y encontramos esto. El soldado con piel de ébano le entregó un frasco de cristal a Tallin.

    El jinete reconoció el material y arqueó las cejas, sorprendido. Era cristal balborita, inigualable en belleza y resistencia; diseñado para contener el más letal de los venenos. También era ilegal. Agarrándolo entre el pulgar y el índice, lo alzó contra el sol. La luz reflejaba el líquido aceitoso de su interior, que emitía un ligero brillo perlado. Inmediatamente supo lo que era.

    Los curiosos alargaban el cuello para ver qué pasaba, aunque manteniéndose a una distancia prudencial. Una anciana alcanzó a ver el frasco, y abrió los ojos de par en par. ¡Es aceite de kudu! ¡Le han encontrado kudu!, gritó, y un agitado rumor recorrió la multitud.

    Aquella mujer tenía razón: se trataba del letal aceite de kudu. Una sola gota era mortal, y un frasco de ese tamaño podía acabar con la vida de cien hombres. Los ciudadanos presentes murmuraron entre sí, con una mezcla de excitación y miedo.

    El acusado se dejó caer de rodillas. ¡Soy inocente, soy inocente! ¡No he hecho nada, lo juro!, sollozó.

    Tallin decidió que era mejor sellar la ciudad. Cerrad las puertas, nadie debe entrar en Parthos. Desnudad a este mercader, registrad sus bolsas y traedlo tras los muros. Ahora es nuestro prisionero.

    ¿C-cómo? ¿Pero por qué?, balbució el hombre. ¿Qué pasará con mis camellos?

    El jinete le lanzó una mirada fulminante y se volvió nuevamente hacia los guardias. Destripad a sus camellos y buscad ampollas en las entrañas.

    ¿Destriparlos? ¡¡No podéis matar a mis camellos!!

    Como ordenéis, mi señor, dijeron los soldados, ignorando al ya histérico prisionero. El guardia hizo sonar un pequeño cuerno, y cuatro centinelas más aparecieron al instante, sujetando al detenido por los brazos y llevándoselo al interior de la ciudad.

    Tallin se dirigió a la multitud. ¡Ciudadanos y visitantes! Podéis plantar vuestras tiendas en el exterior si queréis, pero nadie más pasará hoy por estas puertas. Serán reabiertas mañana al amanecer. Si necesitáis agua para vuestros animales, pedidla y un guardia os la traerá.

    Tras hacer una ligera reverencia con la cabeza e indicar a los presentes que se marcharan, se fue a supervisar el sellado de las puertas. Se produjeron algunas protestas, pero la multitud se dispersó silenciosamente en poco tiempo. Algunos desenvolvieron sus tiendas para pasar la noche, mientras que otros prefirieron volver por donde habían venido.

    Detrás de los muros, el prisionero se resistía a que se lo llevaran, y dos soldados se esforzaban por retenerlo. ¡Dejadme en paz!, gritó. ¡Esto es una locura! ¡Exijo una audiencia con la regente!

    Guarda silencio, dijo uno de los guardias dándole un golpe en la cabeza, logrando solo que se resistiera más.

    ¡No me toquéis, sucios tipejos! ¡Soltadme! ¡¡Soltadme!!, gritaba mientras hacía todo lo posible por liberarse.

    ¡Estate quieto, idiota!, le espetó el otro guardia, sin lograr calmarlo tampoco.

    Tallin decidió que ya era suficiente, y se acercó a los soldados. Yo me ocuparé de él, dijo, alzando una mano resplandeciente.

    El mercader se quedó paralizado y abrió los ojos con expresión alarmada. ¿Q-qué vas a hacerme?, dijo entrecortadamente.

    ¡Hilfaquna!, exclamó Tallin, formulando un simple hechizo. Inmediatamente, el hombre perdió las fuerzas y se quedó inconsciente. Los soldados se lo llevaron a los calabozos, arrastrándole los pies por el suelo.

    El reo no daría problemas por el momento, pero los demás jinetes debían ser avisados. Cerrando los ojos, Tallin proyectó su mente en la distancia, tratando de enlazar sus pensamientos con los de Sela Matu, la líder de los jinetes de dragón. La localizó patrullando la frontera Norte con su dragona, Brínsop, y contactó con su consciencia suavemente.

    Sela se encogió un instante, y Tallin percibió de inmediato cómo el poder de la amazona empezaba a consumirse. Ella siempre había tenido dificultades con la comunicación telepática, por lo que el intercambio debería ser breve.

    Sela, los guardias han atrapado a otro contrabandista en la puerta. El jinete sintió la alarma que la noticia produjo en su líder.

    ¿Otro traficante de kudu?, preguntó Sela. Es el segundo de este mes. Ya no hay duda, esto no puede ser una coincidencia: alguien está intentando atacar Parthos desde dentro.

    ¿Quieres que contacte con los otros jinetes?

    No, lo haré yo misma. Separa a ese contrabandista de los demás prisioneros, lo interrogaré personalmente. Estoy cerca del Bosque Muerto, iré para allá tan rápido como pueda. Tras esas palabras, interrumpió el contacto abruptamente.

    Aquello divirtió a Tallin, y unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas; siempre era así con Sela. Pero pese a cualquier limitación que pudiera tener como telépata, era la mujer con más carisma que conocía. Su calidez y vitalidad inspiraban a los que la rodeaban, y parecía poseer una energía ilimitada.

    Actuando como regente del rey, Sela gobernaba Parthos, mientras que su hijo, el Rey Rali, dirigía el reino desde la ciudad capital de Morholt. Bajo su mandato unido, ambos enclaves habían disfrutado varios años de paz y tranquilidad.

    Desafortunadamente, tras aquel benigno periodo, las cosas estaban cambiando rápidamente para mal. El reino de los enanos estaba sumido en el caos, debido al peor cisma entre clanes de los últimos mil años. La casta más baja, el enorme Clan Vardmiter, se había segregado de los demás, abandonando su hogar ancestral en el Monte Velik para buscar un nuevo baluarte.

    Siendo mestizo, Tallin había tratado de propiciar un acuerdo entre las facciones enfrentadas, pero el cisma parecía ahora permanente, y con ambos reinos debilitados por aquella guerra toda la raza era vulnerable. Por separado, los clanes nunca serían capaces de defenderse de un ataque, especialmente si era lanzado por los orcos, que habitaban en el oeste. Tallin casi podía ver a Nar, el rey orco, frotarse las manos con deleite mientras planeaba el asalto a los enanos, sus más antiguos y odiados enemigos.

    Las cosas también habían cambiado en la ciudad. Durante décadas, Parthos había funcionado como si estuviera bajo asedio permanente. Pero tras unos años de paz, aquella actitud de alerta exacerbada había desaparecido, y la gente se había vuelto complaciente y perezosa. Tallin veía laxitud por todas partes; incluso los soldados se habían relajado en sus funciones.

    Además de esto, el número de comerciantes forasteros se había duplicado. Los puestos callejeros rebosaban de mercancías de todo el continente, lo cual resultaba emocionante para los ciudadanos de Parthos, muchos de los cuales nunca habían visto aquellos exóticos bienes. Donde antes solo había un tipo de tela para elegir, ahora había veinte.

    Las mujeres podían comprar togas de seda, encajes y joyas; y si antes solamente se encontraban los alimentos más básicos, como mantequilla de camella y carne seca, ahora había también exóticas especias y frutas raras. Quizá lo más sorprendente era que algunos comerciantes habían comenzado a vender piezas de cristal, iridiscentes y de vivos colores. Cuando Tallin les preguntaba por su origen, le respondían de forma vaga y defensiva, diciendo tan solo que eran importadas del Norte.

    Aquel material se parecía sospechosamente al elaborado por los balboritas, y aunque las armas de cristal estaban proscritas en todo el continente, había sido imposible prohibir la venta de todo objeto fabricado con él; incluso pagando unos precios exorbitantes, las mujeres parthinianas estaban desesperadas por poseer aquellas delicadas piezas y usarlas en sus hogares.

    El jinete sacó de su bolsa el vial confiscado al mercader y lo hizo rodar sobre su mano, observando el viscoso fluido de su interior. No se atrevía a abrirlo, pues aquel aceite era peligroso incluso aunque no se ingiriese. Duskeye alargó el cuello y examinó el líquido con su ojo. Tras olisquear el aire unos instantes, arrugó el morro. Incluso dentro de ese frasco de cristal, percibo su olor.

    ¿Cómo huele para ti?, le preguntó Tallin.

    Como fruta podrida, pero es un aroma sutil. El aceite de kudu también es mortal para los dragones, en cuanto aprendemos a volar nuestras madres nos enseñan a evitar la planta. Así lo hizo la mía, lo recuerdo muy bien.

    Tallin asintió intrigado, esperando que Duskeye le contara más. Aunque habían estado vinculados durante muchos años, el dragón raramente hablaba de su familia; de los cuales ninguno de sus miembros había sobrevivido a las Guerras de los Dragones. Durante años, dragones y jinetes habían sido masacrados por millares, y ahora tan solo quedaba un puñado de ellos. Cuéntame, dijo Tallin quedamente.

    Duskeye calló un momento, contemplando el horizonte desértico. Su cavernosa voz se hizo casi un susurro. Veamos... cuando era tan solo un polluelo, mi madre nos llevó a mí y a mis compañeros de nidada fuera de la cueva. En la misma cima de la montaña crecían unas pocas plantas de kuduare, y ella nos las enseñó, diciendo que no debíamos tocarlas nunca. Tienen hojas azules y brillantes, y unas flores blancas en forma de campanilla. Uno de mis hermanos la desobedeció y estampó una de ellas con la pata. Se puso a chillar como un conejo asustado, porque el aceite le desprendió las escamas del pie inmediatamente. Estuvo aullando en la orilla del río más de una hora, remojándose la pata con agua. Por suerte se pudo enjuagar antes de que el aceite le llegara a la sangre. Nuestra madre le dio un buen coscorrón por su estupidez, y le quedó una cicatriz permanente en el pie.

    ¿Cómo se llamaba?, preguntó Tallin.

    Brundis, respondió Duskeye suavemente. Era un dragón zafiro, como yo, pero de un color algo más claro. Tenía un carácter terriblemente testarudo y rebelde, pero era el más guapo de nosotros con diferencia, y por eso mi madre era muy indulgente con él. Su vientre estaba cubierto de escamas multicolor, como un océano de flores. Ella solía decirle en broma que el Gran Dragón del cielo le había dado exceso de belleza y escasez de cerebro.

    ¿Qué le pasó?

    Duskeye suspiró. Era demasiado orgulloso para vincularse a un jinete, incluso a un elfo que lo deseó una vez por su belleza, así que siguió en estado salvaje, persiguiendo hembras y cazando. Unos mercenarios lo mataron durante la guerra, en la primera oleada de ataques. Estuve buscándolo hasta que encontré su cuerpo en las Montañas Elburguianas. Le habían cortado todas las garras como trofeos de guerra. Lloré su muerte, le hice una pira funeraria y quemé su cuerpo usando mi aliento de fuego.

    "¿Eso es una costumbre?

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