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Abismos
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Abismos

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Resumen de la novela Abismos.
Mara Martha Calvo

Parecera que la vida se ha empeado en empujarlas hasta el mismo borde, pero su inquebrantable unin salva, en mltiples ocasiones, de caer en las profundidades del abismo a las hermanas Queta y Tula. El hbito de tomarse de las manos desarrollado desde el vientre materno y comunicarse con palabras solo conocidas por ellas les proporciona la fuerza necesaria para enfrentar las situaciones angustiosas, poniendo una vez ms en evidencia el conocido vnculo que une a los mellizos.
Las aventuras y desventuras de Queta y Tula ofrecen al lector una gira turstica por diferentes localidades del Per, Espaa y Argentina, logrando esta novela su propsito de entretener al mismo tiempo que proporcionar informacin.
LanguageEnglish
PublisherXlibris US
Release dateFeb 28, 2014
ISBN9781493176533
Abismos
Author

Maria Martha Calvo

María Martha Calvo nació en Lima, Perú. Descendiente de una larga estirpe de abogados y escritores, su vida siempre ha estado ligada al arte y las letras. Cuando la insania del terrorismo hizo presa de su país, su esposo y ella decidieron emigrar a Canadá, donde residen desde 1992 con su familia. Hace unos años las dificultades de otras épocas, que todo nuevo inmigrante debe enfrentar y limitaron en gran medida su producción intelectual, dejaron de existir, permitiéndole dedicarse a tiempo completo a la literatura y la pintura. Ha producido cuatro novelas. Ciudad Madre es su primera publicación.

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    Book preview

    Abismos - Maria Martha Calvo

    Contents

    Agradecimiento

    Prólogo

    PRIMERA PARTE

    Capitulo 1

    Capitulo 2

    Capitulo 3

    Capitulo 4

    Capitulo 5

    Capitulo 6

    Capitulo 7

    Capitulo 8

    Capitulo 9

    Capitulo 10

    Capitulo 11

    Capitulo 12

    Capitulo 13

    Capitulo 14

    Capitulo 15

    Capitulo 16

    Capitulo 17

    Capitulo 18

    Capitulo 19

    SEGUNDA PARTE

    Capitulo 20

    Capitulo 21

    Capitulo 22

    Capitulo 23

    Capitulo 24

    Capitulo 25

    Capitulo 26

    TERCERA PARTE

    Capitulo 27

    Capitulo 28

    Capitulo 29

    Capitulo 30

    Capitulo 31

    Capitulo 32

    Capitulo 33

    Capitulo 34

    Capitulo 35

    Capitulo 36

    Capitulo 37

    Capitulo 38

    DEDICATORIA

    Dedico mi tercera novela a todos aquellos que no creyeron en mí, a aquellos que no esperaron que lograra publicar mis libros, a todos los que no leyeron las dos primeras, «Ciudad Madre» y «El Parque de los Sueños», a todos ellos les dedico «Abismos».

    AGRADECIMIENTO

    Agradezco a mi esposo, José Luis Calvo, por animarme a hacer realidad mi sueño y brindarme su invariable apoyo y colaboración.

    PRÓLOGO

    Tratando de enfrentar la furia de la naturaleza —desatada con violencia aterradora unos momentos antes— y en medio de la profunda oscuridad que las envolvía, las espantadas hermanas se cogieron instintivamente de las manos. El sismo que parecía no tener fin las sacudía, las empujaba, las estrujaba, las atrapaba y las volvía a soltar; reteniéndolas y liberándolas sólo para volver a lanzarlas en diferentes direcciones y nuevamente capturarlas, como pelotas en las manos de un enardecido malabarista. Las convulsiones eran tan poderosas, que inexorablemente las iban arrancando de todo lo que hasta hacía sólo unos segundos constituyó su hogar, su mundo, su seguridad, sin que sus esfuerzos por aferrarse a algo que detuviera su frenético descenso tuvieran el menor éxito. Sin control, continuaron rodando y dando tumbos hacia el tenebroso abismo, al final del cual las esperaba una luz brillante, tan cruda y amenazante, que no se asemejaba a nada que hubieran conocido anteriormente.

    Por si fuera poco, cada cierto tiempo oían gritos y lamentos desgarradores. ¿Serían de alguien que, como ellas, estaba siendo arrastrado por la poderosa avalancha? Las interrogantes continuaban sin fin. ¿Qué estaba pasando? ¿Así era la muerte? ¿Había llegado el final de su existencia?

    Hacía sólo unos instantes, nada hubiera parecido capaz de alterar la sensación de bienestar de las dos hermanas que, cómodamente instaladas una al lado de la otra, disfrutaban esa tarde. Su mutua compañía y el ambiente que las rodeaba en su remoto refugio privado, el acompasado sonido de las olas, el ritmo del tam-tam cadencioso y el canto suave y armonioso de aquella voz que habían escuchado desde siempre, contribuían al efecto calmante y placentero.

    Repentinamente, la inesperada y brutal sacudida había interrumpido la música suave, el familiar tam-tam, la placentera semioscuridad y los sonidos amortiguados, sustituyéndolos por una cacofonía de voces estentóreas y desconocidas, pitidos y ruidos agudos de máquinas. Seguramente, pertenecían a personas buscando a otros que, como ellas, se hallaban perdidas en medio del caos desatado. ¿Serían capaces de salvarlas los dueños de aquellas voces?

    Como si el horror fuera poco, de un momento a otro notaron que, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse unidas, una nueva fuerza a la que ninguna resistencia podía ser ofrecida, las iba separando una de la otra. Por primera vez, también, advirtieron los golpes y lastimaduras que la interminable rodada les producía y que les estaban haciendo mucho daño. Los latidos de sus corazones, ya de por sí bastante acelerados, empezaron a dispararse. El mundo ideal en el que habían vivido hasta ahora, se desmoronaba.

    PRIMERA PARTE

    -1-

    De repente un dolor indescriptible hizo presa de una de las hermanas: era como si estuvieran tratando de arrancarle la cabeza y los miembros con una tenaza gigantesca. Nunca hubiera creído posible tal sufrimiento. Una última sacudida, en medio del intolerable dolor, la expulsó finalmente del túnel hacia la luz que tanto temor le había inspirado. Otros sonidos desconocidos y desagradables, metálicos, como de campana rajada, producidos por los instrumentos ginecológicos al ser arrojados a una cubeta de acero, le producían sobresalto tras sobresalto…

    Segundos después alguien le golpeaba fuertemente el pecho y espalda. Abrió la boca para gritar, pero otra sensación tan dolorosa, desconocida y angustiosa como las anteriores, la asaltó. Por primera vez entraba el oxígeno a sus pulmones, esto era mucho más de lo que su paciencia, ya bastante menguada, estaba dispuesta a soportar y como era una bebé robusta y vigorosa, sentó su protesta enérgicamente emitiendo un chillido tan estridente que provocó las sonrisas aliviadas del equipo médico.

    Al llegar su turno, la segunda bebé mostró desde el primer momento su carácter desconfiado. Estaba segura de que la única compañera que había conocido toda su vida, a la que ya no podía oír ni tocar, había muerto en la catástrofe y no quería ver lo que le esperaba a ella.

    Cerró los ojos esperando el golpe mortal, resignada de antemano a ser la próxima víctima. Al cabo de un rato la curiosidad la obligó a abrir uno, sólo para descubrir a los fantasmones sin rostro, vestidos de verde, dueños de las voces desaforadas, que le propinaban varias palmadas para obligarla a tomar su primera bocanada de aire, solamente dejando de hacerlo cuando el color azulado de sus labios y tez comenzó a tornarse rosado. Tuvieron que pasar quince días más antes de que se animara a abrir el otro ojo.

    Sus torturadores después de una serie de intromisiones vejatorias en su anatomía, en los que le insertaron aparatos de succión por la nariz, la boca y las orejas, examinaron todos sus restantes orificios, untaron sus ojos con una grasa que le producía un ardor insoportable y pasaron por todo su cuerpo trapos ásperos que le lastimaban la piel, completaron la humillación posándola desnuda y tiritando de frio, en una superficie helada:

    — «Bebé número uno, tres kilos setecientos veintiséis gramos» —informó una persona de mandil verde a otra que hacia anotaciones en un pedazo de papel sujeto a una tablilla—.

    —«Bebé número dos, dos kilos novecientos veinte gramos» —anunció una tercera.

    Sin perder un momento más, las damas de verde las envolvieron en mantitas tibias y las colocaron, maravilla de maravillas, junto al conocido y cálido ser que les cantaba hasta hacía tan poco tiempo, al ritmo del también archiconocido tam-tam, de los que les parecía haber estado separadas una eternidad.

    —En ese momento se dio cuenta de que su compañera todavía estaba viva y sintió renacer sus esperanzas. Felices con la oportunidad que se les ofrecía de estar juntas otra vez, olvidaron el tormento anterior y se adormecieron en los brazos de su madre.

    -2-

    Prácticamente desde el primer vagido se pudo notar la diferencia entre las hermanas. No se parecían físicamente ni tenían el mismo temperamento y con cada día que pasaba, los contrastes se hacían más evidentes. Mientras una emitía una especie de maullido como el de un gatito adolorido y se dormía contenta con el sólo hecho de estar alimentada y limpia, los berridos de la otra ponían de vuelta y media a toda la casa. Ella no se contentaba con tan poco: se ponía roja de indignación y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones si alguien no corría a su lado inmediatamente para levantarla de su cuna y hacerle arrumacos. Su padre, don Humberto Delgado, las inscribió en el Registro de Nacimientos con los pomposos nombres de María Enriqueta y María Gertrudis, pero sus nombres de pila rara vez fueron usados. Desde el primer instante fueron Queta y Tula para todos.

    Quizás debido a la memoria ancestral que se dice une a los mellizos, ambas atesoraban y añoraban el aislamiento que habían compartido en el vientre materno y en el afán de querer preservarlo, fueron inseparables desde el día que nacieron. Como un complemento a su primigenia forma de comunicación —tomarse de las manos— en sus primeros dos años de vida desarrollaron un lenguaje especial con el que se enfrascaban en largas conversaciones que nadie más podía entender, a pesar de que resultaba claro para sus padres y otras personas que las observaban, que estaban intercambiando ideas y disfrutando mucho con su diálogo. Sus reacciones a lo que se estaban «diciendo» —risas y muecas— no dejaban lugar a dudas. No empleaban ninguna palabra que pudiera asociarse al castellano que escuchaban en casa, es más, los sonidos difícilmente se podían catalogar como palabras. El lenguaje compuesto por monosílabos, ruidos onomatopéyicos, expresiones faciales, corporales o ademanes con las manos, fue evolucionando con ellas al punto de hacer innecesarios los vocablos. Se comunicaban con una mirada, con un gesto o a veces con una de sus frases inventadas que manifestaban todo lo que tenían que decirse en un instante. Gradualmente lo fueron perfeccionando, añadiéndole expresiones castellanas pero enunciadas al revés, así mesa se convirtió en «same», libro en «broli», pájaro en «rojapa» y ventana en «nataven», que intercalaban con sonidos inventados para expresar admiración, interrogación o estados de ánimo. De repente una decía: «¿Borozo?¹» a lo que la otra contestaba: «¡Sazó!» ² dejando al resto preguntándose qué se habrían dicho cuando las veían marcharse muy contentas a jugar en el jardín donde continuaban su original diálogo:

    —«Sanamarada de Bedekus»³— a lo que la otra contestaba:

    — «Gerbloides, estocojite »⁴.

    — « Goten breham, ¿Mosva a merco a la nacico»?

    —«!Piki Tikis⁶ y las dos se dirigían hacia la cocina

    Llegaron a dominarlo con tanta fluidez que muchos, creyendo que se trataba de un idioma extranjero poco conocido, les preguntaban en qué país habían nacido.

    -3-

    El error quedó probado con las privaciones sufridas a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. No era racional seguir dependiendo íntegramente del extranjero para la adquisición de artículos necesarios para la vida diaria —el país debía ser autosuficiente—. Había que crear nuevos puestos de trabajo y para eso era necesario fomentar la creación de nuevas empresas. En la realidad se crearon muy pocos empleos, con lo que se ensanchó más aun la brecha entre los trabajadores, sin medios para cubrir las necesidades más elementales de sus familias, y los dueños del capital que vieron fortalecidas sus ociosas fortunas y, empecinados en ignorar la nueva realidad, continuaron manteniendo a sus hijos en un limbo permanente seguros de que nunca nada iba a cambiar.

    Queta y Tula no fueron la excepción a la regla. Durante sus primeros años sus padres las mantuvieron en la proverbial burbuja. Ellas no notaban las diferencias porque solamente alternaban con niñas de su misma clase social y económica, pero una vez que ingresaron al colegio, al tiempo que estudiaban las materias curriculares, aprendieron que había dos clases de personas. Precisamente, al otro lado del patio de recreo, donde ellas no podían pasar sin permiso expreso de sus profesoras, estaba el ejemplo: descubrieron que había un colegio para «niñas pobres», mantenido por el colegio «de las señoritas» —o sea el suyo—.

    Mientras que a Queta el descubrimiento no le llamó la atención, a Tula la marcaría para siempre. Cada mañana las alumnas eran reunidas en el patio, donde se les hacía formar en fila para rezar innumerables oraciones, antes de comenzar el día de estudios. Dos veces al año, al final de esta asamblea matutina, hacía su aparición la monja superiora —más conocida como «Ma Mere»— y se embarcaba en la larga perorata —que ellas podrían repetir de paporreta como las tablas de multiplicar, porque siempre era la misma repetición de frases hechas y lugares comunes—. La introducción, invariablemente comenzaba: «Niñas, un momento de reflexión, por favor. Las que hemos disfrutado de todas las ventajas porque nacimos en el seno de familias bien constituidas», —bien constituidas significaba «adineradas»—. Seguía el acostumbrado sablazo: «Aunque este año haya sido especialmente difícil económicamente para nuestro querido colegio, —todos los años eran especialmente difíciles— no podemos eludir la responsabilidad, que nos ha sido impuesta por Dios, para con los más necesitados» La arenga llegaba a su clímax cuando «Ma Mere» proclamaba con voz teatral: «Debemos obedecer el ejemplo que nos dejó Jesús cuando, compartiendo cinco panes y dos peces, alimentó a una multitud ».

    Al llegar a este punto, su abotagada cara normalmente avinagrada, se permitía mostrar una ligera emoción.

    —«Por eso les pido que hablen una vez más con sus padres para que hurguen un poquito más en el fondo de sus bolsillos».

    Lo único que faltaba era darle interés a la charla con el obligatorio chistecito: «Algunos padres necesitan un golpecito en el codo» —que era festejado invariablemente, como si por primera vez lo escucharan— por todas las «meres» con su forma peculiar de reír: sacudiendo espasmódicamente los hombros, tapándose la boca con la mano y achinando los ojos, pero sin emitir ningún sonido. Las alumnas se preguntaban si alguna vez serían capaces de lanzar una buena carcajada, porque nunca las habían visto hacerlo.

    Al llegar a sus respectivos salones de clase después de la asamblea, las alumnas encontraban junto al pizarrón, una gran caja de cartón lista para recibir todos los útiles escolares gastados e inservibles: pedazos de lápices, borradores mordidos, tajadores sin filo, cuadernos ajados y garabateados, reglas dentadas, prácticamente toda la basura que ya no podía ser usada por las estudiantes del «colegio grande», se ponía en la ignominiosa caja y en un día señalado, bien uniformadas con blusas de seda, falda y bolero de gabardina, sombrero y guantes blancos y con una monja a la cabeza de la fila, cruzaban el patio hacia el «colegio chico» y distribuían el contenido de la caja entre las «niñas pobres», que vestidas con un guardapolvo color caqui debían agradecer a las «señoritas» de palabra y con una venia, bajo la mirada vigilante y amenazadora de la monja.

    La humillante práctica quedó grabada para siempre en la mente de Tula, que después de dos o tres de estos episodios que la dejaban temblando de vergüenza se prometió en el futuro usar la poco ortodoxa práctica que le enseñó uno de sus primos:

    —«Cuando no quieras ir al colegio, duerme con una cáscara de plátano debajo de la axila. Amaneces con una fiebre de padre y señor mío». A ella nunca se le habría ocurrido cometer esa barrabasada, pero si era eso lo que se necesitaba para no tener que repetir el bochornoso evento, iba a caer enferma cada año por esas fechas.

    -4-

    Queta y Tula entraron a la adolescencia llenas de ilusiones con respecto a su vida futura. Como siempre, sus expectativas eran tan diferentes como ellas mismas. Una noche, cuando se preparaban para acostarse, Tula le confió a su hermana su anhelo secreto:

    —Queta, no les vayas a decir nada a nuestros padres todavía, porque pienso hacerlo yo misma cuando sea el momento oportuno, pero he estado pensando mucho y ahora estoy segura de mi vocación.

    — ¿Te vas a meter al convento? Le preguntó Queta, en el colmo de la alarma y a punto de sufrir un ataque.

    —No, no estoy tan loca; en estos últimos años de secundaria, como seguramente tu también habrás hecho, me he preguntado a menudo qué quiero hacer con mi vida en el futuro y he llegado a la conclusión de que no hay nada que me gustaría más que estudiar medicina. La biología y la enfermería siempre han sido mis clases favoritas, ¿te fijaste como aprendí enseguida a poner inyecciones en la naranja? Además, mere Marie Adèle me escogió para ponerle una de agua destilada en el brazo y la pobre, aun con el reumatismo que padece, me dijo que ni la había sentido.

    Hablando de la mere Marie Adèle, ella es una de las pocas monjas con verdadera vocación que he conocido. Es humana, nunca exagera en cuestión de rezos y cuando se dirige a nosotras lo hace con sencillez, no como las otras monjas que «nos hacen el favor» de dirigirnos la palabra.

    —Si, a mí también me gusta. Cuando nos habla de su niñez en Francia, se nota que su familia no era rica ni mucho menos, pero todavía se le hace agua la boca cuando nos cuenta de la taza de chocolate caliente y el bollo

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