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Mas Liviano Que El Aire
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Mas Liviano Que El Aire

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LanguageEnglish
PublisherXlibris US
Release dateJan 16, 2007
ISBN9781469101125
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    Mas Liviano Que El Aire - Nelson Montes-Bradley

    MAS LIVIANO

    QUE EL AIRE

    EDUARDO BRADLEY

    HISTORIAS CON GLOBOS

    Copyright © 2007 by Nelson Montes-Bradley.

    Library of Congress Control Number:   2006904053

    ISBN 10:   Hardcover   1-4257-1550-8

       Softcover   1-4257-1551-6

    ISBN 13:   Hardcover   978-1-4257-1550-2

       Softcover    978-1-4257-1551-9

    ISBN:    ebook   978-1-4691-0112-5

    All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the copyright owner.

    This book was printed in the United States of America.

    To order additional copies of this book, contact:

    Xlibris Corporation

    1-888-795-4274

    www.Xlibris.com

    Orders@Xlibris.com

    34240

    Contents

    A manera de prólogo 

    II 

    III 

    IV 

    VI 

    VII 

    VIII 

    IX 

    Anexos 

    Anexo I 

    Anexo II 

    Anexo III 

    Anexo IV 

    Anexo V 

    Anexo VI 

    Bibliografía 

    Endnotes 

    34240-MONT-layout.pdf34240-MONT-layout.pdf

    A la memoria de Cora Montes Bradley,

    amorosa archivista familiar,

    que alimentaba mi imaginación de niño

    hablándome de la hazaña andina de su tío Eduardo.

    Reconocimientos

    Al personal de la

    Hemeroteca Nacional

    Hemeroteca del Congreso de la Nación

    Biblioteca Mitre

    Biblioteca Nacional

    Biblioteca Argentina, Rosario

    Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia

    Museo de la Casa de Gobierno

    Departamento de Documentos Fotográficos

    del Archivo General de la Nación

    División de Estudios Históricos de la

    Fuerza Aérea Argentina

    Círculo de Suboficiales de las Fuerzas Armadas

    Museo Nacional y Centro de Estudios Históricos Ferroviarios

    Museo de la Fuerza Aérea Argentina, Morón

    Archivo General del Ejercito

    Fédération Aéronautique Internationale, Lausanne, Suiza

    Coupe Aéronautique Gordon-Bennett

    Vigo County Public Library. Terre Haute, IN, USA

    Special Collections Division

    Biblioteca Nacional de Chile

    Centro Nacional del Patrimonio Fotográfico. Chile

    Sección Periódicos y Microformatos

    Miami Public Library and Historical Museum Miami, FL, USA

    sin cuya colaboración gentil este trabajo hubiera sido imposible de realizar.

    Y muy especialmente a:

    Eduardo Bradley (h); Julio H. Bradley; Prof. Oscar Luis Rodríguez; Eloy Martín; Francisco N. Juárez; Eduardo Amores Oliver; David N. Lewis; Ilonka Csillag; Gonzalo Mercado; Prof. Daniel Grilli; Raúl Angel Ceavarini; Angela Hernández; Roberto Aguirre; Abel Alexander; Yleana Ferrarese; David Kusrow; Oscar Antonio D’Amato; Carlos Alberto González.

    A mis hijos Saúl y Eduardo, por su soporte

    afectuoso y severa crítica.

    A Raúl C. Domínguez, por su inapreciable ayuda en la búsqueda de información en Mendoza y Santiago de Chile, y su oído dispuesto y gentil durante las interminables lecturas de borradores.

    A Ismael Viñas, por lo mucho que sabe y lo mucho que dá; sus oportunas intervenciones, advertencias, correcciones, anécdotas y consejos que hicieron de ésta una historia mejor contada

    Advertencia al lector

    El propósito de este libro es honrar la memoria de Eduardo Bradley y rescatar la epopeya del Cruce de los Andes en globo –hazaña que no sería jamás igualada– rindiendo homenaje a su compañero, el entonces capitán Angel María Zuloaga; como a todos aquellas personas que le impulsaron y asistieron para

    llevar adelante su histórica proeza; situando los hechos en

    contexto y proponiendo una visión ampliada del origen y de-

    sarrollo de la aerostación deportiva en el país, con sus deriva-

    ciones en lo militar y aerocomercial, en la primera mitad del

    siglo XX, cuando en Argentina parecía que todo era posible.

    N.M-B. Hallandale Beach, Florida, otoño boreal del 2005

    Abreviaturas utilizadas

    AGN Archivo General de la Nación,

    Departamento documentos fotográficos. Argentina.

    BANH Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia

    BCN Biblioteca del Congreso de la Nación. Hemeroteca

    BNA Biblioteca Nacional de Aeronáutica

    C y C Revista Caras y Caretas

    DLA Diario Los Andes. Mendoza

    HBN Hemeroteca de la Biblioteca Nacional

    FAA División de Estudios Históricos, Fuerza Aérea Argentina

    FAI Federation Aéronautique Internationale

    FTOB Fundación Thomas Osgood Bradley, Hollywood, Florida, USA

    MM Museo Mitre

    MNA Museo Nacional de Aeronáutica

    MPL Miami Public Library, Miami, Florida, USA

    PBT Revista P.B.T., Buenos Aires

    VCPL Vigo County Public Library, Terre Haute, Indiana, USA

    Esquema de un balón de hidrógeno (charliére)

    Image16871.TIF

    A manera de prólogo 

    "Conocemos bien las debilidades, los abandonos

    y los errores de los hombres; la literatura de

    nuestro tiempo muestra demasiada habilidad para

    denunciarlos. Lo que hace falta que nos muestren

    es el valor de la voluntad que se supera a si misma."

    —André Gide

    Los viñedos quedaron atrás sin que los pasajeros lo ad-

    virtieran. Con ellos se fueron, uno tras otro, el valle en-

    cantado de Uspallata, Punta de Vacas, Puente del Inca, Cruz de Caña, y mientras el Transandino proseguía su gradual trepada por la vertiente oriental de la cordillera hacia Las Cue-vas¹ , el paisaje quedó enclaustrado entre las altas montañas y las profundas quebradas que bordeaban el tendido férreo.

    Era la última etapa del viaje –olvidada ya la monotonía del infinito horizonte pampeano– y los viajeros percibían en su ánimo la presencia agobiante del macizo andino. Una creciente sensación de soledad, propicia para la introspección, ganaba sus espíritus en tanto el convoy ingresaba resoplando en la inmensidad granítica, despojada de verdes, elevándose metro a metro en procura del túnel internacional de más de tres kilómetros que los conduciría, salvando las altas cumbres, has-ta Los Caracoles –ya en tierra chilena– para desde allí iniciar el vertiginoso descenso a Portillo, Juncal² , Los Andes y Santiago, fin del itinerario y punto de partida de la gran aventura.

    Ensimismado, arropado en sus pensamientos, Eduardo Bradley se hallaba al pie del gigante que había venido a desa-fiar. El caballo de hierro jadeaba cuesta arriba y a través de la ventanilla del vagón, contemplaba absorto lo que sólo era menguado anticipo del dilatado espectáculo que habría de des-plegarse ante sus ojos más tarde, desde las alturas. Entre uno y otro puente –cruzando abismos– daba rienda suelta a su ima-ginación; de uno a otro túnel, horadado a pico y dinamita, contemplaba la visión fugaz y sobrecogedora de aquellos in-mensos menhires; colosales picos casi verticales, de laderas a-bruptas y gargantas inaccesibles. En suma, una geografía fasci-nante y hostil donde un eventual aterrizaje sería fatal. Certeza que lejos de atemorizarlo lo urgía, como espuelas aguijonean-do sus flancos, a acometer la hazaña.

    — . . . Si acaso un descenso accidentado –cavilaba– no aca-ba de una vez con nuestras vidas, no menos dura será la perspectiva de conservarlas, en este páramo inhóspito adonde nunca llegará auxilio humano con suficiente rapidez, cuando basta una noche de intemperie para helar a un hombre . . 

    Los baqueanos de la alta montaña, los arrieros y los contrabandistas –curtidos veteranos de la ventisca– afirman que la cordillera, en invierno, no devuelve a los hombres. No habían transcurrido aún cuatro meses desde el hallazgo del cuerpo congelado del infortunado Matienzo, sentado en una roca cerca de Las Cuevas, perdido en la cordillera desde el 28 de mayo del año 15. El recuerdo de su triste fin debe haber aleteado en la mente de quienes se proponían ahora desafiarla, de pie en una pequeña canasta tejida con mimbre del Delta, suspendida de un globo lleno de gas. A medida que el tren ga-naba altura, la temperatura exterior descendía. La naturaleza resetía, indómita, el atrevimiento del hombre de penetrar en sus dominios de nieve, viento y hielo.

    —¿Sería acaso éste el infierno de las sagas nórdicas . . . ?

    De tanto en tanto, al ingresar en zonas de sombra, el cristal de la ventanilla le devuelve su imagen reflejada. Eduar-

    do piensa en el regreso, que no sería dado abordo del confor-table vagón calefaccionado que ahora lo lleva –corriéndole al sol– hacia Santiago, en los primeros días de marzo de 1916. Y quien dice: los primeros días de marzo está diciendo, en cierto modo, los últimos días del verano…

    —¿y si hubiera demoras . . . ?

    —¿y si los fríos se anticipan, como a veces sucede . . . ?

    La aventura que Bradley se disponía a iniciar no podría inscribirse como una más de las ya cumplidas, destinadas a es-tablecer nuevos récords de altura o distancia con riesgos –si bien nada desdeñables– ciertos y acotados, ascendiendo hasta donde lo permitían los recursos de una aún limitada tecnolo-gía y las condiciones atmosféricas de la jornada, surcando te-rritorios más o menos conocidos. Esta vez se erguía ante él un adversario formidable. La misión emprendida sería la más au-daz hazaña deportiva y científica que nadie hubiera cumplido jamás en estas latitudes. Un reto. Una partida en la que se ju-gaba el todo por el todo y así lo advierte Bradley –piloto ex-perto– al joven y valeroso teniente 1° Angel María Zuloaga al proponerle ser su copiloto en la empresa, invitándole a

    34240-MONT-layout.pdf34240-MONT-layout.pdf

    " . . . compartir los laureles del triunfo o las consecuencias de la derrota que serían, sin duda alguna, la muerte" ³

    Ahora ambos viajan juntos, en busca de una respuesta a sus íntimos interrogantes.

    * * *

    Las lluvias de los días precedentes habían traído un po-co de alivio a los sufridos porteños; lluvias que anunciaban la llegada de días más frescos, de un otoño anticipado. Los mo-mentos previos a la partida del Nocturno a Cuyo, a las tres de la tarde del domingo 5 de marzo en la Estación Central de Re-tiro del Ferrocarril de Buenos Aires al Pacífico, se desdibujan en su pensamiento a medida que el tren N°5 sumaba kilóme-

    tros⁴ . Las despedidas en el andén; las advertencias afectuosas; alguna broma. El esperanzado adiós de amigos y colegas a quienes la distancia les impediriría expresar sus augurios en el momento del despegue en tierra lejana, se esfuma entre los a-compasados bufidos de vapor escapando de los pistones de la locomotora. A su convocatoria amorosa acuden dócilmente, una y otra vez, las imágenes de su esposa Agueda⁵ y sus pe-queños hijos, Ita y Eduardo, quienes quedaron en la casona fa-miliar de Quilmes esperando con ansiedad su regreso, cuando en realidad aún no había acabado de partir. Piensa Bradley en sus padres, Tomás y Mary Hayes, y en sus hermanos; sobre todo en Washington, sólo dos años mayor y solidario compin-che. Pero no debe permitir que la emoción lo amilane y busca distracción en el trabajo; una vez más su mente inquieta y ra-cional recorrerá en prolijo detalle materiales, equipos y máqui-nas transportadas para ser utilizadas en la gesta. Por un mo-mento, Bradley regresa a su condición de piloto director del proyecto en marcha y el viaje se convierte en una reunión de equipo: inquiere a Zuloaga sobre los aparatos científicos con-fiados a su cuidado; revisa con especial atención (que más tar-de hallaría razón) las notas descriptivas del acondicionamien-to de las pipas portadoras de doce toneladas de ácido sulfúri-co (suficientes para disolver por completo, como azúcar en el café, el vagón que las transportaba) y de otras tantas de gra-nalla de hierro, destinadas a generar el hidrógeno ascencional, tarea confiada a Rafael Anzorena, ingeniero químico mendoci-no sumado al grupo. En la sobremesa de la cena intercambia ideas con su amigo Carlos Dose Obligado, firme sostenedor del proyecto, quien debió ser el tercer tripulante de la travesía, y no fue. Con Mazzoleni atiende a cuestiones técnicas de los esféricos elegidos –facilitados por el Aero Club– sus pro y con-tras y repasa aspectos prácticos de su preparación y manejo. No debía descuidarse ningún aspecto del operativo y la charla permitiría canalizar ansiedades.

    Los delegados al Primer Congreso Panamericano de A-viación, veteranos –pese a su juventud– en eso de volar, par-ticipan animadamente de la plática que fluye fácilmente con el auxilio de un buen brandy y tabaco, valioso aporte para contri-buir a sosegar el ánimo de un grupo de jóvenes unidos por u-na pasión común: la aviación y el futuro imaginable de gran-deza que con su aporte estaban ayudando a construir. Debió serles sin duda difícil disponerse a dormir aquella noche y na-die quería ser el primero en abandonar el cenáculo.

    Ernani Mazzoleni, aerostiero e instructor italiano afinca-do definitivamente en Buenos Aires⁶ , constructor de los diez balones que conformaban la columna vertebral del parque ae-rostático del Club (el total de los balones fabricados en el pa-ís)⁷ había sido designado por la institución para el cuidado y mantenimiento de los globos cedidos en préstamo a Bradley, entonces su Secretario. El más pequeño de los esféricos, el Teniente Origone, con sus mil doscientos metros cúbicos, era una de sus criaturas y fue destinado a las ascensiones prepara-torias. El segundo, de dos mil doscientos metros y adquirido por el Club⁸ en Francia, se reservaba para la hazaña: era el E-duardo Newbery, portador del nombre de su infortunado a-migo ¡tan prematuramente desaparecido! Este globo, favorito de Bradley como lo fuera de Jorge, se ajustaba a las normas de la competencia anual internacional de aeróstatos por la Copa Gordon Bennett, iniciada en 1907 y por entonces suspendida debido a la guerra europea, en pleno auge ⁹ .

    La tragedia del Pampero abatió el ánimo de los compa-ñeros enrolados en la incipiente disciplina y como resultado i-nevitable las actividades del Club declinaron, sin acabar de re-cuperarse, pese al esfuerzo empeñado por Jorge Newbery y el pequeño grupo de hierro que cerró filas en torno suyo. Tras la muerte del fundador en Los tamarindos, en aquella aciaga tar-de cuyana, a Bradley se le veía entristecido y preocupado. Co-mo integrante de la vieja guardia y apasionado del balonismo, sufría con la apatía y el creciente desinterés de sus camaradas. Entonces hubiera hecho falta más que nunca, el poder de con-vocatoria de un líder natural como Jorge Newbery.

    Pero ahora . . . ¡sin George . . . ! Tal vez, de alcanzar el éxi-

    to anhelado –especulaba Bradley esperanzado– el E-duardo Newbery arribaría victorioso, superador, como un estandarte, brindando renovado impulso a una aerostación languideciente . . 

    Las voces de los compañeros de viaje lo sacaron de sus cavilaciones, volviéndolo a la realidad. De contextura peque-ña, común en la estirpe de los Bradley, su carácter sobrio –casi austero– era conocido por quienes frecuentaban su trato y res-petaban sus silencios. Sabían –además– de la seriedad con que se aplicaba a sus responsabilidades, inclusive las más nímias.

    De continente elegante y atildado –a la inglesa– palabra y gestos medidos y ademanes cultos, sus mansos ojos azules –que traducían serenidad interior– podían adquirir sin embargo el brillo del metal y su mirada, dureza de pedernal. Bradley era la contracara de Newbery. No era persona de sonrisa fácil ni un bromista, aun en esa confianza que otorga –en otras perso-nas– el trato cotidiano. De su sentido del humor (virtud de la que por cierto no carecía) sólo sabía su círculo familiar más ín-timo. Y era un valiente, no de la categoría de los inconcientes que dicen no conocer el miedo sino de aquellos que conocién-dolo, lo enfrentan y dominan.

    El largo viaje en tren desde la capital a orillas del Plata se componía en realidad de cuatro tramos sucesivos: de Bue-

    nos Aires a Villa Mercedes; entre esta última y Mendoza y des-de la capital cuyana hasta Las Cuevas, en la frontera. El tra-yecto se completaba con el Transandino de Chile rumbo a Santa Rosa de Los Andes y –por último– la etapa final para arribar a Santiago, provista por la empresa del Estado Chile-no¹⁰ . Si bien la administración centralizada simplificaba el as-pecto comercial del viaje, la mezcla de trochas y normas de los varios transportistas obligaban a una doble transferencia de pasajeros, equipajes y –por supuesto– de los globos, acceso-rios y enseres destinados al proyecto (en Mendoza primero y más tarde en Los Andes) con el correlato de mayores fletes y riesgos para la carga. Treinta y seis horas más tarde, recorridos los casi mil cuatrocientos kilómetros que separan las capitales, llegarían los viajeros a destino, a tiempo para participar de las reuniones del Primer Congreso Panamericano de Aviación.

    La delegación argentina contaba con la presencia de no-tables de la incipiente aviación nacional: Alberto R. Mascías, presidente del Aero Club, Alejandro Obligado y Pedro Zanni. Se encontraba en Santiago una figura consular de la aeronáu-tica mundial, el ingeniero Alberto Santos-Dumont, en doble carácter de representante de su país (Brasil) y de los Estados Unidos. La incorporación de Bradley y Zuloaga a la misión

    fué oportuna, en tanto permitió absorber los costos derivados del traslado y facilitó la obtención de licencias en sus respecti-vos lugares de trabajo. Una decisión del Presidente de la Na-ción había establecido que los gastos de viaje de los aeronau-tas y su equipo, debían correr por cuenta del gobierno de la República. Eduardo Bradley (hijo) hace hincapié en que su pa-dre no integraba la delegación argentina que asistió a la Con-ferencia. No he hallado registro de libramiento alguno por tal concepto y las expensas debieron incluirse en los gastos de la representación. Esto vendría a confirmar que Bradley y Zuloa-ga no fueron, en verdad, miembros activos de la misma sino que –por razones de economía de procedimientos– viajaron como agregados o adscriptos, cumpliéndose así lo dispuesto por Victorino de la Plaza, zanjando dificultades burocráticas.

    Durante el desarrollo de la conferencia, los debates y coincidencias fundacionales avanzaban, en tanto los pensa-mientos de Eduardo navegaban otros cielos, deslastrando le-jos del recinto donde se desarrollaban las reuniones, aguar-

    dando con ansias el momento en que finalmente acabaran las sesiones y llegara, para la misión argentina, la hora del regreso a Buenos Aires. Podría entonces abocarse a los trabajos que demandaba su objetivo principal, sin más demora y con total dedicación.

    De aquellas deliberaciones surgió la Federación Aero-náutica Panamericana, designando –a la cabeza de su primera comisión ejecutiva– a Jorge Matte Gormaz, entusiasta impul-sor de la aviación y presidente del Aero Club de Chile, quién llegado el momento no escatimaría su apoyo a los argentinos. Las circunstancias habían puesto en sus manos la posibilidad de honrar, desde el inicio mismo de sus funciones, una políti-

    ca de ayuda y estímulo mutuo, sin reservas, acordada entre los países participantes del acto fundacional, y así lo hizo.

    La partida del Eduardo Newbery desde Santiago, pla-neada en principio para el 16 de abril, estaba a vuelta de la es-quina. Era menester comenzar cuanto antes las tareas de insta-lación y puesta en marcha del generador de hidrógeno y dar comienzo a los vuelos experimentales que permitirían, dentro del cronograma original, ajustar detalles del que habría de ser el primer y único viaje transcordillerano en globo de la historia

    –y para mayor abundancia– realizado en la región de las altas cumbres.

    Soportando la incomprensión y el creciente descrédito en los círculos porteños relacionados con la aerostación, su plan sufrió postergaciones, una y otra vez, debido a dificulta-des de toda índole que demandarían, de parte de los integran-tes del equipo, paciencia rabínica y un esfuerzo físico e inte-lectual ímprobo (¡ni hablar de lo económico!) para resolver sobre la marcha los problemas que a cada instante amenaza-

    ban dar al traste con el proyecto; pero que a su vez sirvieron para poner en evidencia la firme determinación de Bradley y sus compañeros de seguir adelante, a como diera lugar.

    Las noches eran cada vez más largas, las mañanas más frías y el alba se demoraba en la oscuridad, como si tampoco ella quisiera abandonar el lecho tibio.

    Una madrugada las montañas cercanas amanecieron cu-biertas por un tenue velo de nieve y en el campito vecino a la usina de San Borja, junto al canal de La Aguada, la escarcha crujía bajo la pisada de los hombres.

    El invierno tan temido se les había venido encima.

    34240-MONT-layout.pdf34240-MONT-layout.pdf

    De pioneros y trapecistas

    " . . . qe. aquel qe. sacrifica su bien estar,

    y todo lo que posee pa. un descubrito. es

    verdaderamte. el Amigo del hombre, y de

    su Generación, y no un loco, ó charlatan.

    como los ignorantes quieren qe. lo sean

    aquellos qe. proponen la execución

    de una cosa qe. sobrepasa su imaginacion…"

    —Miguel Colombise, relojero

    salvo contadas excepciones el vocablo extranjero, en el

    habla corriente del Virreinato del Río de la Plata entre

    los siglos XVI y XVIII, era sinónimo de portugués ¹¹ y éste a su vez, un eufemismo para expresar cristiano nuevo, judío o marrano. Por lo general ingresados desde Brasil, con o sin li-cencia de las autoridades coloniales, para desesperación de los esbirros del Santo Oficio. Practicaban el comercio y las finan-zas o ejercían profesiones liberales, relevando de estos afanes

    y responsabilidades nada mundanas a los hijos-de-algo peninsu-lares, tan limitados en sus posibilidades laborales por muy his-

    pánicas y agónicas convenciones sociales, precursoras de la di-visión internacional del trabajo. Sin esperar mucho, los recién llegados se vinculaban –por lo general por vía del matrimo-nio– con familias tradicionales, aunque sin fortuna, del país de entonces, hasta llegar a formar parte de su entramado social, intercambiando seguridad personal y posición por bienestar e-conómico, que sus ilustres apellidos no garantizaban¹² .

    Durante la ocupación holandesa de la región de Recife, en el nordeste brasileño, a comienzos del 1600 y hasta 1654, numerosos sefaraditas de Amsterdam –en su mayoría gente poseedora de algún oficio, industriales, banqueros o mercade-res de ultramarinos– se incorporaron a la colectividad judeo-portuguesa radicada en el Brasil¹³ ; para pasar más tarde en buen número (perdido el enclave) a reforzar las comunidades establecidas en las islas caribeñas de Curaçao y St. Thomas, o en las ciudades de Nueva York (entonces Nueva Amsterdam); Newport (Rhode Island) o a las colonias españolas de la cuen-ca del Plata. Las autoridades virreinales no veían con buenos ojos ni facilitaban por cierto, las andanzas de aquellos extran-jeros sospechados de judaísmo o herejía en sus dominios; per-sonas cuya presencia y desplazamientos sólo podían augurar mayores dificultades y conflictos al precario poder colonial.

    Hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX las novedades de Europa llegaban hasta el Río de la Plata muy de tanto en tanto. Allá por 1808 las autoridades españolas –aco-sadas por los franceses en la península– en la cuenca del Plata se hallaban en las diez de últimas. En tales circunstancias el a-traso, si no carencia absoluta de recursos en temas vinculados con la ciencia y la técnica –por rudimenarios que estos fue-ran– era una realidad razonablemente incorporada a la con-ciencia colectiva de los porteños. Es por ésto que una pro-puesta elevada al virrey Liniers solicitando su ayuda para la construcción de un globo aerostático dirigible, en la remota Buenos Aires de la primera década del 1800, resulta sorpren-dente y debió mover a risa a gente que carecía de la menor in-formación sobre el tema. Es claro que la iniciativa partía de un forastero, supuesto poseedor de ciertos conocimientos teóri-cos y prácticos adquiridos en Europa que le permitirían con-cretar su proyecto, a partir de disponer de los recursos mone-tarios indispensables. Formulada como fue, la propuesta era sin duda audaz en extremo, en un medio de personas despro-vistas de instrucción o siquiera de conocimientos generales in-dispensables para evaluar correctamente la idea sometida a su aprobación. Aquello del hombre volador, francamente, de-bía olerles a cuento del tío.

    Michael Colombise, relojero

    A caballo de ambos mundos –el del resquebrajado im-perio español y el de las nuevas naciones que pugnaban por nacer– se produjo la llegada a Buenos Aires de un maestro re-lojero de Amsterdam, Monsieur Michael Colombise, quien ha-cia fines de 1808, con algún dinero prestado, instaló su tienda y taller en la calle de la Catedral¹⁴ , en la cuadra del Real Con-sulado. Por allí andaba su Secretario, el doctor Manuel Belgra-no, tal vez uno de los primeros clientes del nuevo estableci-miento, dada la vecindad de su despacho oficial. En pocos meses de honesta actividad, el holandés supo ganarse los favo-res de una buena clientela.

    En el escaso mobiliario doméstico de la época, la pro-piedad de un reloj de pared o de mesa constituia un símbolo de conspicua riqueza; un bien valioso (más aún si funcionaba). Tratándose de un reloj de bolsillo, su propiedad era clara señal de rango o poder económico de su poseedor, atributos que no siempre iban parejos. No abundaban por entonces, en estas la-titudes, los maestros en el oficio de Monsieur Colombise, cir-cunstancia que –sumada a su idoneidad y valiosos contactos– permitió al emprendedor inmigrante alcanzar con rapidez una cierta bonanza económica y hasta devolver puntualmente, a su ignoto acreedor, los cuatrocientos pesos que le había prestado.

    * * *

    A primera vista llama la atención que un recién llegado encontrase, desde el momento mismo de su arribo a estas cos-tas, amigos dispuestos a ayudarlo y –más aún– en situación de poder hacerlo. Sin embargo, el hecho tendría explicación: por su nombre y apellido, lugar de origen y oficio, me atrevo a a-firmar que Miguel Colombise era judío sefaradita, muy pro-bablemente descendiente de una rica e importante familia de Barcelona expulsada (como tantas otras) de Cataluña¹⁵ cuando las matanzas y saqueos de 1391. Supongo que habría sido por-tador de impecables recomendaciones y que la ayuda recibida provendría de algún integrante o grupo de personas de una comunidad –la suya– que pese a los denodados esfuerzos de

    la Inquisición (que no era ninguna santa) por impedirlo y sus hogueras siempre dispuestas, con leña seca a mano, era nu-merosa en las colonias españolas de América y en particular en el Río de la Plata. Si el personaje en cuestión hablaba ladi-

    no¹⁶ –como es muy probable– o portugués, pudo salvar rápi-damente la brecha idiomática que lo separaba del castellano de entonces y ganar tiempo en el proceso de adaptación a su nue-vo lugar de residencia; por cierto mejor que con el francés o el holandés –casi desconocido en la región–, lo que contribuiria

    a explicar su rápida prosperidad. El pensamiento que incorpo-ramos como epígrafe de este capítulo lo identifica –al menos– como librepensador, si no lisa y llanamente masón, como la mayoría de sus colegas en eso de la aerostación, en ambas ori-llas del Canal de la Mancha y en los Estados Unidos, como veremos más adelante.

    Hoy por hoy resulta difícil discriminar linajes y apelli-

    dos sefaraditas de los que no lo son, sobre todo porque los ju-díos españoles –conversión forzosa mediante y salvo contadas excepciones– lejos de colaborar con los piadosos domínicos, tenían el mal gusto de portar apellidos muy españoles y en las colonias, con la movilidad que caracteriza a las sociedades e-mergentes, los rastros genealógicos se borroneaban apenas transcurridas un par de generaciones, por mucho que se apli-caran las autoridades del eclesiásticas en su celo por expurgar herejes. Aumenta la confusión sobre el tema la porfía del na-cionalismo clerical, que busca judíos hasta debajo de las al-fombras (siempre de casas ajenas), aunque es posible acceder, no obstante, a trabajos serios que facilitan una aproximación

    al problema, que por cierto no vienen al caso. Baste anticipar

    al lector interesado en el tema, que la identificación de los in-tegrantes del pueblo de Israel en la América hispana no pasa por forzadas ortografías o patronímicos incriminantes, esgri-midos por fundamentalistas tan tozudos cuanto ignorantes. El tema tenía –sin embargo– plena vigencia hacia fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, o al menos tanta cuanta conservaba la pertinacia inquisidora, y esta circunstancia acon-sejaba disponer, profilácticamente, de un mínimo de informa-ción general acerca de quienes podían o no ser de estirpe judía en Iberoamérica, aunque más no fuera para ponerse a cubierto de desmanes curialescos.

    Eventuales denuncias de fieles devotos y el ojo avizor del comisario de la Inquisición en la Gran Aldea, darían senti-do a los desplazamientos de nuestro hombre, primero a San Nicolás de los Arroyos, luego a Chile, y finalmente a Mendo-za¹⁷ ; así como su precavida solicitud de autorización para tras-ladarse desde Cuyo a Buenos Aires, rogando a los gobernantes –no sin cierta altivez implícita– queningún Juez ni Cabo militar le impida el tránsito y admitiendo que no podía negar su extran-jería aunque sin aclarar si era por razones éticas o de aparien-cia; mínimas medidas cautelares éstas a adoptar por alguien que –con certeza– sabía como las gastaban los seguidores de Domingo de Guzmán, el gran parrillero de templarios y albi-genses. Los judíos no podían entonces, ni pudieron hasta muy avanzado el siglo XIX, poseer comercios ni tierras; ni emigrar

    a territorios de la corona española; ni circular siquiera libre-mente por ellos. El desinterés por su propuesta precursora y

    su posterior desaparición de escena completaría el cuadro, in-troduciendo una duda razonable y una reflexión respecto del papel de la intolerancia religiosa en el –cuando menos– des-ganado diligenciamiento de su solicitud y el silencio culposo que siguió. ¡Cuán distinta había sido la recepción brindada al francés Blanchard y su balón –quince años antes– en Filadel-fia!, cuando arribara a la entonces capital norteamericana aus-piciado por el interés vanguardista y el apoyo entusiasta de científicos y políticos como Franklin, Washington y Jeffer-

    son¹⁸ . Si con franqueza comparamos ambos episodios his-

    tóricos –casi contemporáneos entre sí– y las circunstancias

    que pautaron sus respectivos desarrollos, avanzaremos consi-

    derablemente en el camino de la interpretación de las causas

    endógenas del atraso de nuestro país en materia científica y técnica.

    El globo dirigible

    Más allá de su laboriosa dedicación a las áncoras, esca-capes y engranajes, la recóndita pasión del Maestro Colombise eran los aeróstatos. Restando tiempo a las ocupaciones que proveían a su subsistencia, había llegado a completar –tras do-ce años de trabajo e investigación, según sus palabras– el di-seño de un globo capaz de ser dirigido en sus evoluciones me-diante un conjunto combinado de paletas (a modo de remos o alerones) y timón, accionado por un mecanismo de su propia cosecha.

    Las ideas de Colombise, tal como fueran expuestas en el memorial elevado a consideración del virrey Santiago de Li-niers en 1809 y a la luz de conocimientos actuales, no parecen ser del todo originales. Sin contar con un boceto o esquicio que nos permita ampliar los datos disponibles, ateniéndonos a su escueta descripción, el aeróstato cuya construcción propo-ne a la autoridad virreinal primero, y a la Junta Provisional de Gobierno al año siguiente, resulta cuando menos sospechosa-mente similar al artefacto dirigible ensayado en 1784 y 1785 por Jean-Pierre Blanchard, el excéntrico aeronauta francés, primero en cruzar el Canal de la Mancha en globo¹⁹ . Será me-nester avanzar antes sobre la introducción de los globos diri-gibles en la historia de los más-livianos-que-el-aire, para poder e-valuar las circunstancias en que se produjo la oferta de Co-lombise y su importancia histórica. Propuesta que de haber si-do atendida, con su éxito o fracaso, nos hubiera otorgado un lugar en las efemérides de la aerostación mundial.

    Blanchard contaba entre sus antecedentes (que lo califi-caban también como notable inventor) con el patentamiento, en 1769, de una bicicleta o velocípedo cuyo mecanismo adap- tó más tarde a un globo aerostático, con el objeto de proveerle de propulsión mecánica. Con este recurso el francés ingresó muy precozmente, aunque sin éxito, al capítulo de los globos dirigibles, categoría de artefactos voladores emparentada con el balón en la que deberíamos, sin más, incluir el ingenio de Co-lombise, aun cuando sería menester esperar todavía muchos a-ños hasta su ingreso definitivo en la historia de la aviación²⁰ .

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    De acuerdo con una ilustración de la época, Blanchard habría incorporado a su aparato una hélice de palas, a la que llamó molinete conectado éste a un mecanismo multiplica-dor de revoluciones, movido –a su vez– mediante pedales o manivela. La búsqueda estaba bien orientada y la aplicación de una hélice para lograr la propulsión de la nave aérea constitui-ría un antecedente genial y a todas luces precursor, aunque só-lo fuera simbólico; porque el recurso sería absolutamente ine-ficaz en la práctica hasta el desarrollo de un motor impulsor de poco peso, capaz de suministrar la potencia y el número de revoluciones suficientes para generar tracción. En suma: el motor a gasolina, que llegaría casi un siglo más tarde, con las experiencias del brasileño Alberto Santos-Dumont.

    * * *

    El desarrollo de los llamados –genéricamente– mecanis-mos de relojería ²¹ , así como los dispositivos de disparo de las ar-mas de fuego, los cerrojos y las cajas musicales, constituyen

    los más lejanos antecedentes de la introducción del concepto de la precisión en la Mecánica; de modo que la profesión de relojero denunciada por Colombise debe interpretarse, en ri-gor, como mecánico de precisión para entender la legitimidad de su intervención en el tema.

    A lo largo de la historia de las invenciones, ha sido fre-cuente la participación de colegas del holandés en el desarrollo de otros muchos y variados conjuntos mecánicos²² , y es nece-sario señalar esta circunstancia para dar el valor que corres-ponde al interés del relojero de Amsterdam en una cuestión que pareciera –a simple vista– alejada del campo de su espe-cialidad, si no mero diletantismo. Colombise no reivindicaba para sí la invención de globo aerostático alguno, ya por enton-ces carentes de misterios, sino de un sistema de propulsión y dirección mecánica supuestamente original, que aplicado ade-cuadamente, posibilitaría la maniobra del artefacto en el plano horizontal, señalado déficit del balón aerostático a suplir con un profundo conocimiento del desplazamiento –en determi-nadas épocas del año– de los vientos de altura. Nunca sabre-mos si el ingenio mecánico del holandés hubiera funcionado.

    Abandonando su próspero negocio en la ciudad-puer-to, Colombise se trasladó a San Nicolás de los Arroyos, un vi-llorrio, aunque de importancia estratégica. Lugar de intenso tráfico y bifurcación de los caminos que conducen a Córdoba, Cuyo y Tucumán y hasta Lima o el Alto Perú, por el Camino Real hacia el noroeste; o a Santa Fe y más al norte Asunción, bordeando el río Paraná; un verdadero centro de distribu-ción ubicado a doscientos cuarenta kilómetros al norte de Buenos Aires, sobre la ribera misma del río Paraná, arteria co-ronaria del contrabando. Constituia un mercado muchísimo más reducido –para su oficio reconocido– que aquel que ofre-cía la capital del virreinato, y probablemente contase con una población de origen judío más o menos importante. Tal vez

    su mudanza obedeció a la búsqueda de la tranquilidad rural necesaria para aplicarse a perfeccionar el mecanismo de su in-vención, según argumenta el propio Colombise, gastando di-nero de su faltriquera para atender sus mínimas necesidades personales, a las que se sumarían a los costos derivados de las experiencias y a la construcción de maquetas de su creación. Quizás éste haya sido un medio para poner saludable distancia con el comisario de la Inquisición²³ . Sea como fuere, perma-neció ocho meses en la villa litoraleña y al cabo de ese tiempo dijo haber completado el proyecto de su aereostat y fabricado dos modelos en escala reducida, lamentablemente perdidos.

    El petitorio elevado al conde de Liniers y al Excelentí-simo Cabildo en 1809, no generó respuesta alguna, ni curiosi-dad. En este aspecto Don Santiago estuvo a la altura de los al-mirantes y mariscales de Napoleón, que tuvieron a Robert

    Fulton penando en París, de puerta en puerta, tratando en va-no de venderle al Emperador su barco a vapor y su submari-no²⁴ . Para peor, la corte de Madrid carecía de aquella aristo-cracia parisina contradictoria; rica y ociosa pero interesada en la investigación científica, que fundó en Francia la Química y la Física modernas mientras ensayaba fórmulas de representa-tividad política. Los muy fundamentalistas hidalgos españoles, por el contrario, se cuidaban bien de ser confundidos con tra-bajadores o comerciantes del gremio que fuera, mientras el

    clero se ocupaba de cortar de cuajo toda idea discordante con el dogma eterno, demonizando a la ciencia, a los científicos y hasta a la mismísima Naturaleza.

    Así las cosas, Colombise decidió probar suerte en Chi-

    le, como le sugirieran Liniers y los funcionarios del Cabildo porteño (tal vez para sacarse de encima al conflictivo persona-je), en procura de obtener el dinero que necesitaba, sin lograr nada como no sea enfermarse, por lo que regresó a Mendoza²⁵ para transcurrir allí su convalecencia, determinado a seguir

    viaje hacia Buenos Aires tan pronto como lograse la " . . . total restauración de su salud".

    Preparando el regreso, en 1810 anuncia desde Cuyo su propósito, en nota dirigida a la flamante Junta Provisional de Gobierno, presidida por Saavedra. Redacta un nuevo memo-rial narrando sus vicisitudes y adjunta copia del que fuera pre-sentado al Virrey Liniers el año anterior, solicitando del fla-mante gobierno establecido protección para su persona (en tanto no puede ocultar su condición de extranjero ²⁶ ) para dirigirse a ésa –según señalé más arriba– sin ser molestado. El Santo Oficio seguía por entonces con sus tropelías contra la humanidad, y no era cuestión de creer tampoco que toda una tradición secular de intolerancia y represión cambiaría de un día para otro. Las costumbres hacen las leyes, no al revés. En este caso, la muerte del perro no acabaría con la rabia.

    Sin mecenas ni inversores, agotados los recursos pro-pios y dado el cambio operado en la situación política, Co-lombise debió recurrir esperanzado a la asistencia económica del gobierno revolucionario, y así lo hizo, solicitando la suma

    de cuatro mil pesos a cambio de construir, en el breve lapso

    de tres meses, el artefacto volador objeto del compromiso, ga-rantizando que su aereostat navegaría los cielos a cuarto de le-gua por minuto, es decir, sesenta kilometros por hora²⁷, y an-ticipando que podrían gobernarse sus desplazamientos "a vo-luntad". Se comprometía a devolver la suma requerida, más o-tro tanto en concepto de intereses y propuso, para afianzar su pedido, avales de terceros que no fueron siquiera considera-dos; probablemente ofrecidos por el amigo –o junta de ami-gos– que le facilitara el dinero necesario para instalarse a su llegada a Buenos Aires. Pero si bien aquel préstamo inicial ha-bía sido cancelado a total satisfacción del acreedor, tratándose ahora de una suma más de diez veces superior, el respaldo ha-bría alcanzado sólo hasta el libramiento de una garantía, que Colombise ofreció a la Junta Provisional de Gobierno, sin re-sultado.

    —Después de todo –habrá pensado quienquiera

    fuese el avalista propuesto– Colombise había abando-

    nado un negocio próspero en Buenos Aires para correr detrás de una quimera, y eso no es precisamente una buena refe-rencia comercial . . 

    No se sabe a manos de qué ignoto burócrata fue a pa-rar el expediente, quien lo cajoneó sin más trámite. Vicente Gesualdo²⁸ adjudica a Mariano Moreno una nota, asentada en su carátula, que daba carpetazo a la solicitud de Colombise. La misma no está firmada por Moreno, no corresponde a su esti-lo y el autor, quien haya sido, apoya conceptualmente su juicio en una opinión atribuida nada menos que al virrey Liniers, lo que sería un absurdo tratándose del autor del Plan de Operacio-nes y Secretario de la Junta que ordenó su fusilamiento en Ca-beza de Tigre, por traidor.

    La nota de carátula dice textualmente:

    Nota de la Mesa: Se descubre un proyectista, que para ca-lificarlo de la calidad de muy malo, no ve necesaria mas prueba que la de que el Sr. Liniers le despreció el proyecto.

    Parece un acta de la Inquisición. Pero más allá del tufillo a azufre que emana de ella, cabe preguntarse: ¿qué valor podía tener la opinión de Liniers, como para sentar jurisprudencia en la cuestión planteada? (con exclusión de toda otra razón, si la hubiera habido) ¿qué conocimientos podía exhibir sobre la materia? ¿Acaso no estaba al tanto de la participación de Coutelle en Fleurus; de las experiencias de Charles y Blanchard?. De todos modos, bien pudo Liniers tener sus razones para rechazar el proyecto. O no. Pero no creo que Mariano Moreno, sin más ni más, adhiriese a su criterio. Por alguna razón burocrática el asiento, en la portada del expediente, no tiene firma y tampoco es una respuesta formal al petitorio.

    No puedo pasar por alto la posibilidad de que el pro-yecto del trajinado relojero fuera un verdadero desatino. Una ilusión; algo imposible de llevar a la práctica por problemas de concepción, diseño o cálculo. O que la situación de extrema indigencia del Tesoro no permitiese atender iniciativas como la propuesta, en momentos tan comprometidos para el país e-mergente, cuando no podían pagarse ni las

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