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Memorias Del Sanatorio
Memorias Del Sanatorio
Memorias Del Sanatorio
Ebook289 pages3 hours

Memorias Del Sanatorio

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About this ebook

The story that unfolds in Memorias del Sanatorio has its beginnings in the mental vortex that engulfs Arnaldo Morales after the suicide of his father. There is no possible resurrection after that fact,and our main character is hospitalized in a quirky mental sanatorioum in Spain, where the sons and daughters of well to do in Latin American families, as well as of the Spanish bourgeois, are hospitalized with the hope of some miraculous cure of their mental illness from which they will continue to suffer in the clinic, year after year, in the hallways and the rooms of the Esquerdo


The characters that inhabit these halls of the asylum are markedly interesting in their contorted psychologies, in their delusional systems, in the inventions of the imaginations that lead them somewhere that they do not remotely expect: the end of their shadows past the gray walls, the corridors they follow going nowhere through the center of the despair of their schizophrenias: the end of their delusions that do not provide with a way out.


The writer has gotten his material for the novel from his own experience as he walked these corridors, and the streets that appear in the narrative; and of course from the experience of mental illness. One more important aspect of the narrative: The narrator find himself in the streets of Miami Beach throughout the novel, from where he recollects the thirty years past when the remembrances from the sanatorium took place.


The world is going to end, like it happens in the end of every millennium, and a new imperator comes to MB to witnesses the executions of the insane.

LanguageEnglish
PublisherAuthorHouse
Release dateSep 15, 2005
ISBN9781452069975
Memorias Del Sanatorio
Author

Héctor Vallés

Hector Valles, the author of Memoirs from the Sanatorium, lived for many years in Madrid and attended the graduate program on New York University in Spain. Later, he moved to New York where he graduated in 1983 from NYU, with a PhD in Spanish Literature. He then worked for several years as a teacher in schools in the inner city of New York as well as universities and a college preparatory school. His writings reflect his experience with the phenomenon of mental illness against the backdrop of the inner cities throughout the years. After moving to Miami in 1989 with his wife,, he completed a Master’s in Psychology. He has worked in Miami for more than a decade, as a psychotherapist with the chronic mentally ill. Hector Valles continues to write about the mentally ill. His oeuvre includes another novel, La fuga, the product of his experiences in San Juan during the nineteen sixties and the war. Twenty years transpire, however, after that, before Memorias del Sanatori is written In the meantime Hector Valles has authored two collections of short stories, and a book of poems. He has two works in progress at the moment: Hotel Continental, a novel, as well as Las aventuras de Pipe Valdivieso, a novelette. The author admits to a very slow creative process where a poem or story that was written several years ago might take a different twist and form itself with seventeen other poems into a book some twenty-seven years later. This type of creation lends itself to a brief oeuvre, however, perhaps of a high aesthetic caliber. Dr. Valles has presented his work in the Miami Book Fair, as well as in libraries through out Miami. His stories are also sold in Puerto Rican book stores. He was a finalist at the Adonai Prize of poetry when living in Spain.

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    Memorias Del Sanatorio - Héctor Vallés

    Memorias

    del

    Sanatorio

    Héctor Vallés

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    © 2005 Héctor Vallés. All Rights Reserved.

    No part of this book may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted by any means without the written permission of the author.

    First published by AuthorHouse 09/08/05

    ISBN: 1-4208-1260-2 (sc)

    ISBN: 978-1-4520-6997-5 (ebk)

    Printed in the United States of America

    Bloomington, Indiana

    Diseño de portada:

    Grupo Literart.org

    Ilustración:

    Bereaved Old Man - 1890

    Rijksmuseum Kröller-Müller, Otterlo

    Vincent van Gogh

    Impresión:

    Talleres Literart

    Bogotá, Colombia

    2004

    Contents

    Al recuerdo de mi padre

    Parte II

    Parte III

    Parte IV

    Parte V

    Parte VI

    Parte VII

    Parte VIII

    Parte IX

    Parte X

    About the Author

    Al recuerdo de mi padre

    Entonces el estado ideal de la vida es la muerte. No la muerte como nos la presentan las religiones como un payaso de feria. Sino la muerte real, la nada. De Freud, parafraseado por un esquizofrénico, después de haber leído una colección de cuentos de Hemingway hacia los comienzos de los años setenta.

    En el sanatorio recordé las tardes que pasaba con mi padre en su estudio, en el primer piso de la casona en Ocean Park. El médico se sentaba frente a su pantalla de rayos X, con un Chester encendido en su mano derecha y un vaso de Black Label en la izquierda. Ponía los ojos en los pulmones, en las gargantas y en los intestinos fantasmales de los desafortunados pacientes. Yo me sentaba en la reclinadora y observaba los ojos azules intensos de papá, achicarse, haciendo alarde de un virtuosismo sobrehumano, mientras se iba adentrando cada vez más en el mundo de Sinué, el egipcio. Papá tenía detrás de sí varias docenas de libros sobre aquel imperio del mundo antiguo. En realidad, estaba obsesionado con la posibilidad de la vida después de la muerte. Pero su capacidad de pensamiento abstracto, su ensimismamiento, no le permitió nunca optar por las soluciones algo más concretas y fehacientes que obsesionaban a los personajes que pululaban nuestro barrio de profesionales en Ocean Park, quienes, a pesar de ser gente así llamada educada, no tuvieron nunca las inquietudes de las que adolecía el radiólogo Morales Martínez y que yo heredé, junto con su pronunciada enfermedad mental.

    Hay locos que viven en un mundo sin grandes responsabilidades. Seguramente, ni peor ni mejor que nosotros, no obstante, no tienen necesariamente esos lazos con la genialidad sicótica ni la mirada acuciante que atosigó toda la vida a Arnaldo Manuel Morales Martínez, MD. Aquellos atardeceres de hace treinta años, flanqueada su figura estragada por tomos y tomos de los libros (enciclopedias, atlas, novelas y textos de medicina en general) que fueron su legado. No que yo meses más tarde de todo aquello, hospitalizado en el Esquerdo, volviese a tener acceso a aquellos libros, los que ojeé de tarde en tarde, demasiado despistado por la mariguana que ya fumaba a diario cuando salía con los amiguetes a merodear por las calles de Santurce y San Juan, los hoteles, de vez en cuando un burdel y, cuando conectábamos con algunas turistas, terminábamos en un lugar como el Granada u otro escondite de muchos tragos y grajeos.

    Pero nunca después de aquello volví a Puerto Rico. Cuando mi madre me llevó al aeropuerto y me depositó en el avión hacia España, tuve la angustiosa malicia de preguntarle que cuándo regresaría a la isla. –Cuando Dios lo quiera–me dijo. Con aquella ironía solapada que me dejó saber que vagaría por estos mundos del demonio el resto de mis días.

    A veces entraba en lo que intentó ser su recoleto sanctus sanctórum y lo encontraba en su reclinadora durmiendo, un Tiparillo colgándole de los labios, la cara que había sufrido la varicela y el acné, estragada, los neurolépticos fluyéndole por las venas junto con el güisqui y el tabaco. Supongo que trataba de calmarle toda aquella desolación e inquietudes, las cuales en su vida, a pesar de ser un médico de primer orden, lo acosaron: sombra que le pendía sobre su figura de cientos de atentados de suicidio, vía sobredosis que requerían la intervención de un médico especialista en toxicología y de cuyos sueños y comas iba despertando a base de galletas, las cuales nos turnábamos a propinarle, para que no cayera en un sueño tan profundo en que se encontrara en las pirámides de Keops, en aquel trasmundo que tanto le interesó. Tumba que era, parcísimo en el hablar, pensativo y maldito.

    La última tarde en que lo ví entre los vivos, yo había salido a fumarme un petardo en el patio de atrás de la casa, con el propósito de ir ambientándome para la salida de aquella noche que prometía, como las otras, ser tediosa y adocenada. Cuando regresé a su oficina lo oí musitar entre dientes, frente a la pantalla:

    –Akenatón.

    –¿Tan mala está la cosa?, le pregunté.

    Afirmó con un gesto de la cabeza.

    –Dos o tres meses a lo sumo.

    En el Sanatorio Esquerdo, en mi habitación individual, bajo el crucifijo de palo, despertando de una cura de sueño, vi monos saltar de techo en techo, mecerse asidos de lianas, mostrar sus traseros violáceos de mandril y hacer alguna cabriola. Recordé cómo le había preguntado por lo que opinaba sobre la transmigración de las almas y su respuesta ambigua: –La existencia de Dios es la más difícil de entender de la cosmogonía humana.

    –Y la más importante, le sugerí.

    –Cierto me dijo. Las mentes más extraordinarias de la humanidad han tratado de abordar el tema sin ningún éxito. En el Esquerdo, la Sor Catalina, quien la noche anterior me había propinado dos jeringas de Torazine, me dijo que me vistiera. Podría desayunar en el comedor. Salí al mundo grisáceo del sanatorio, Zauberberg de pacotilla. Cuando me encontré en el pasillo gris, caminaban seres trastrabillados dando tumbos, desperezándose de sus propios sueños de anti–psicóticos. Entonces me chocaron edéticamente en mi magín los sucesos que se habían desenvuelto en aquel universo donde los monos, y más tarde los jueyes, se iban quedando con todas las ciudades del planeta. Me fui acercando al pasillo principal que cruzaba de lado a lado frente a los jardines, y que daba a las grandes puertas, que abrían los empleados con una llave enorme, de por lo menos los tiempos cuando se había construido el sanatorio en el siglo dieciocho y por donde me habían acarreado el día anterior, después un viaje de nueve horas acompañado por un psiquiatra que tomaba Tío Pepes uno detrás de otro, y que fumaba Salems empalagosos.

    Habíamos entrado en el sanatorio seguidos por Ángel, el empleado psiquiátrico, quien nos había recogido en Barajas, cargando un ajuar de maletas donde mi madre había puesto toda la ropa que yo poseía. Al entrar en el vestíbulo la hermana Esperanza estaba levitando en la centralita, enchufando los alambres que conectaban al Esquerdo con el planeta.

    –Doctor Baralt, Srto Arnaldo, el Doctor Hernández los espera. Suban las escaleras. La oficina está al fondo.

    Y así fue cómo el psiquiatra que presumía de rubio y yo, seguimos las instrucciones y llegamos, por un largo pasillo, a la oficina del médico, de bata blanca, que fumaba ojeando montones de papeles, a través de gafas verdes oscuras, como quien no podría nunca ver directamente la luz del día, y con un hilo de voz de sacerdote confesor o de poseso del diablo, nos invitó a que nos sentáramos frente a su escritorio napoleónico en dos sillas castellanas. Baralt, quien me había aburrido con su cháchara interminable durante el vuelo, puso un sobre de manila encima de la mesa de Nosferatu Hernández y supe, en un raudo momento, que era mi perfil psicológico.

    2

    Aquella mañana desayunando en el comedor de mesas en posición sesgada, cuatro sillas cada una, me siguieron viniendo recuerdos de San Juan, cuando los dos universos habían sido irremisiblemente desprendidos. No había ido al funeral de papá. Al contrario, merodeé las discotecas de San Juan y observé los bailes espásticos de la época como el Monkey y el Frugue, el Swim, desde las sombras de mi mente desastrada. Caminé solo por aquellos bares. Apenas hablé si no fue para pedir un trago. Pero pensé, a mí manera. Comencé a cavilar continuamente con ideaciones de una culpa donde me figuraba yo como la causa de la muerte de mi padre. Y de hecho eso fue lo que leí en mis vómitos en la cuneta de enfrente de Rachids, cuando ya no me quedaba nada que no fuera el amargor de la bilis. Pero vomité de nuevo. De alguna forma irrecordable y azarosa, logré coger un taxi y apuntarlo hacia la casa en la calle Cacique. El taxista, taciturno, me llevó por frente a bases militares, a la casa de España, todo recto por la Fernández Juncos y luego dobló por la Norte hacia el Este: fantasmas que se me aparecieron una y otra vez a través de años y que fueron estragos de un cuerpo flotando con la barriga henchida. En algún momento, en aquellos ires y venires, vi los primeros monos arrastrándose por las aceras y al otro lado de las verjas; trepando, regodeándose de su retorno a ser la especie selecta, con chirridos de estar a punto de triunfar y darle un giro brutal a la tortilla.

    No pude aguantar la visión disparatada aquella mañana por más tiempo en el comedor del sanatorio. Escogí recordarme fumando mariguana abiertamente en la verja de mi casa. A doña Pitusa pasar por la acera y mirarme como raro. Luego otros vecinos tuvieron iguales reparos sobre aquellos cigarrillos que olían a orégano. Pasaron y se rascaban los traseros. Los sobacos. Los pechos. Y yo seguía fumando con total indiferencia. Por fin se comenzaron a quejar y mi madre fue a consultarlo con los psiquiatras que nos habían tratado a papá y a mí y, una madrugada cuando regresaba a la casa de una de mis torturadas francachelas, me encontré en la casa con tres loqueros vestidos de batas blancas. Yo le pedí a mi madre explicaciones que nunca me proporcionó; me dirigí a la gaveta de la cocina y saqué un cuchillo de cortar tripas y los empleados de la Juliá se desaparecieron en veloz retirada. Pero dejé que me ataran por fin, sin la menor resistencia, después de poner el cuchillo de nuevo en la cocina.

    Aquella mañana después de resucitar en otro infierno, parte de la serie de infiernos en que viví toda mi vida, mordí el bollo y tragué sorbos del torrefacto azucarado hasta la desesperanza. Luego Antonio, otro empleado de bata fantasmal, manchada de café, el peinado a lo García Lorca, los labios carnosos de donde pendía un eterno cigarrillo y dejaban entrever unos dientes manchados, como si además de fumar estuviera habituado a comer tierra, me sirvió la mezcla lechosa. Antonio había sido quien me abrió las puertas con un, Srto. Arnaldo, la tarde anterior, y quién me sirvió unas berenjenas heladas en el comedor, antes de que lo siguiese hasta mi habitación con el crucifijo de palo y las dos inyecciones enormes de la monja que se avisó adustamente con un tintineo de cancerbero de aquella isla, de los que habíamos perdido toda la esperanza.

    Antonio insistió que tomara aquella mezcla turbia de agua y medicamentos, aunque ya el sabor amargo de aquel pastillamen estuvo a punto de corroerme el paladar.

    –Es mejor que el añejo, –dijo Roberto Rossini, un puertorriqueño que había estado desayunado conmigo y que se lanzó el mejunje en dos o tres tragos largos por el galillo.

    –Tanto como un cognac francés,–comentó Alejandro, quien estaba en otra silla junto al nuevo de la isla. Alejandro se había intitulado a si mismo el Manatí de Ponce. Era un hombre de unos seis pies, con el volumen corporal de un cantante de ópera, una papada pronunciada, y una voz de bajo circunspecto, la cabeza gacha, los resoplidos de quien ya cultivaba una enfisema seria, una garganta y pulmones pre–cancerígenos, y una inopia amable y esquizofrénica.

    Pero aquellos atracones de neurolépticos que nos mandaría a todos a nuestras habitaciones a dormir aquel domingo, tuvieron las propiedades de lograr acallar, aunque sólo por algunas horas, mi depresión absoluta, aunque viese a monos haciendo cabriolas hasta el absurdo cuando abrí un ojo, mi cuerpo arrebujado en posición fetal entre las mantas. Lo volví a cerrar. Así estuve horas hasta que no pude aguantar las ganas de orinar y, haciendo un esfuerzo para controlar el mareo producido por el Torazine y el Haloperidol al levantarme, fui dando tumbos hasta salir de mi cuarto e ir al retrete que estaba en el pasillo justo al lado. De alguna forma pude mictar y luego volver a la habitación donde vi algunas cucarachas gigantes reptando por las paredes, orangutanes afuera, saltando por las azoteas de los dos pasillos que cruzaban el edificio en posición perpendicular, naves de castillo de vampiros. Me acurruqué y me quedé dormido aplastado por la psicosis depresiva que cargaba a cuestas.

    Caminé por la ribera de un río. Me había enterado de que mi padre vivía en alguna parte. Que todo lo de su suicidio había sido un teatro para irse a un castillo medieval y vivir para siempre y para siempre rodeado de vampiresas decadentistas. Al otro lado del río estaba el castillo, encima de una pendiente escarpada. Al cruzar el puente que conducía al otro lado, vi a un hombre de pelo negro rizado, una chaqueta de lana, un jersey azul en ve y una llave que daba al castillo donde, me di cuenta inmediatamente, estaba mi padre prisionero en una mazmorra, las manos y los pies en grilletes.

    Vomitaba sangre ya que había contraído tuberculosis.

    3

    El hombre que tocó la puerta un momento y luego entró en mi cuarto sin mayores miramientos, tenía una chaqueta de solapa ancha de cuadros negros y blancos. Fumaba. Se atusó varias veces el cogote con un tic nervioso. Miró hacia el techo y por la ventana hacia afuera. Luego me miró con ojos castaños de soslayo y me ofreció una mano velluda, de uñas sucias. Se presentó como el Doctor Ordóñez, neuropsiquiatra.

    Me senté en la cama. Lo miré con la intensidad de quien esperaba ser llevado al otro lado de las cosas. Pero treinta años después, en esta playa de Miami Beach con una luna sangrienta y finisecular encaramada, los monos y la estridencia de sus chirridos llenando la playa, amolando sus armas, no sé si importa, al fin y al cabo, si llegué o me ahogué en el proceso.

    Mientras desenvolvía un paquete de Chesters cortos, Jorge Ordóñez comenzó una psicoterapia que nunca supe si fue superficial o profunda.

    –Has venido a un gran sanatorio, –me aseguró.–Aquí has de encontrar un tratamiento que sólo se puede igualar con el del moderno Freiburg Hospitalishen, el antiguo Krankenhausen donde pasó Hieronimus Bosch los últimos años de su vida. No hay nada comparable en los Estados Unidos. Aquella es la cultura que ha destruido al mundo. Pero aquí, bajo la égida de López Ibor y la sombra de don Fermín Doncel el Primero, alienista y neumólogo de comienzos del siglo diecinueve, autor del De Profundis, libro seminal considerado la Biblia del siglo diecinueve…quien además curó la tuberculosis y si hubiese vivido diez años más hubiera curado el cáncer de pulmón. ¿Quiéres uno? –Y me alcanzó el paquete de tabaco rubio.

    Yo rehusé. Me acerqué a los labios un Ducados de uno de los paquetes que le había comprado a la Sor Catalina aquella mañana. Le debo haber trazado en algún momento una sonrisa incrédula porque añadió:

    –Las verdades son del tamaño de catedrales góticas. Apuntan al cielo que a su vez no se puede tapar con la mano. Así se recuerda como aquel hombre íntegro pero modesto lo cual nunca fue el caso de los fantasiosos de la época como Darwin, Marx y Freud– cuya vanidad fue desmedida–

    –Además de descreída, –logré decir.

    –Lo que nos lleva a la realidad de que estoy hablando con un joven bastante sabihondo. Yo que llevo años intentando de entender estas verdades, yo que soy discípulo de López Ibor, una luminaria de primera categoría en el mundo europeo. ¿Y tú crees que eso es poco? Con esa sonrisa irónica que pones…

    Mi madre la Chiffre decía que uno se agarraba a un clavo caliente cuando llegaba la ocasión. Y yo me agarré de aquel mono de varillas. Después de todo, ¿qué otro médico podía costear una viuda?

    Ya para el tercer cigarrillo de la consulta le pedí ayuda, con un ruego que aún resiento. Entonces me habló de la teoría del embudo y se despidió en media res diciéndome que pronto llegaría a entender las verdades de la nueva aliénesis que había comenzado en el Krankenhaus y se propagaba entonces por los centros más avanzados de la psiquiatría mundial. Los tres o cuatro, y para de contar…

    Se esgolizó por la puerta y lo seguí, la dependencia establecida, la neo–neurosis galopante. Lo seguí dando tumbos a través de pasillos que habían visto toda suerte de desolaciones y quejidos. Hasta la puerta del comedor la cual abrió Ángel y, aparición de sahumerio, se esfumó. Y Ángel cerró las puertas.

    Aquella mañana caminé dando tumbos amargos por los pasillos. Mi madre se había lucido esta vez de verdad. Me había puesto en manos de un médico que rayaba con la locura excéntrica. Eso fue hasta que me topé con un hombre que venía también zumbón por el pasillo, la cara picada, gonorreica, moviendo los brazos en una afectación demencial, el cigarrillo en las manos que dirigían fantasmas de sinfonías y blandían argumentos antropológicos y conductistas. Botaba señales circulares de humo por unos labios carnosos contorsionados en un beso circense apropiado para aquellas funciones tabáquicas. Se llegó hasta mí y se introdujo.

    Luego Davilita, quien resultó ser un venezolano de estirpe europea, con pelo casposo de cubierta de La Montaña Mágica, me preguntó de dónde era y entonces, en un discurrir a trompicones, me iluminó recovecos llenos de las telas de araña de su campanario.

    –Porque verdad, has caído en buenas manos. Ordóñez es candidato al Nobel en no sólo psiquiatría pero también en varios otros campos del quehacer científico. En los años astrales que llevo aquí hay pocos psiquiatras que se le aproximen a su talento. Claro está estos fenómenos los conozco por mi formación en ciencias de la conducta que estudié en la universidad de los jesuitas en Caracas. Después pienso, que a pesar de haber llegado aquí a encontrar una cura espiritual para mis dolencias, he seguido aprendiendo en mi campo y sobre todo en lo que respecta a los misterios cósmicos, verdad–

    –¡Coño Davilita deja de joder ya! Qué tú no has dejado a nadie quieto desde que naciste. Porque siempre estuviste loquísimo. Lo sacaste en la sangre, –interrumpió un hombre de la cara correosa, una expresión en los labios y las mandíbulas de sapo, el pelo lacio a lo paje a sus casi setenta años. Sus parrafadas conmigo que entonces tuvieron comienzo, quizás para mi desgracia, se convirtieron en lo que los otros pacientes dieron el mote de la Paliza de Pastor.

    4

    Hubo veces en aquellas caminatas por pasillos tenebrosos que duraban horas, cuando miraba el reloj, desesperado, buscando la manera de librarme de él, el pediatra loco. Pero a pesar de todo tenía, si no hubieran sido tan recurrentes sus obsesiones de la historia de la geografía, economía y arquitectura españolas sui géneris de su gambito, una sabiduría que ostentaba quien era un aplicado lector de periódicos de segunda mano y que había sido un excelente bachiller, graduado en el año en que la República había sido proclamada, y entrado en la Facultad de Medicina, cuya carrera había terminado en dos años. Pero ahí mismo estaba el problema: en la circularidad de sus conferencias extemporáneas.

    –Es un país que vive de sus piedras. Ávila, Segovia, las catedrales románicas, las góticas. La princesa de las catedrales, la de Salamanca. Explayándose toda como si fuese una mujer encinta. Por algo no me decidí ser obstetra. Me interesan los niños después. ¿Sabe? Cuando ya han nacido y tienen algo de mundo…Pues eso es lo que nos queda: lo mismo que a los reyes godos. Piedras, algún cuadro del Greco. Alguna concesión barroca al gusto popular. Talleres de memorabilia quijotesca. Panaderías, algún quiosco de chocolate con churros. Dos o tres chatarrerías. Y yo aquí esperando, como si fuera, la segunda llegada de Cristo…Cosa bastante poco

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