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La guerra de los tres años Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1898-1902)
La guerra de los tres años Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1898-1902)
La guerra de los tres años Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1898-1902)
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La guerra de los tres años Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1898-1902)

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En la obra titulada La Guerra de los Tres Años, el autor José María Vesga y Ávila uno de los jefes de las fuerzas liberales que en 1899 se levantaron en armas contra el gobierno conservador y republicano de Manuel Sanclemente en Colombia, hace un amplio recorrido histórico por gran parte de los escenarios de horror y violencia que caracterizaron ese enfrentamiento bélico más conocido como la Guerra de los Mil Días, en la cual murieron miles de jóvenes con promisorias capacidades laborales e intelectuales, azuzados por odios partidistas, que solo favorecían los intereses egoístas de los jefes de las dos colectividades políticas tradiconales en el país.

Con documentos originales transcritos por el autor, quedan al descubierto las ambiciones politiqueras y vanidosas de los funcionarios del gobierno y de los jefes rebeldes, con la curiosa coincidencia que en ambos bandos pulularon personas con grados de generales y coroneles, obtenidos al calor de las salvajes batallas o los compadrazgos políticos.

Esta guerra que tuvo como lastre final la traición de la sinuosa dirigencia panameña que instigada por Estados Unidos separó al itsmo de la configuración geográfica colombiana, es el corolario de un aciago periodo de violencia y desgobierno, derivado de la incapacidad funcional y técnica de los gobernantes de turno y de la oposición, que en estructura ni ha sido valorada concienzudamente por las ciencias sociales, ni por las Fuerzas Militares de Colombia, ni mucho menos por los partidos políticos principales gestores de la hecatombe.

Recuperar este documento original de los archivos del olvido en anaqueles de bibliotecas sin consultar, escrito con el punto de vista de las fuerzas liberales, pero susetntado con documentos auténticos de los conservadores, es un gran paso que historiadores, sociologos, geopolítologos, analistas políticos, cientistas sociales, y lectores en general, acumulen mayores conocimientos acerca de la accidentada historia política, social, económica, cultural y militar de Colombia.

Por estas razones, leer, analizar y evaluar La Guerra de los Tres Años, subtitulada para esta edición de 2017 como Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1899-1902), es un interesante ejercicio intelectual y una posibilidad de navegar por las vivencias de quienes participaron en esa absurda confrontación armada que solo trajo desgracias posteriores para los colombianos.

LanguageEnglish
Release dateApr 17, 2018
ISBN9781370721535
La guerra de los tres años Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1898-1902)
Author

José María Vesga y Ávila

José María Vesga y Ávila fue un dirigente político colombiano, que militó en le Partido Liberal e hizo parte de los promotores del levantamiento armado contra el gobierno conservador, violenta revuelta dio paso a la sangrienta Guerra de los Mil Días. En 1914, Vesga y Ávila publicó la primera parte de sus memorias de aquella guerra fratricida desde el punto de vista del partido liberal, bajo el título La Guerra de los Tres Años.

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    La guerra de los tres años Historiografía de la Guerra de los Mil Días en Colombia (1898-1902) - José María Vesga y Ávila

    La Guerra de los tres años

    Historiografía de la Guerra de los Mil Días (18999-1902)

    José María Vesga y Ávila

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    La Guerra de los Tres Años

    Historiografía de la Guerra de los Mil Días

    Primera Parte

    José María Vesga y Ávila

    Primera Edición 1914

    Segunda Edición, 2017

    © Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    info@luisvillamarin.com

    Tel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9781370721535

    Smashwords Inc

    Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley en Colombia. No se podrá reproducir este libro sin autorización escrita firmada por el editor, en ninguna forma impresa, física, gráfica, reprográfica, de video, de audio, fílmica o electrónica.

    INDICE

    Primera Parte I

    Primera chispa

    Antecedentes de la guerra

    Primeros pronunciamientos

    Campaña del general Figueredo

    Preparativos

    Cúcuta redimida

    Esperanzas y realidades

    Batalla de Bucaramanga

    Concentración de revolucionarios

    Preliminares de tragedia…

    Batalla de Peralonso

    La victoria

    La leyenda heroica

    Inculpaciones y rectificaciones

    El triunfo

    En el Tolima y el Cauca

    La revolución en la Costa, Cundinamarca, etc

    Recapitulación

    Primera Parte

    Los Obispos–Piedecuesta–Bucaramanga–Piojó–San–Luis–Papayal–Rioblanco–Pera-lonso

    Advertencia preliminar

    En la concepción primitiva de esta obra no hubo otro pensamiento que reseñar las campañas en que tomó parte el general Benjamín Herrera. El alto prestigio militar que alcanzó en la guerra última este distinguido jefe liberal, lo hacen indudablemente la figura más descollante de la revolución, y por sus innegables triunfos es considerado, por amigos y adversarios, como una de las primeras espadas del país. No debe, pues, extrañarse mi admiración por sus hechos militares y que hubiera querido sintetizar en él las campañas más notables de la guerra de tres años.

    Nuestras relaciones personales y políticas, de tiempo atrás cultivadas con el notable jefe, por otra parte, reclamaban de nosotros hacer algunas rectificaciones acerca de lo que, con relación a la guerra, se ha escrito por personas interesadas en falsear la verdad; tarea tanto más fácil para nosotros cuanto hemos sido testigos presenciales de los hechos más trascendentales que a aquel Jefe se refieren, y hemos tenido muchas ocasiones de estudiar en la intimidad y muy de cerca, sus virtudes ciudadanas y sus capacidades militares y políticas.

    El trabajo primitivo, tal como lo hemos bosquejado, ha permanecido inédito por más de diez años, y al darlo a luz hoy, aunque hemos conservado lo que ya habíamos escrito, hemos modificado substancialmente la obra en general, despojándola de su carácter en cierto modo personal, para formar, en cuanto nos ha sido posible, un cuadro completo de la revolución, deducido de una abundante documentación, tomada de uno y otro campo, como la mejor garantía de nuestras afirmaciones.

    Naturalmente, el nuevo plan ha requerido varios volúmenes para su desarrollo. En este primero que damos al público, hallará el lector los antecedentes de la revolución, el estado en que se encontraba el país políticamente hablando, los recursos con que contaron en un principio los revolucionarios y los que obraban de manera adversa al desarrollo de sus planes, y seguidamente los hechos de armas que tuvieron lugar en los tres últimos meses de 1899, que fueron de los más fecundos de la guerra.

    En dos o tres volúmenes más publicaremos lo que se relaciona con los hechos, militares y políticos, que se cumplieron en los años siguientes, de 1900, 1901 y 1902.

    Con este nuevo plan ganarán los lectores no solamente por el más exacto conocimiento de los hechos cumplidos, sino que teniendo a la vista, como tendrán, la generalidad de los documentos oficiales y revolucionarios, podrán dar el ascenso que merezcan –sólo el que merezcan– a las afirmaciones y apreciaciones que hagamos, basados en ellos.

    Al tratarse de nuestros juicios Al tratarse de nuestros juicios personales sobre hombres y sucesos, no queremos preciarnos de imparciales. Lo que en lenguaje corriente se llama imparcialidad varía tanto como los gustos, simpatías o antipatías de cada cual, y por lo mismo, es inútil exigirla a quien escribe sobre hombres y hechos que no le es posible juzgar sino con su criterio personalista, que necesariamente no habrá de adaptarse siempre a las pasiones o intereses de muchos de sus lectores.

    Para nosotros la honradez del historiador no puede consistir en otra cosa que en la independencia de sus juicios, que le permita apreciar hombres y sucesos, con el valor que dan sinceras convicciones, sin reticencias equívocas ni culpables o interesadas complacencias.

    Que cada lector aplique a esta obra el criterio independiente de que hemos usado al escribirla, en la seguridad de que ni serán para envanecernos los juicios favorables, ni para notificarnos los adversos. Nuestro respeto por la libertad del criterio ajeno es la mejor garantía para la libertad del nuestro.

    El autor

    Bogotá, julio de 1914.

    Nota –Suplicamos el envío de un ejemplar de los periódicos que se ocupen –favorable o desfavorablemente– en este libro.

    Al que leyere:

    Reproducimos a continuación lo que escribimos en 1905 como introducción a esta obra, que pensamos publicar entonces, y que al hacerlo hoy, le hemos introducido muchísimas mejoras y gran acopio de datos.

    Desde que empezamos a escribir para el público tuvimos como cierto que la sinceridad debe ser cualidad indispensable a todo escritor que se estima y que aspira a conquistar siquiera la benevolencia del lector. Por eso, en cuanto hemos dado a la publicidad en más de un cuarto de siglo de labor en la prensa, en el país como en el Extranjero, si no hemos logrado llamar la atención por la brillantez del estilo o la grandeza del concepto, ni hemos falseado la verdad a sabiendas, ni expresado pensamientos o ideas en contradicción con nuestros propios sentimientos.

    La presente obra no se aparta en nada de ese tradicionalismo de nuestro espíritu. Escrita en los campamentos, casi a medida que los acontecimientos se cumplían, carece necesariamente de la corrección de formas que pudiera obtenerse en el apacible retiro de un gabinete de estudio, e inevitable es también que palpite en muchas de sus páginas la pasión de aquellos días de brega; pero se nos hallará siempre sinceros, expresando la verdad, como pudimos apreciarla, sin que nos ciegue la cólera ni las simpatías nos arrastren a falsearla.

    Habríamos querido conservar inédita esta obra, dando espacio al tiempo para las rectificaciones a que haya lugar sobre hombres y sucesos, y en espera de algún reposo que nos permitiera presentarla al público con menos desaliño, pero instancias reiteradas de amigos y copartidarios nos han obligado a desistir de aquel propósito.

    Ni somos guerreros, ni aspiramos a serlo, ni tenemos amor alguno a la guerra. Nuestra educación y nuestro temperamento se compadecen muy poco con esos pugilatos estériles, en los que de ordinario, que diría Bismarck, la force prime sur le droit. El concepto que tenemos de la política tampoco se aviene con la lucha armada; nuestros ideales están muy distantes de las soluciones violentas, los odios sectarios y las adoraciones fanáticas, que constituyen el fondo común de nuestros partidos extremos.

    Nuestras aspiraciones, por lo demás, son en extremo modestas. Acostumbrados desde adolescentes a" buscar en labores honestas las fuentes de nuestra vida, ni nos perturban sueños ambiciosos, ni nos fascinan resplandores de gloria, ni nos desespera el monótono trajín de la medianía sencilla en que vivimos al confortable abrigo de un hogar feliz.

    Quisiéramos que un amor fecundo a esta patria infortunada, caldeara todos los corazones; que a la sombra de ese amor –superior a todos los amores– se suavizaran nuestras relaciones de hermanos, se desbastara la barbarie ingénita de nuestros partidos y, abriendo libre paso a la tolerancia, la caridad y la benevolencia, pudiéramos alzar un templo a la concordia, que permitiera oficiar en sus altares, sin obstáculos ni contrariedades, a todas las virtudes ciudadanas, no importa de dónde vinieran, de modo de poder concurrir al bien común, con el amor y la fe que confortan y animan para escalar las alturas. Demasiado sabemos, por desgracia, cuán distantes estamos de poder fundir en ese molde generoso a nuestras colectividades políticas.

    Nacidos a la vida ciudadana entre las convulsiones horribles de una guerra de diez años, en la que fue nota dominante la crueldad; pasamos bruscamente de las humillaciones de la ergástula a las orgías demagógicas, y libres de la extraña coyunda, nos disputamos –hermanos contra hermanos– la herencia de mando, de explotación y de favores.

    De ese fondo de barbarie y esos fermentos de cólera, surgieron nuestros partidos históricos, con sus credos ampulosos, exagerados y por lo mismo impotentes para el bien y ocasionados solamente a retrasar nuestro progreso y agotar nuestras fuerzas. Los odios irreconciliables, los fanatismos intransigentes, son secuela natural de tales organismos, que no han dado otros frutos que haber mantenido en lucha casi secular –como adversarios furiosos– a media nación que no ha tenido otras aspiraciones que mantener en la esclavitud a la otra media.

    Agrupaciones de tal modo formadas tienen que ser necesariamente absolutistas: ni admiten términos medios, ni se avienen a transacciones que acerquen unos a otros a oficiantes de contrarias ideas, quieren sectarios incondicionales, encarnados en su intransigencia, que, convertidos en elemento –que diría Lamartine,– acallen la conciencia y supriman el pensamiento para encerrarse en dogmas invariables y seguir sin vacilaciones la proyección impresa a la masa por centros directores o por caudillos audaces.

    De ahí que tan fácilmente se apellide de tránsfugas a los que vacilan en ocasiones y aun sean tratados como enemigos quienes, al impulso ajeno, resisten con moderación y dignidad. Así se explica que cuando suena el clarín de guerra, prive la tradición sobre el sentimiento, y nadie vacile para saber en dónde está su puesto. Ni siquiera la neutralidad es permitida; pues la absurda máxima de que el que no está conmigo está contra mí, resume y condensa la idiosincrasia de nuestros partidos en lucha.

    Y es constreñidos por esa índole nuestra por lo que nosotros, como muchos, hemos ido a los campamentos, por más que, si hemos llevado el entusiasmo sectario en que nacimos, no la convicción de que las luchas intestinas sirvan para otra cosa que para desmoralizar a los pueblos, matar sus energías, agotar sus industrias y llevarlos a la disolución.

    No podrá negarse, sin embargo, que nuestras revoluciones, si no justas, porque nunca habrá justicia en la matanza de hermanos, han sido por lo común justificables. Nuestros gobiernos, en efecto –fruto natural de nuestro vicioso organismo político–, no han pedido ser sino gobiernos de partido, y como tales, intransigentes y en ocasiones feroces con los del bando contrario.

    Camarillas de explotadores del erario público –del que se creen dueños exclusivos–, negadores sistemáticos de toda justicia a los que vistos de arriba, antójanseles parias; nuestros gobiernos, en mayor o menor escala, no han hecho otra cosa que explotar a los unos en beneficio de los otros, despertar antagonismos odiosos, que un día u otro cristalizan en las formas sangrientas de nuestras cuotidianas guerras civiles, con su horrible cortejo de crímenes, de desmoralización y de ruinas.

    La última revolución, a la cual se contraen estos apuntamientos, si inoportuna y hasta innecesaria, como todas lo han sido, no puede ser calificada de injustificable.

    Múltiples causas, generalmente conocidas, determinaron su génesis e impulsaron su desarrollo, y si revistió caracteres antes desconocidos, si fue larga, obstinada y sangrienta, si fueron muchos y muy hondos los surcos de miseria que dejó dondequiera, su terminación, menos por agotamiento que por acto de patriotismo y de cordura, nos legó precedente nobilísimo con los tratados de paz de Panamá, que si deficientes, volvieron en poco tiempo la normalidad al país, cuando en la tradición de nuestras luchas, siempre fue triste epílogo de las matanzas colectivas el anonadamiento del vencido, sacrificado en la encrucijada o en el cadalso, escarnecido en las prisiones o agotado en las nostálgicas tristezas del destierro, después de saqueada su heredad y destruidas las fuentes de su subsistencia y la de su familia.

    Más aún: la grandeza y tenacidad de la lucha han sido motivo de hondas meditaciones para todos los colombianos, y ante la grave magnitud del estrago todos hemos corrido sobrecogidos ante el altar de la patria, aliviados de nuestro fardo de odios para darnos un abrazo de hermanos.

    Por eso a los días sombríos de los certámenes de fieras suceden las claridades de una paz fecunda basada en la justicia, y en las lejanías del porvenir se abre el corazón a la esperanza. Las voces de los revoltosos se pierden en el vacío del desprestigio, y la amarga crispatura de la intransigencia en fiasco se refleja impotente en la plácida onda que nos lleva triunfalmente a la concordia.

    Ni el historiador ni el filósofo pueden pasar inadvertido tan importante período de nuestra vida. Los hechos cumplidos y los hombres que los informaron, bien merecen ser tomados en cuenta por la posteridad para dictar sobre ellos definitivo veredicto. No están de más, pues, los esclarecimientos, las relaciones más o menos verídicas, los estudios más o menos imparciales de los contemporáneos, para ir fijando los puntos de vista que serán aprovechados más tarde, y que traerán la justa distribución de glorias y responsabilidades en la grande aunque dolorosa lucha a que nos venimos refiriendo.

    Una contribución a ese estudio es la presente obra. Unidos al general Benjamín Herrera por afinidades políticas y por una amistad tan respetuosa como sincera, fuimos de los que le acompañaron en gran parte de las campañas de Santander y de Panamá. En íntimo contacto con él, durante muchos meses, pudimos estudiar de cerca las acciones trascendentales en que él tomó parte principalísima, al par que su fisonomía moral, sus talentos militares y políticos de todos conocidos.

    Nuestra permanencia al lado del gallardo jefe, que nos honró siempre con su estimación y confianza, así como también el período relativamente largo que pasamos al lado del Supremo Director de la guerra, general Gabriel Vargas Santos, y del modesto general Justo L. Durán, nos dieron ocasión para recoger datos interesantísimos y acopiar documentos, públicos unos e inéditos otros, que servirán de base a la relación que hoy presentamos al público.

    Las campañas de Santander y de Panamá –las más trascendentales de la pasada guerra– pusieron a prueba los más altos prestigios del país, mostraron frente a frente las más aquilatadas energías; fueron, en fin, los -

    más notables certámenes de valor y de heroísmo, de fanatismo y de cólera, de ineptitud y de barbarie, que jamás haya presentado Colombia ante el mundo civilizado.

    No es, pues, ociosa nuestra labor, ni carecerá de interés una relación documentada de dichas campañas, y tal confianza nos anima a su publicación. De la campaña de Santander se ha ocupado en extenso la prensa; pero las relaciones que de ella se han hecho son generalmente deficientes, cuando no mentirosas y apasionadas, y la de Panamá, en mucho desconocida del país, a lo menos en detalles interesantísimos, apenas sí ha sido desflorada en reducidos folletos o en algunas hojas periódicas. Esta obra, estamos seguros de ello, arrojará mucha luz sobre una y otra, lo mismo que sobre las de otras regiones del país, en las que también nos ocupamos en la extensión que nos ha sido posible.

    Al lado de la figura descollante del general Herrera, se levantaron en aquellas campañas las de otros copartidarios meritísimos, así como trajeron nueva savia al partido, muchos jóvenes notables por eximias cualidades, reveladas por el ejemplo del jefe y estimulados por la gloria de sus marciales triunfos. A todos hace justicia esta obra, no escaseando alabanzas a cuantos se hicieron merecedores de ella, con amplitud tanto más grande cuanto que ni nos molesta el mérito que otros alcanzan, ni nos inquieta jamás el pesar del bien ajeno.

    Si la expresión de la verdad, tal como hemos podido comprenderla, levantase protestas contra nuestro trabajo y contra nosotros mismos, acogeremos sin dificultad y aun con agradecimiento, las rectificaciones que se apoyen en documentos fehacientes o en relaciones desapasionadas; pero excusaremos toda polémica personal, tanto más si en nada ha de contribuir al esclarecimiento de los hechos y sólo sí a fomentar la discordia y a traer a la arena de la discusión, junto con las afirmaciones baldías, procacidades inusitadas entre personas decentes.

    Ojalá que esta obra, razonada exhibición de caracteres, de virtudes y de vicios, de grandes acciones y pequeñeces ridículas, de heroísmos estériles y magnanimidades fecundas, de ineptitudes y barbaries, sirva para imprimir en lodos los espíritus, con el amor a lo heroico, supremo horror a las guerras civiles –cáncer que va para un siglo nos devora– y, vigorizando nuestros corazones en el amor a la patria, reservemos nuestras energías para cuando extraños ensoberbecidos insulten su dignidad y amenacen su soberanía.

    J. M. Vesga y Ávila, San José de Cúcuta, 1905

    I

    Primera chispa

    Los insurgentes –El jefe –La cuchilla de Bochalema –Pronunciamientos en Soto–Pronunciamientos en Ocaña –Pronunciamientos en la Costa Atlántica –El general Benjamín Herrera

    Sobre los filos hermosos que dora el sol, derramando la abundancia y la vida, brillaban en las brumosas noches de la última quincena de octubre de 1899 las hogueras del vivac revolucionario; ondeaban al viento las flámulas rojas, y departían en grupos variados, sobre la alfombra verde, los bisoños guerreros que, ansiosos de libertad, hablan ido allí en busca de sacrificios y de gloria.

    Como obedeciendo a conjuro misterioso habían concurrido allí –huyendo las ciudades– de oriente y occidente, del mediodía y el septentrión: los briosos luchadores de Salazar, acaudillados por los López; los escasos, pero enérgicos liberales de Arboledas, con Lucio Pavón a la cabeza; los bravos cucutillas, capitaneados por el infortunado Florentino Ramírez; los valientes de Silos, de Cácota y de Chitagá; los esforzados pamploneses, los entusiastas cucuteños, los indomables bochalemeros y chinácotas, en fin, con jefes tan distinguidos como Benito Hernández, Rafael Leal, Isidoro Mendoza, Antonio Fuminaya y otros más, acompañados de hermosa constelación de jóvenes pundonorosos, como Hermes García G., Víctor A. Picón, Clemente Montañés, Manuel Valentín Sánchez, Roberto Irwin, Samuel Bernal Solano, los Valeros, Gilberto Castillo, Ceferino Yáñez, los acaudalados cuanto patriotas jóvenes Moras, los Briceños, los Peñas, los Valencias, los Bustos, los Villamizar Vargas, los Hernández, Parra, Franco, Cuberos, Lamus, Peralta, Arenas, y muchísimos más, todos patriotas y valientes, de familias distinguidas, acostumbrados al trabajo que aparta de los vicios, todos abnegados y bizarros, predestinados unos al martirio, los otros a la gloria.

    Con resplandores de sol y para hacer centro de aquella pléyade de héroes en embrión, se destacaba la apuesta figura de un veterano todavía

    joven, enérgico sin fanfarronería, valeroso sin ostentación, de inteligencia clara y no escasa ilustración, velada por excesiva modestia; un batallador, en fin, que ya se había distinguido en nuestras contiendas, ora al lado de Daniel Delgado, la más brillante personificación de la democracia coronada por la gloria, ora del nunca bien sentido Daniel Hernández, aquella alma sublime de espartano en la que encarnó el valor heroico y el supremo culto a la libertad y al derecho que distingue al denodado pueblo santandereano; pueblo viril como pocos y donde parece que no se extinguirá jamás el espíritu fecundo que engendró a los comuneros y brilló como aurora de heroísmo en los corazones de Antonia Santos y de Mercedes Ábrego.

    Sometiéndose a las imposiciones de la disciplina partidaria, el jefe a que nos hemos referido había concurrido allí a virtud de una orden superior que lo designaba para encabezar el movimiento revolucionario en el norte de Santander.

    No juzgaba él propicia la ocasión ni el terreno debidamente abonado; pero la juventud entusiasta y el pueblo alborozado que lo rodeaban, lo aclamaban por unanimidad en el nuevo Aventino donde se hallaban congregados, y el modesto guerrero, sometiéndose a la ley de su destino, aceptó sin vacilar las tremendas responsabilidades, y como herido por el rayo invisible de la fortuna, firmó en la cuchilla de Bochalema su pacto solemne con la Gloria, la que con sus alas de fuego acariciaba su frente pensadora.

    Tal fue la primera chispa del incendio que había de devorarnos durante tres años; la génesis de la revolución gigantesca que debía asombrar al mundo por la constancia y bravura de los combatientes; el principio de la sacudida de un pueblo vigoroso a quien llevó la intolerancia a la desesperación; sacudida que habría de demostrar, a tirios y troyanos, que no impunemente pueden vivir los gobiernos de camarillas audaces, negadoras sistemáticas de todo derecho, en la tierra que, empapada con sangre de mártires, vio brillar en Boyacá las auroras de libertad que acabaron con una tiranía de centurias. Santander todo ardía.

    En la provincia de Soto se juntaba lo más granado del liberalismo de las provincias del sur, a la falange de jóvenes que con los hermanos Neiras, Soler Martínez y Pedro Sánchez, venían de Cundinamarca y Boyacá, y formando la única fuerza bien dotada que existió al principio de la guerra, se ponían en La Mesa de los Santos a las órdenes de Rafael Uribe Uribe.

    En la provincia de Ocaña organizaba un lúcido cuerpo de ejército el diligente cuanto patriota general Justo L. Durán. En el resto del país, no -

    preparado para la lucha armada, los movimientos que tuvieron lugar por entonces afectaron extrema timidez, y mostraban a las claras el desconcierto del partido. Entre aquellos movimientos sólo el de Barranquilla, que dio por resultado la toma de algunos vapores, y el del infortunado cuanto heroico general Zenón Figueredo en Cundinamarca, son los que pueden considerarse como de importancia.

    Tales eran los hechos principales que se cumplían en el país, cuando se formaba en Bochalema el glorioso Ejército del Norte, que tuvo como jefe al modesto guerrero que ya hemos bosquejado, el general Benjamín Herrera, predestinado a brillar en la desastrosa contienda como la primera espada del liberalismo y la mejor esperanza para el porvenir de la patria.

    He aquí algunos rasgos del notable caudillo, trazados por la gallarda pluma del doctor Lucas Caballero: –".

    ..Si respecto de lo inanimado, la influencia del alma humana, ya en su inspiración, ya en su energía, da la medida del mérito del artista, de modo que el violín de un gran maestro, verbigracia, adquiere valor entre sus manos y lo moldea a su imagen; respecto de agrupaciones inteligentes y sobre todo de asociaciones voluntarias, el grado de la influencia del jefe, influencia que sólo se opera cuando la confianza se inspira, es medida de mérito de quien logra reducir a su voluntad y a su pensamiento, la voluntad de una agrupación de modo que no haya esa oscura pero poderosa resistencia de la masa.

    "Eso sólo se consigue en los ejércitos cuando el alma del jefe vibra en las de sus subordinados, el general Benjamín Herrera, Jefe del Ejército de Santander, tiene su mejor biografía en la épica campaña de esa gloriosa agrupación de hombres, de fortuna los unos, de letras muchos, industriales los más y hombres de honor, patriotas y valientes, todos.

    La confianza absoluta, ilimitada, que ellos le dispensaron, siendo hombres de pensamiento libre y de corazón bien puesto, en una palabra, de la más bien entendida y bien guardada dignidad, es signo y es prueba de muy alta estimación de su valor y de su pericia, de su patriotismo y de su lealtad.

    "En cuerpos revolucionarios, y entre revolucionarios liberales, a donde la democracia recobra sus fueros y a donde el análisis, si constituye a las veces un defecto, es de otro lado demostración de altas virtudes, no se -resigna vida, conciencia y hasta honor en manos de quien proclaman por jefe, sino con el pacto implícito de los altivos e históricos convencionales de Aragón, refiriendo el valer al patriotismo: 'Nosotros, que cada uno valemos tanto como vos; y que todos juntos valemos más que vos, os damos esta espada para que defendáis nuestros derechos, si no, no.' Y los santandereanos tienen mucho de aragoneses.

    Es pueblo que no tanto se distingue por su heroicidad, con ser que raya en las más altas cimas del valor humano, como por su buen sentido y su cordura. Es pueblo en que seducen menos las palabras que las acciones, y en que, en cuestiones políticas, son pospuestas a la alteza de propósitos y a la consecuencia de doctrinas las fascinaciones de la brillantez. La extensión de campos a que la inteligencia se dedica, no la admira cuando va en detrimento de la profundidad.

    Cuando no se compadece con la solidez, desdeña la elegancia. Rinde palias a la inteligencia; pero reserva el frenesí de sus entusiasmos para los altos caracteres. Un caudillo militar no tiene allí séquito sino cuando la experiencia ha demostrado las dotes de su pericia y sometido a prueba satisfactoria los quilates de su lealtad. Prestigios que allí se forman, como que arraigan muy hondo, son aptos para extenderse muy lejos. En ese suelo y con ese cultivo, el prestigio, si puede compararse con un árbol, levanta recto su tallo y muy frondosa su copa.

    "En medio de ese pueblo es en donde ha hecho el general Herrera su carrera brillantísima. Esa carrera no ha sido improvisada. Si bien es cierto que haciendo aplicación de observaciones de psicólogos, se ha cumplido en el general Herrera, que impulsos y aptitudes militares especiales que permanecían latentes, han tenido con la guerra de 1900 las circunstancias que han permitido su pleno desarrollo, y con el cual ha dominado alturas a donde no culminan sino los escogidos, la tuvo en su adolescencia y hermosas flores de tan opimos frutos las dio en su juventud.

    "Adolescente fue ayudante en 1876 del sublime Daniel Delgado, y hombre ya formado, en 1885 fue uno de los mejores auxiliares del inmortal Daniel Hernández. Tuvo, pues, escuela de héroes. Sus grandes lecciones fueron Toche, El Otún, La Cabaña, Morrogordo y La Linda, La Salina y el memorable sitio de Cartagena. En la tan admirable campaña de Boyacá, mereció mención especial y muy honrosa del Mayor Generalísimo doctor Felipe Pérez.

    "Si, pues, lo que demasiado pronto crece pronto acaba, un laurel tardío, según magnífica expresión del príncipe de los poetas del siglo XIX, crece en el porvenir.

    'En la guerra de 1900, en que ha asumido responsabilidades de operaciones trascendentales y gozado de más amplia autonomía, ha puesto de manifiesto una competencia militar sobresaliente, que lo exhibe renuevo vigoroso de los Santos Gutiérrez y los Santos Acosta

    Sin elementos ningunos, levantó en la provincia de Cúcuta un ejército que estuvo al principio como en los labios de un torno, pues se hallaba en medio de fuerzas dictatoriales que ocupaban a Cúcuta y a Pamplona, compuestas de batallones veteranos, provistos de cuantiosísimo parque: operaciones de muy hábil estrategia y actos de audacia imponente, le permitieron amedrentar al enemigo y ocupar la gloriosa, la nunca bien ponderada, patriota y bella ciudad de Cúcuta. Esa ocupación ha sido uno de los sucesos de más importancia y que han tenido mayor trascendencia en la actual lucha.

    Con ese suceso la guerra que había sido en todo el país un acto instintivo, casi desesperado, tuvo en Santander proporciones que fueron el espanto y el castigo de la regeneración colombiana. Allí, en días, casi en horas, y con el concurso de un pueblo generoso y decidido, logró formar un ejército que, por su organización y por su calidad, podía medirse, como luego se midió, con fuerzas aguerridas muy superiores en número, que disponían ampliamente de materiales de guerra. Allí dio aplicación a todo esfuerzo; toda aptitud tuvo su puesto. Así estuvo en capacidad de reparar el gran desastre de Bucaramanga y de recibir y de apoyar a sus hermanos, los héroes de esa grandiosa y tristísima hecatombe.

    Tocóle luego parte principalísima en la dirección de batallas como las de Peralonso y Gramalote, en que la abrumadora superioridad numérica del enemigo en la una y la naturaleza inexpugnable de las posiciones en la otra, hacían obra humanamente improbable triunfos que, si han ceñido su frente con los más verdes laureles, constituyen trofeos de que se enorgullece el liberalismo colombiano. Fue el héroe descollante de la grandiosa batalla de Palonegro.

    "Allí cada combatiente tuvo que multiplicarse para resistir y hasta para vencer en alguna de esas legendarias jornadas, lo que con justicia puede llamarse el poder imbécil del número. En ese, como en todos los combates, su extraordinario valor fue de una serenidad verdaderamente -olímpica: el peligro le da la clarividencia del acierto, como que en vez de ofuscarlo parece darle inspiración.

    "En quince días de un batallar constante, ya con la luz meridiana, ya en las sombras de la noche, bajo los ardores del sol, ora con las inclemencias de la lluvia, sin los reparos del sueño, casi sin los de un oportuno sustento, Herrera se crece y multiplica: su valor electriza; en su presencia de ánimo hallan confianza los subordinados, fuentes de noble emulación muchos distinguidos jefes.

    "¡Oh, Palonegro!, fuisteis el sacrificio de un gran pueblo; pero si muy alto mostrasteis el carácter del liberalismo colombiano, muy más alto habéis exhibido la nobleza de sus pensamientos. ¡Y a pueblos que dan esas muestras de energía en las luchas por la reivindicación de sus derechos, a gentes que demuestran que estiman más su dignidad que la vida, de que hacen holocausto a sus ideales, y de sus bienes, e que han hecho abandono al enemigo, les ofrece un gobierno usurpador y salido de las tinieblas de la noche, una clemencia que desprecian porque ven en ella sobre la crueldad la ironía! Los saldos de sangre obligan. El ejemplo estimula: la voluntad se vigoriza y el carácter se retempla.

    Quince días de batallar son síntoma de veinte meses y de veinte años de lucha mientras la traición no abra paso a la República. La sangre tiene sus fecundidades y sus purificaciones. Con esos ejemplos el alma se ennoblece. La sombra de esos héroes, diría Karner, vuela por encima de los patriotas, como pendones.

    "No es posible nombrar a Palonegro, sin que el alma se recoja y sin que el pensamiento honre con el recuerdo las víctimas y los héroes de esa inmortal epopeya. Volvemos a tomar el hilo del perfil que nos hemos propuesto.

    "Tocóle al general Herrera asegurar la marcha del ejército liberal después de Palonegro, que aunque compuesto de gente inaccesible al miedo, iba absolutamente desprovisto de municiones. Esa marcha se hizo a razón de una hasta tres leguas por día y llevando un crecidísimo número de heridos; tal respeto inspiraba, que en cerca de tres meses no se atrevieron a acercarse a donde pusieran en práctica el intento de hacer agonizar a quien dieran por moribundo, ni de rematar al que presentaran por muerto.

    ¡Oh, municiones!, con vuestro concurso las dianas de Palonegro, que más de una vez anunciaron el triunfo liberal, hubieran anunciado el triunfo de la república!

    "Ha cumplido marchas como la efectuada con el Ejército del Norte de Ocaña para Soto, en que las fuerzas liberales remontaron el río Lebrija en una distancia

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