La buena estrella
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La buena estrella es una divertida novela de enredo que mezcla la comedia con el género policiaco.
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La buena estrella - Adolfo Zulueta
Un grupo de amigos de mediana edad y profesiones liberales deciden pasar un fin de semana en el hotel-casino BCN del recién inaugurado complejo Barcelona World. En medio de la primera noche de juerga, Mou, un ex jugador en horas bajas, realiza una descabellada propuesta a sus compañeros: secuestrar el cuadro Étoile Bleue de Miró, propiedad de uno de ellos, para luego cobrar la indemnización de la compañía de seguros para la que él trabaja. Lo que en principio parece ser una simple ocurrencia, Marlon, un sibarita admirador de la obra del genial pintor, acaba por tomársela muy en serio, hasta el punto de reunirse en secreto con Mou para llevar más allá el plan de su amigo.
La buena estrella es una divertida novela de enredo que mezcla la comedia con el género policiaco.
La buena estrella
Adolfo Zulueta Vallejo
www.edicionesoblicuas.com
La buena estrella
© 2016, Adolfo Zulueta Vallejo
© 2016, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16627-10-3
ISBN edición papel: 978-84-16627-09-7
Primera edición: febrero de 2016
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
No escriba más que ficción. El resto le traerá problemas.
Joël Dicker
RE: INVITACIÓN
Apreciado Señor Brandy:
Por razones obvias no podré asistir a la presentación de su libro. Agradezco su interés. No podía haber escogido un lugar más apropiado para el evento.
Atentamente,
Ka
P.S. Seguiré su sombra.
I
Me decantaba claramente por las ciencias y un buen día el profesor de literatura me dijo: «Tiene serias dificultades para escribir. Lea la prensa a diario, y a ser posible, varíe la lectura de los periódicos. Lea artículos de opinión y crítica, y si lo hace, quizá algún día nos sorprenda».
Debía de tener quince años cuando el Señor Serra me apercibió. Desde entonces leo el periódico a diario. No he conseguido despertar el interés de nadie más allá de mis cuatro amigos y de todos mis familiares que leen con devoción mis textos. Mis escritos son poco más que intenciones, la mayoría apuntes atropellados cargados de detalladas descripciones. Es así y soy consciente. Escribo sin complejos.
No hay día que no lea La Vanguardia. Como ayer: sentado en la barra del bar abro el periódico por la sección de necrológicas. ¡Qué extraña costumbre la mía!, empezar el día buscando las señas enmarcadas de los difuntos. En un fugaz barrido detecto las edades de los fallecidos y me centro en los más jóvenes. Imagino una vida de sueños truncada por un accidente o por una enfermedad implacable y siento el eco del dolor de una familia destrozada. ¿Qué busco en este sardónico rastreo? No lo sé. De verdad que no lo sé. Divagando he llegado a pensar que espero encontrar mi propia esquela. ¡Por Dios, qué sobresalto! Afortunadamente eso no ha ocurrido. Sigo sobrevolando el rastro tintado de los que ya no están para cerciorarme de que yo persisto. Debe de ser eso.
Paso página y entro de lleno en la sección de cultura para leer una noticia que me llama la atención, por su contenido y no por su redacción, la que por cierto es desoladora.
La Vanguardia, 13/08/2013
Los seis ciudadanos rumanos acusados del «robo del siglo» —compuesto por siete valiosas obras de arte en el museo Kunsthal de Róterdam (Países Bajos)— han ofrecido devolver los cuadros a cambio de trasladar su juicio desde Rumanía a Países Bajos, según ha informado este martes la cadena británica BBC.
El acuerdo ha sido ofrecido por Ragu Dogaru y los otros cinco acusados mientras acudían a juicio —uno de ellos será juzgado in absentia, en Bucarest—. El juicio ha sido aplazado al próximo 10 de septiembre debido a que algunos de los acusados han exigido ser puestos en libertad bajo fianza. Uno de los abogados ha asegurado que sus clientes han ofrecido devolver cinco de las pinturas robadas, sin hacer mención a las otras dos.
Otra abogada, Maria Varsii, ha afirmado que «hay más probabilidades de que los cuadros estén intactos», y que su cliente había ofrecido entregarlos a las autoridades de Países Bajos si a cambio se les juzgaba en este país. Se temía que los cuadros, de Picasso, Gauguin o Monet entre otros, hubiesen sido destruidos por los sospechosos del robo cuando Olga Dogaru, la madre de uno de los acusados, aseguró en julio que habían quemado los lienzos, cuyo valor estimado podría situarse entre 65 y 130 millones de dólares (entre 49 y 98 millones de euros), aunque posteriormente se retractó de su declaración.
Los expertos forenses que examinaron los restos de pintura, lienzo y clavos encontrados en el horno de Olga Dogaru han rechazado hasta el momento afirmar definitivamente si estos restos carbonizados pertenecen a las pinturas robadas. Los cuadros fueron robados a través de una entrada trasera del museo antes del amanecer del 16 de octubre de 2012, en un allanamiento que duró menos de tres minutos.
Supuso el mayor robo de arte de los Países Bajos desde que en 1991 un total de veinte cuadros fueron sustraídos del Museo Van Gogh en Ámsterdam. Las pinturas robadas salieron a la luz unos meses después cuando un amigo de Mariana Dragu, una experta en arte del Museo Nacional de Arte de Rumanía, le pidió que examinase algunas obras de arte que planeaba comprar. Según Dragu, llamó a la oficina del fiscal cuando se dio cuenta de que se trataba de los originales robados.
II
A última hora de la tarde no queda nadie en el despacho. Después de un largo día, con una mañana muy ajetreada, las pantallas de los monitores finalmente descansan y lucen, de fondo, la imagen repetida del logotipo del estudio. Al final de la sala, el único flexo encendido irradia de soslayo un potente chorro de luz incandescente, proyectando sobre el enlucido la sombra deformada de una maqueta.
La sombra, una mancha negra cercada por formas puntiagudas, es el recuerdo triste del último proyecto de obra nueva realizado por encargo, y de eso, hace un par de años. La crisis económica, después de un lustro, se ha afianzado en nuestras vidas, nos ha invadido y se ha cebado con virulencia en nuestro colectivo. Como los encargos han menguado y los proyectos de obra han desaparecido, realizamos trámites vinculados al puro papeleo de oficina: informes, dictámenes, valoraciones para particulares, compañías de seguros, entidades bancarias y también salas y tribunales de justicia.
Me he quedado solo para aprovechar el silencio que se extiende entre las mesas recogidas, tratando de finalizar un dictamen judicial para el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. A estas horas es cuando realmente puedo concentrarme, lejos de las llamadas telefónicas y de las constantes interrupciones de mis colaboradores. Es tarde y estoy bloqueado. Llevo días, semanas, intentando avanzar sin éxito en el desarrollo del dictamen.
El encargo, por su alta dosis de especialización en cuestiones urbanísticas, resulta farragoso en extremo. Consiste en la valoración económica, a efectos expropiatorios, de una finca limítrofe con el Polígono Industrial Pratense de El Prat de Llobregat. Como arquitecto-perito y a petición de la demandante, una sociedad mercantil que opera en la zona, he sido designado por el Tribunal para dar el valor de justiprecio al solar expropiado.
La primera de las cuestiones a las que debo dar respuesta dice:
«Concrete el valor de repercusión aplicable a la finca de autos, calculado por el método residual, considerando la fecha de referencia a efectos valorativos la del inicio del expediente de justiprecio de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 24.1 b) y c) del Real Decreto Legislativo 2/2008…».
No he acabado de leer el primer párrafo cuando mi mano derecha, dirigida por un impulso, mueve el cursor para internarme en la última actualización de mi página de Facebook y de aquí, casi por acto reflejo, a la página de deportes de La Vanguardia. Es veinticinco de enero de 2012 y el titular resulta de lo más atractivo: «El Barça-Real Madrid en todo el mundo». Para mí, pienso, el mundo es todo lo que escapa a las paredes de esta sala.
Efectivamente, hoy se juega el partido de vuelta de cuartos de final de la Copa del Rey y en estos momentos el mundo está dividido entre blaugranas y blancos. Es imposible no decantarse y no seguir la retrasmisión del partido del siglo. No hay un solo evento capaz de concentrar a tanta gente en torno a un plasma y lo curioso es que ese enfrentamiento se repite varias veces al año. Varias veces al año celebramos el partido del siglo, como si el último fuera el definitivo.
Para no caer en la distracción, minimizo la pantalla pero emerge de nuevo el tedioso dictamen que tanto me atormenta y entonces me repito en voz alta la súplica:
—¡Dios, haz algo! ¡No me puedo concentrar! Ayúdame a avanzar.
El silencio es absoluto. En la penumbra, las motas de polvo sobrevuelan el escritorio, agitadas al cruzar por delante de la pantalla. Más allá, la densa oscuridad difumina los límites de la sala y es salpicada por el chisporroteo aleatorio de las señales luminosas de los aparatos electrónicos. Me siento aislado en mi universo de estrellas parpadeantes. Y de golpe, la señal acústica de un mensaje en el teléfono móvil rompe la cristalina calma y me provoca un súbito sobresalto.
El mensaje encriptado de WhatsApp de mi amigo Mou dice:
Barça-RM. Ver en ksa de Bert. Todos ok. Puedes traer birras?
La súplica ha sido escuchada, pero no por Dios. Un mensaje tentador ha sido servido por el diablo. Al instante, llevado por el demonio, apago el ordenador y escapo a toda prisa a comprar unas cervezas heladas en el bar de abajo.
—¡Baaaaarça! —repito con entusiasmo mientras bajo los escalones de dos en dos.
Todos son los amigos de siempre, los que han compartido infancia y adolescencia en el colegio. Se conocen desde los cinco años. En aquel tiempo convulso, el país vivía con inquietud los últimos suspiros de la dictadura. La inminente muerte del Caudillo deparaba un futuro incierto, lleno de sombras turbadoras cerniéndose sobre un país sin base estable, con atrasos y deficiencias en muchos aspectos. La duda era palpable en todos los estamentos de la sociedad.
Recuerdo la mañana en la que murió. Aquel día de noviembre de 1975, en Barcelona, la mañana despertó fría y soleada. Como siempre y bien temprano nos recogió el autocar escolar, a mí y a mis hermanos. A la altura del Camp Nou, a eso de las nueve menos cuarto, el autocar dio media vuelta cuando el chófer anunció su muerte.
No entendí el alcance de la noticia, porque entre otras cosas no sabía que el difunto, un tal Franco, era quien dirigía hasta entonces y con mano dura nuestros destinos. El único recuerdo que tengo de ese día, vago y nublado, mientras disfrutábamos de una programación especial en la televisión de dibujos animados, es la imagen contradictoria desde el comedor de casa. Un vecino del edificio de enfrente desplegó en su balcón una bandera nacional con un crespón negro suspendido, mientras su vecino de abajo celebraba con inusitada alegría una fiesta familiar brindando entre confeti.
Fuimos a un colegio de la parte alta de la ciudad, situado en la avenida Pearson del barrio de Pedralbes. Una zona exclusiva de casas señoriales, de balcones rematados con balaustradas de piedra y porches presididos por columnatas, con jardines en los que crecen con cierto desorden cipreses espigados, olivos con los troncos retorcidos, sauces llorones, mimosas abrazadas a jacarandas, y también glorietas de madera decapada tapadas por la hiedra y abducidas, en parte, por una falsa naturaleza salvaje.
El colegio, situado por debajo de la Carretera de les Aigües, en la falda de Collserola, gozaba de excelentes vistas sobre la metrópoli. Incluso de día, el cielo se veía despejado, lejos de la polución, y podían divisarse las estrellas como pequeñas pinceladas difuminadas. Un edificio de estilo Noucentista, alzado por encima del nivel de la calle, gracias a un imponente muro de contención forrado por un tupido manto de buganvillas y rodeado por una rampa, sembrada a un lado, de rosas que desprendían una suave fragancia. Siempre, y a lo largo del año, el perfume con olor a rosas flotaba con delicadeza y te acompañaba, hasta la entrada, por la puerta del servicio situada en una de las fachadas laterales.
Un reguero de niños uniformados con jersey azul marino sobre un suéter blanco de cuello alto y pantalones gris marengo recorría la rampa de ascenso en zigzag, a paso ligero para no llegar tarde. En aquellos tiempos, respetar las normas era crucial, y la puntualidad era parte ineludible de la instrucción. El director del centro, un teniente coronel retirado y amante de las matemáticas, dirigía el colegio con determinación, inculcando en los alumnos los principios básicos de la buena educación.
A su muerte, la dirección la tomó su mujer. De complexión fuerte y gruesa, con rasgos criollos, tenía una presencia regia y una voz grave que retumbaba. Siempre se mostraba seria y con porte altivo, manteniendo las distancias para dirigirse a los alumnos con firmeza. Su presencia, aunque no fuera vista, infundía un profundo respeto entre los escolares, tanto que atenazaba, sobre todo cuando te veías obligado a recorrer un pasillo despoblado en hora lectiva. Temías cruzarte con ella. Solo cuando se puso al frente del colegio recibimos una auténtica educación de corte militar.
Un día la percepción de esta señora cambió para mí. Estaba en clase y de sopetón sufrí un repentino ataque de picor que pronto se transformó en un intenso dolor. Mi piel, en la espalda, arrojó un molesto sarpullido, transformándose rápidamente en espectaculares ronchas de color morado. Escocían sin compasión. Me llevaron a su despacho antes de llamar a un médico. Gritaba de dolor. Me ayudó a retirarme el suéter con extremo cuidado y sin inmutarse por lo que veía me aplicó una crema fría sobre cada uno de los moretones. Recuerdo, como si fuera ayer, el suave contacto de sus manos girando acompasadamente sobre mi espalda mientras me calmaba con susurros. Desde aquel día todo fue diferente, y descubrí que detrás de una dura fachada de piedra se escondía una mujer sola y temerosa con la capacidad de amar. Siempre guardé nuestro secreto.
El salón, en la planta baja, era un espacio imponente, o eso me parecía, revestido por un entarimado que crujía al caminar. Todavía ahora oigo con claridad el chasquido de la madera al paso de los compañeros desfilando en hilera. Era un espacio cambiante. Por la mañana aparecía una sala de estudio repleta de pupitres de madera con cajoneras, transformándose mágicamente, cada mediodía, en un comedor de mesas alargadas. Comíamos en formación, ordenados en dobles hileras confrontadas, como en un cuartel, y siempre guardando la misma ubicación. Pero a diferencia del cuartel no comíamos en bandejas de aluminio porque el personal de cocina nos servía, uno a uno, en vajilla de loza.
Abstenerse de hablar era la mejor manera de pasar desapercibido. Cualquier sonido fuera de lugar era corregido y repelido al instante con un soberano sopapo. No había preguntas, solo respuestas sin palabras. Pronto aprendías que el silencio, largo y sostenido, ayudaba a hacer una buena digestión.
Durante años me senté en el mismo sitio cuando el salón se habilitaba como comedor, en el centro de la primera fila, cara a la pared. Mi paisaje se circunscribía a la visión tediosa del compañero de enfrente, del que no recuerdo su nombre.
A lo largo del tiempo, día a día, pude disfrutar de sus cambios hormonales. Al principio era un niño muy mono, con la cara pecosa y el pelo panocha que siempre sonreía. Entre la comisura de sus labios despuntaban dos pequeñas palas ligeramente separadas por una hendidura. Era muy gracioso. Pero pasaron los años y aquella carita dulzona de piel sedosa fue transformándose en una superficie abrupta, volcánica, de pústulas a punto de estallar. El pelo dejó de reflejar destellos azafranados y las palas dentales desaparecieron tras unos hierros retorcidos. Verle sonreír invitaba a llorar, y ante esa visión inquietante desviaba mi atención. Y lo hacía en dirección a una orla que pendía sobre él, en la pared. Un blasón con la presencia del Águila de San Juan y su mirada oblicua, abrazando con las alas las iniciales del colegio EB. Las garras inferiores recogían una banda que resumía la esencia del centro: «Por la Flevación, la Cultura y la Fe». Flevación: acción y efecto de flevar o flevarse. Busqué en multitud de diccionarios el significado de la palabra y jamás encontré respuesta. Me parecía maravilloso que el emblema de nuestro colegio quedara resumido en un término mágico y desconocido para el resto de los mortales. ¡Flevación, vocablo que no recogía ni el Diccionario de la Lengua Española de