ANA MARÍA DURÁN CALISTO
Este artículo fue publicado originalmente en italiano e inglés en Casabella 917 (enero 2021)
En este breve ensayo, me gustaría ofrecer un contexto histórico al fenómeno de los colectivos de arquitectura ecuatorianos. Hace cinco años escribí sobre este fenómeno como si fuera contemporáneo1 . Me gustaría rectificar este error y escribir sobre su raíz profunda2 . Recuperarla implica, también, indagar en cómo se relacionan con el territorio; con los paisajes culturales que constituyen el legado más potente de nuestras culturas precolombinas. Para hacerlo, necesito transportar al lector al sur de la ciudad de Quito, una ciudad que cuenta con aproximadamente dos mil años de historia agro-urbana; de ocupaciones intermitentes que se estructuraron, como lo demuestra Inés del Pino3 , sobre ejes que la hilvanan con la esfera celeste desde un umbral astronómico ecuatorial. Sin duda los quiteños, con sus relojes solares, adquirieron consciencia -mucho antes de que llegase a su suelo la Misión Geodésica Francesa- de que habitaban un lugar de “sombra cero,” de simetría, de mitad. La Quito pre-Incásica se estructuró también según los ejes que vinculaban visual y geográficamente varios Apus o montes sagrados: la articulan con el territorio hasta el día de hoy.
En la mitad de la gran hoya longitudinal que conforma la plataforma urbana se encuentra el ombligo del Panecillo . La retícula de la Ley de Indias se implantó al norte del Panecillo en 1534, sobre el sistema de plazas de un gran mercado regional donde se daban encuentro mercaderes provenientes de los cuatro puntos cardinales. Quito se ubica en uno de los varios ejes pacífico - andino - amazónicos que formaban una suerte de escalera de relaciones comerciales transversales a lo largo de la cordillera andina. Cada travesaño de intercambio entre varios o chinampas, un sistema agrario y de manejo del agua panamericano. En algunas laderas se formaron andenes o terrazas para el cultivo.