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El archivo de Sherlock Holmes
El archivo de Sherlock Holmes
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El archivo de Sherlock Holmes

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«La carrera de Sherlock Holmes ha sido larga». Transcurridas más de tres décadas desde que la pluma de A. C. Doyle diera vida al detective más famoso del mundo en 1887, llega el momento de que los lectores nos despidamos de Holmes.El archivo de Sherlock Holmes recoge la docena de historias –la mayoría relatadas por Watson– que quedaron inéditas tras la publicación de Su último saludo, y que vieron la luz entre 1921 y 1927 en The Strand Magazine. Con «La aventura del vampiro de Sussex», «El problema del puente Thor» y «La aventura de Shoscombe Old Place», entre otros, A. C. Doy-le pone el broche de oro a la trepidante vida de Sherlock, alcanzando ambos la inmortalidad de los clásicos de la literatura.
LanguageEspañol
Release dateMay 22, 2023
ISBN9788446053941
Author

Arthur Conan Doyle

Sir Arthur Conan Doyle was born on May 22, 1859. He became a doctor in 1882. When this career did not prove successful, Doyle started writing stories. In addition to the popular Sherlock Holmes short stories and novels, Doyle also wrote historical novels, romances, and plays.

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    El archivo de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle

    Akal / Serie Negra

    Arthur Conan Doyle

    El archivo de Sherlock Holmes

    Traducción de Lucía Márquez de la Plata

    Sir Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo, Escocia; 22 de mayo de 1859 / Crowborough, Inglaterra; 7 de julio de 1930), fue un escritor británico célebre por la creación del personaje de Sherlock Holmes, detective de ficción famoso en el mundo entero.

    Lucía Márquez de la Plata, licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad San Pablo CEU con un máster en creatividad y guion de televisión por la Universidad Rey Juan Carlos, comienza su actividad profesional como redactora en el diario digital La Corriente Alterna. Posteriormente, realiza trabajos como traductora de documentales y de libros para la Editorial Akal, como Sherlock Holmes anotado (3 vols., 2009-2011), Frankenstein anotado (2018) y Hans Christian Andersen. Edición anotada (2020). Tras varios años trabajando como redactora en televisión y traduciendo guiones, actualmente se dedica a la docencia como profesora de Inglés técnico.

    Maqueta de portada: Sergio Ramírez

    Diseño interior y cubierta: RAG

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    Título original: The Case-Book of Sherlock Holmes

    © Ediciones Akal, S. A., 2023

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 9788446053941

    Logo_ministerio_con texto_para_digitalizacionLogo_plan_de_recuperacion_para_digitalizacion

    Índice de contenido

    La aventura del cliente ilustre

    La aventura del soldado descolorido

    La aventura de la piedra Mazarino

    La aventura de Los Tres Gabletes

    La aventura del vampiro de Sussex

    La aventura de los tres Garrideb

    El problema del puente Thor

    La aventura del hombre que trepaba

    La aventura de la melena de león

    La aventura de la inquilina del velo

    La aventura de Shoscombe Old Place

    La aventura del fabricante de colores retirado

    La aventura del cliente ilustre

    «Hoy ya no puede causar ningún perjuicio», fue la contestación que recibí del señor Sherlock Holmes cuando, por décima vez en muchos años, le pedí permiso para hacer público el relato que sigue a continuación. Y de ese modo conseguí, por fin, el permiso para poner por escrito lo que fue, en algunos aspectos, una cúspide en la carrera de mi amigo.

    Tanto Holmes como yo sentíamos debilidad por los baños turcos. Fumando en la agradable lasitud de la sala de secado, he encontrado a Holmes menos reservado y más humano que en ningún otro lugar. En el piso superior del establecimiento de Northumberland Avenue había un rincón aislado donde estaban dispuestos dos divanes, uno junto al otro, y en ellos nos encontrábamos tumbados el 3 de septiembre de 1902, fecha en que da comienzo mi relato. Yo le había preguntado si tenía algún asunto entre manos y como única respuesta sacó su largo, delgado y nervudo brazo de entre las sábanas en las que estaba envuelto y extrajo un sobre del bolsillo interior de la chaqueta, que estaba colgada a su lado.

    —Lo mismo puede tratarse del capricho de un idiota maniático y engreído, que de un asunto de vida o muerte –dijo, al entregarme la nota–. No sé más que lo que dice el mensaje.

    Procedía del Carlton Club y traía fecha de la noche anterior. Decía lo siguiente:

    Sir James Damery presenta sus respetos al señor Sherlock Holmes y pasará a visitarle mañana a las 4:30. Sir James se permite anunciarle que el asunto que desea consultar con el señor Holmes es de un carácter extremadamente delicado e importante. Por ello, confía en que el señor Holmes hará los mayores esfuerzos para concederle esta entrevista y que la confirmará mediante llamada telefónica al Carlton Club.

    —No hace falta decir que he confirmado la entrevista, Watson –dijo Holmes cuando le devolví el papel–. ¿Sabe usted algo de este tal Damery?

    —Sólo sé que es un nombre muy conocido en sociedad.

    —Bueno, puedo decirle algo más que eso. Tiene cierta reputación de encargarse de asuntos delicados que no conviene que aparezcan en los periódicos. Quizá recuerde sus negociaciones con sir George Lewis a propósito del testamento de Hammerford. Es un hombre de mundo con un talento natural para la diplomacia. Por lo tanto, me inclino a creer que no se trata de una pista falsa y que realmente necesita nuestra ayuda.

    —¿Nuestra?

    —Por supuesto, si es usted tan amable, Watson.

    —Será un honor.

    —Pues entonces ya conoce la hora: las cuatro treinta. Hasta entonces podemos olvidarnos del asunto.

    ***

    En aquella época vivía en mis propias habitaciones en Queen Anne Street, pero me presenté en Baker Street antes de la hora acordada. Era la media hora en punto cuando fue anunciado el coronel sir James Damery. Apenas será necesario describirle, porque los lectores recordarán a aquel personaje voluminoso, campechano y honorable, aquel rostro amplio y bien afeitado, y, sobre todo, aquella voz agradable y melosa. La franqueza brillaba en sus grises ojos irlandeses y la jovialidad jugueteaba en sus labios inquietos y sonrientes. Su reluciente sombrero de copa, su levita negra… hasta el último detalle, desde la perla del alfiler de su corbata de seda negra, hasta las polainas color lavanda de sus relucientes zapatos, revelaba el meticuloso cuidado con el que escogía su atuendo, y por el que era famoso. La presencia de aquel corpulento y autoritario aristócrata dominaba la pequeña habitación.

    —Naturalmente, también esperaba encontrarme con el doctor Watson –comentó, haciendo una cortés reverencia–. Su colaboración puede resultar muy necesaria para el caso, porque en esta ocasión nos enfrentamos a un hombre familiarizado con la violencia, señor Holmes, y que, literalmente, no se detiene ante nada. Me atrevería a afirmar que es el hombre más peligroso de Europa.

    —Varios de mis adversarios han recibido calificativos similares –dijo Holmes, sonriendo–. ¿No fuma? Entonces, discúlpeme si enciendo mi pipa. Si su hombre es más peligroso que el difunto Profesor Moriarty, o que el aún vivo coronel Sebastian Moran, entonces merecerá la pena conocerle. ¿Puedo preguntar cómo se llama?

    —¿Ha oído hablar alguna vez del barón Gruner?

    —¿Se refiere al asesino austriaco?

    El coronel Damery alzó sus enguantadas manos, echándose a reír.

    —¡No se le pasa una, señor Holmes! ¡Maravilloso! ¿De modo que ya le ha catalogado usted como asesino?

    —Estar al tanto de los detalles del crimen en el Continente es parte de mi oficio. ¡Nadie que haya leído acerca de lo ocurrido en Praga podría albergar la menor duda acerca de la culpabilidad del hombre! ¡Se salvó por un tecnicismo legal y la sospechosa muerte de un testigo! Estoy tan seguro de que asesinó a su esposa en el supuesto «accidente» que tuvo lugar en el paso de Splügen como si lo hubiese visto con mis propios ojos. También sabía que había venido a Inglaterra y tenía el presentimiento de que, tarde o temprano, tendría que ocuparme de él. Bien, ¿qué es lo que ha hecho el barón Gruner? Me imagino que no tendrá que ver con esta lejana tragedia.

    —No, es más grave que eso. Castigar los crímenes ya cometidos es importante, pero más importante aún es evitarlos. Señor Holmes, es terrible ver cómo se prepara ante mis ojos un acontecimiento espantoso, una situación atroz; ser perfectamente consciente de adónde conducirá y, a pesar de todo, verse completamente impotente para evitarlo. ¿Puede un ser humano soportar una situación más angustiosa?

    —Quizá no.

    —Siendo así, comprenderá la situación en la que se encuentra el cliente cuyos intereses represento.

    —No creía que actuase usted de intermediario. ¿Quién es el interesado?

    —Señor Holmes, debo rogarle que no insista por ese camino. Es de la mayor importancia que yo pueda asegurarle que su ilustre apellido no se ha visto involucrado en este asunto. Sus motivos son honorables y caballerosos en el más alto grado, pero prefiere mantener el anonimato. No es necesario que le asegure que sus honorarios están garantizados y que gozará de libertad de movimientos. Creo, por tanto, que el verdadero nombre de su cliente carece de importancia.

    —Lo siento –dijo Holmes–. Estoy acostumbrado a que un extremo de mis casos se vea envuelto en el misterio, pero que ambos extremos sean misteriosos a la vez resulta demasiado confuso. Me temo, sir James, que debo declinar su oferta.

    Nuestro visitante mostró un profundo desconcierto. Su enorme y expresivo rostro se vio ensombrecido por una gran decepción.

    —No creo que se dé cuenta del alcance de esa negativa, señor Holmes –dijo–. Me pone usted en un grave dilema, porque tengo la absoluta seguridad de que, si pudiera presentarle los hechos, estaría usted orgulloso de encargarse del caso, pero la promesa que he hecho me impide confiárselo todo. ¿Me permite que, al menos, le exponga lo que tengo permitido revelar?

    —No tengo inconveniente, a condición de que quede bien claro que no me comprometo a nada.

    —Entendido. En primer lugar, sin duda habrá oído usted hablar del general De Merville.

    —De Merville, ¿el general que se hizo famoso en Khyber?

    Sí, he oído hablar de él.

    —Tiene una hija, Violet de Merville, joven, rica, hermosa, de enorme talento, una mujercita prodigiosa en todos los sentidos. Pues bien, es esta hija, esta adorable e inocente muchacha, a quien estamos tratando de salvar de las garras de un demonio.

    —¿Quiere decir, entonces, que el barón Gruner ejerce su control sobre ella?

    —La controla con el más fuerte de todos los poderes, tratándose de una mujer: el poder del amor. El tipo, como ya sabrá usted, es de una hermosura extraordinaria, de trato fascinante, voz dulce y con ese aire de misterio novelesco que tanto atrae a las mujeres. Se dice que ninguna se le resiste y que se ha aprovechado ampliamente de este hecho.

    —Pero ¿cómo pudo un tipo de su calaña establecer relaciones con una dama de la categoría de la señorita Violet de Merville?

    —Ocurrió durante un viaje en yate. Los participantes, aunque gente selecta, pagaban sus propios pasajes. Sin duda, los organizadores no estaban al tanto del auténtico carácter del barón hasta que fue demasiado tarde. El muy canalla se dedicó a cortejar a la joven con tal éxito, que se ganó su corazón de una manera completa y absoluta. Decir que ella le ama apenas es bastante. Ella le adora, está obsesionada con él. Para ella no hay otra cosa en el mundo aparte de este hombre. No consiente que se diga nada en contra de él. Se ha hecho todo lo posible para curarla de su locura, pero ha sido en vano. Resumiendo, tiene el propósito de casarse con el barón el mes que viene. Y, como ya es mayor de edad y posee una voluntad de hierro, resulta difícil idear una manera de evitarlo.

    —¿Está enterada de lo ocurrido en Austria?

    —Ese astuto diablo le ha contado todos los desagradables escándalos de su pasado, pero presentándose siempre como un inocente mártir. Ella acepta completamente su versión y no escucha ninguna otra.

    —¡Caramba! Pero, sin darse cuenta, ha mencionado usted el nombre de su cliente. Sin duda, se trata del general De Merville.

    Nuestro visitante se removió en su asiento.

    —Podría engañarle diciéndole que ha acertado usted, señor Holmes, pero no sería cierto. De Merville es un hombre roto. El recio soldado se ha visto completamente destrozado por este incidente. Ha perdido el temple que jamás le había faltado en el campo de batalla; se ha convertido en un anciano débil y vacilante, absolutamente incapaz de enfrentarse a un brillante e impetuoso canalla austriaco. Mi cliente, sin embargo, ha sido un íntimo amigo del general durante muchos años y ha mostrado un paternal interés en el bien de esta jovencita desde que se puso su primera falda. No puede consentir que se consume la tragedia sin intentar evitarla. Scotland Yard no tiene base alguna para intervenir en el asunto. Fue esta misma persona quien sugirió que deberíamos consultar con usted, pero, como ya le he dicho, bajo la condición expresa de que no apareciese involucrado personalmente en el asunto. Señor Holmes, sin duda, gracias a su enorme talento, le sería fácil seguirle la pista a mi cliente con tan sólo seguirme a mí, pero debo pedirle, como cuestión de honor, que se abstenga de hacerlo y que no rompa su deseo de permanecer en el anonimato.

    Holmes sonrió enigmáticamente.

    —Creo que puedo prometérselo con toda seguridad –dijo–. Debo añadir que su problema ha despertado mi interés, y que estoy dispuesto a dedicarle mi atención. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

    —El Club Carlton sabrá dar conmigo. Pero existe un número de teléfono privado para casos de emergencia, es el XX.31.

    Holmes tomó nota y permaneció sentado, sonriendo aún, con el libro de notas abierto sobre sus rodillas.

    —Dígame la dirección actual del barón, si es tan amable.

    —Vernon Lodge, cerca de Kingston. Es un edificio bastante amplio. Ha tenido suerte con algunas inversiones bastante dudosas y ahora es un hombre rico, lo que le convierte en un adversario aún más peligroso.

    —¿Se encuentra en casa en este momento?

    —Sí.

    —Aparte de lo que me ha contado, ¿puede proporcionarme más información acerca de este hombre?

    —Es de gustos caros. Aficionado a los caballos. Durante algún tiempo jugó al polo en Hurlingham, pero comenzó a hablarse de este asunto de Praga y tuvo que dejarlo. Colecciona libros y pinturas. Es, según creo, una autoridad reconocida en cerámica china, y ha escrito un libro sobre el tema.

    —Una mente compleja –dijo Holmes–. Todos los grandes criminales la tienen. Mi viejo amigo Charlie Peace era un virtuoso del violín. Wainwright era un apreciable artista. Podría mencionar a muchos más. Bien, sir James, informe a su cliente de que me ocuparé del barón Gruner. No puedo decirle más. Tengo mis propias fuentes de información y me atrevo a afirmar que podremos encontrar alguna forma de solucionar el asunto.

    Una vez se hubo marchado nuestro visitante, Holmes se quedó sentado, sumido en profundas meditaciones durante tan largo rato que me pareció que se había olvidado de mi presencia. Sin embargo, acabó por regresar bruscamente a la realidad.

    —Bien, Watson, ¿alguna opinión?

    —Me parece que lo mejor sería que se entrevistase usted con la joven.

    —Mi querido Watson, si su pobre y anciano padre no ha podido conmoverla, ¿cómo iba yo, un extraño, a conseguir influir en ella? Sin embargo, creo que su sugerencia puede ser útil, como último recurso. Pero creo que debemos comenzar abordando el caso desde un ángulo diferente. Me parece que Shinwell Jonhnson podría sernos de ayuda.

    Todavía no he tenido ocasión de mencionar a Shinwell Johnson en estas memorias, porque sólo en escasas ocasiones he escogido casos de las últimas etapas de la carrera de mi amigo. Llegó a convertirse en una valiosa ayuda durante los primeros años del siglo. Lamento decir que Johnson comenzó adquiriendo una dudosa reputación como peligroso maleante, llegando a cumplir dos condenas en Parkhurst. Más tarde se arrepintió y se alió con Holmes, actuando como su agente en el vasto submundo criminal de Londres y obteniendo información que con frecuencia resultó ser de vital importancia. Si Johnson hubiese sido un chivato de la policía le habrían desenmascarado enseguida; pero, como se ocupaba de casos que nunca llegaban directamente a los tribunales de justicia, sus compañeros nunca sospecharon de sus actividades. Con el prestigio que le proporcionaban sus dos condenas, disponía de entrée[1] libre a todos los clubes nocturnos, pensiones de mala muerte y casas de juego de la ciudad, y su capacidad de observación y cerebro despierto le convertían en el agente ideal para recabar información. Y ahora Sherlock Holmes se proponía recurrir a sus servicios.

    No me fue posible seguir de cerca los pasos que dio mi amigo, ya que tenía mis propios y acuciantes asuntos profesionales de los que preocuparme, pero acordamos reunirnos en Simpson’s, donde, sentados ante una mesita junto a la ventana delantera del local y mirando la impetuosa corriente de vida en el Strand, me contó lo que había ocurrido.

    —Johnson ya anda husmeando por ahí –dijo–. Quizá logre reunir algo de basura de los rincones más oscuros del submundo, puesto que es ahí, entre las raíces negras, donde debemos buscar los secretos de nuestro hombre.

    —Pero si la dama se niega a aceptar los hechos que ya conocemos, ¿por qué iba a cambiar de opinión ante cualquier nuevo descubrimiento?

    —Quién sabe, Watson. El corazón y la mente de las mujeres son enigmas indescifrables para los hombres. Es posible que la mujer perdone o comprenda un asesinato y que, sin embargo, cualquier pecadillo la saque de sus casillas. El barón Gruner me comentó que…

    —¡Le comentó!

    —¡Oh, ahora caigo en que no le he contado mis planes! Bueno, Watson, me gusta enfrentarme cuerpo a cuerpo con el hombre al que persigo. Me gusta encontrarme con él cara a cara y comprobar de qué pasta está hecho. Una vez le di mis instrucciones a Johnson, cogí un coche hacia Kingston y encontré al barón de un extraordinario buen humor.

    —¿Le reconoció?

    —No le fue difícil, por la sencilla razón de que le presenté mi tarjeta. Es un antagonista excelente, frío como el hielo, de voz aterciopelada, como uno de esos médicos que tan de moda están ahora, y venenoso como una cobra. Tiene casta, un auténtico aristócrata del crimen, de esos que invitan superficialmente al té de la tarde, pero que ocultan en su invitación la fría crueldad de la tumba. Sí, me alegra poder dedicar toda mi atención al barón Adelbert Gruner.

    —¿Y dice que estaba de buen humor?

    —Un gato ronroneando ante la perspectiva de cazar un ratón. La afabilidad de algunas personas es todavía más mortal que la violencia de otras almas de mayor rudeza. Me acogió con el saludo habitual: «Pensaba que recibiría su visita tarde o temprano, señor Holmes», dijo. «Estoy seguro de que se encuentra usted al servicio del general De Merville para que procure impedir mi boda con su hija Violet. Es así, ¿no es cierto?»

    »Asentí, indicándole que así era.

    »Mi querido amigo, dijo, sólo conseguirá arruinar su bien merecida reputación. No tiene usted ninguna oportunidad de resolver este caso con éxito. Su trabajo será en vano, por no hablar del peligro que corre usted. Permítame aconsejarle que abandone el caso inmediatamente.

    »Es curioso, respondí, pero ese es el mismo consejo que yo me proponía darle a usted. Respeto su inteligencia, barón, y lo poco que he podido apreciar de su personalidad no ha hecho más que acrecentar mi respeto. Permítame hablarle de hombre a hombre. Nadie pretende remover su pasado y colocarle en una situación innecesariamente incómoda. Aquello ya pasó y ahora usted se encuentra navegando en aguas tranquilas; pero si insiste en casarse con Violet, levantará en su contra un enjambre de poderosos enemigos que no le dejarán en paz hasta convertir en un infierno su estancia en Inglaterra. ¿Vale la pena seguir con el juego? Créame, lo más inteligente sería dejar a la dama en paz. No sería agradable para usted que estos hechos del pasado llegaran a su conocimiento.

    »El barón abrillanta con cera las puntas de su bigote, que se asemejan a las antenas de un insecto. Mientras me escuchaba, las puntas se estremecían de diversión, hasta que, finalmente, prorrumpieron en una suave carcajada.

    »Disculpe que me ría, señor Holmes, dijo, pero encuentro realmente divertido ver cómo intenta jugar su baza sin cartas en la mano. No creo que nadie pudiera hacerlo mejor, pero resulta igualmente patético. No tiene usted ni un solo triunfo, señor Holmes, sólo cartas sin valor.

    »¿Eso cree?.

    »No lo creo, lo sé. Permítame que se lo explique de nuevo, puesto que mi jugada es tan imbatible que me puedo permitir el lujo de enseñársela. He tenido la buena fortuna de ganarme por completo el afecto de esta dama. Afecto que me entregó a pesar de que le había confesado sin ambages todos los desgraciados incidentes de mi vida pasada. También le conté que ciertas personas malvadas y calculadoras, espero que se reconozca usted entre ellas, irían a contarle estas cosas y le advertí sobre cómo debía tratarlas. ¿Ha oído hablar usted acerca de la sugestión poshipnótica, señor Holmes? Bien, ya comprobará cómo funciona, puesto que un hombre de fuerte carácter puede emplear el hipnotismo prescindiendo de pases mágicos y otras tonterías. De modo que ella está preparada para recibirle a usted y no me cabe duda de que le concederá una cita, porque siempre está dispuesta a plegarse a los deseos de su padre; exceptuando, únicamente, lo concerniente a nuestra boda.

    »Pues bien, Watson, parecía que no había nada más que decir, así que me despedí con toda la fría dignidad que pude reunir, pero, cuando ya tenía la mano sobre el pomo de la puerta, me detuvo.

    »Por cierto, señor Holmes, dijo, ¿conocía usted a Le Brun, el agente francés?.

    », contesté.

    »¿Sabe lo que le ocurrió?.

    »Oí que unos Apaches le habían propinado una paliza en el barrio de Montmartre, dejándole inválido para toda la vida.

    »Es cierto, señor Holmes. Resulta que, por pura casualidad, tan sólo una semana antes, Le Brun había estado metiendo las narices en mis asuntos. No lo haga, señor Holmes, o sufrirá las consecuencias. Son muchos los que lo han aprendido por las malas. Lo último que le digo es: siga su camino y déjeme a mí seguir el mío. ¡Adiós!.

    »Y eso es todo, Watson. Ya está informado.

    —El tipo parece peligroso.

    —Extraordinariamente peligroso. No me impresionan los fanfarrones, pero este es el tipo de hombre que dice mucho menos de lo que realmente quiere decir.

    —¿Tiene usted que intervenir forzosamente? ¿De verdad importa si se casa con la muchacha o no?

    —Importa y mucho, si consideramos que asesinó a su mujer sin ningún género de dudas. Además, ¡piense en el cliente! Bueno, bueno, no vamos a entrar en eso. Cuando haya terminado su café será mejor que me acompañe a casa, allí nos espera el diligente Shinwell con su informe.

    Y, en efecto, allí estaba. Se trataba de un hombre enorme, rudo, de rostro rubicundo y aspecto escorbútico, con un par de vivaces ojos negros que eran la única señal externa de la astuta mente que se escondía en su interior. Parecía que se había sumergido en lo que era su peculiar reino, trayendo consigo una tea, una jovencita delgada y ondulante como una llama que permanecía sentada junto a él, con el rostro pálido e intenso, juvenil, pero tan consumido por el pecado y el dolor que uno podía contar los terribles años que habían dejado su leprosa huella en él.

    —Esta es la señorita Kitty Winter –dijo Shinwell Johnson, haciendo un gesto con su regordeta mano a modo de presentación–. Lo que ella no sepa… Bueno, que hable por sí misma. Le eché el guante una hora después de haber recibido su mensaje.

    —Es fácil dar conmigo –dijo la joven–. El infierno, Londres, no tiene pérdida. Porky Shinwell también vive allí. Somos viejos amigos, Porky y yo. Pero ¡por Cristo! ¡Si hubiera justicia en este mundo, conozco a otra persona que debería habitar en un círculo del infierno inferior al mío! Me refiero al hombre al que persigue usted, señor Holmes.

    Holmes sonrió.

    —Parece que contamos con sus simpatías, señorita Winter.

    —Si puedo ayudarle a enviar a ese hombre al agujero al que pertenece, cuenten conmigo hasta el último estertor –dijo nuestra visitante con feroz energía. En su rostro pálido y resuelto y en sus ojos llameantes se vislumbraba un odio que rara vez una mujer, y nunca un hombre, podrían igualar–. No le hace falta husmear en mi pasado, señor Holmes; no tengo. Adelbert Gruner me convirtió en lo que soy. ¡Si pudiera acabar con él! –sus manos, como garras, se abrían y se cerraban en el aire–. Oh, ¡si pudiese arrojarle al mismo foso al que él ha empujado a tantas mujeres!

    —¿Está usted enterada del asunto?

    —Porky Shinwell me lo ha contado. Anda detrás de otra pobre idiota, y esta vez quiere casarse con ella. Usted quiere evitarlo. Bien, ya tendrá suficiente información sobre ese canalla como para evitar que cualquier muchacha que esté en sus cabales no quiera ni pisar la misma iglesia que él.

    —El caso es que ella no está en sus cabales. Está locamente enamorada. Ya le han contado todo lo que hay que saber de él y no le importa.

    —¿También lo del asesinato?

    —Sí.

    —¡Dios mío, sí que es una muchacha valiente!

    —Dice que todo son calumnias.

    —¿No puede ponerle las pruebas delante de sus estúpidas narices?

    —Bien, ¿puede ayudarnos en esa tarea?

    —¿No soy yo misma una prueba? Póngame delante de ella y le contaré cómo me trató.

    —¿Estaría dispuesta a hacerlo?

    —¿Que si estaría dispuesta? ¡Cómo no iba a estarlo!

    —Bueno, quizá valga la pena intentarlo. Pero tenga en cuenta que él ya le ha

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