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Mariano Matamoros: El resplandor en la batalla
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Mariano Matamoros: El resplandor en la batalla

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Silvia Molina relata las hazañas de Mariano Matamoros durante la Guerra de Independencia en México. A pesar de haber sido responsable en gran medida del éxito alcanzado en innumerables batallas entre insurgentes y realistas, el reconocimiento de Matamoros se ha visto eclipsado por personajes más famosos como Allende o Morelos, por lo que en este libro se reivindica su papel no sólo dentro los conflictos armados entre insurgentes y realistas, sino en la historia de México.
LanguageEspañol
Release dateOct 21, 2019
ISBN9786071663030
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    Mariano Matamoros - Silvia Molina

    LLANO

    PRIMERA PARTE

    Matamoros fue el auxiliar más útil que Morelos tuvo, y el jefe más activo y feliz que había habido en la revolución: ninguno de los que en ella tomaron parte ganó acciones tales como la de Tonalá contra las fuerzas de Guatemala y la del Palmar en que fue derrotado y hecho prisionero el batallón de Asturias. En el sitio de Cuautla, lo hemos visto salir a viva fuerza de aquel pueblo para procurar introducir víveres a él, y en la toma de Oaxaca tuvo una parte muy principal, habiendo sido constantes sus esfuerzos para organizar tropas y establecer el orden y la disciplina militar entre los insurgentes, por todo lo cual Morelos lo creyó digno de rápidos ascensos, los que sin embargo excitaron no poca rivalidad entre sus compañeros. La pérdida de Matamoros fue por todos estos motivos muy sentida, considerándola irreparable en el estado en que había quedado la revolución después de tantos reveses.

    LUCAS ALAMÁN

    I. A MANERA DE PROEMIO

    Ciudad de México, 29 de julio de 1923

    ESTIMADO POLITO:

    Casi desde la muerte de Mariano, Manuelita y yo sabemos poco de ti. Nos hemos preguntado muchas veces por tu existencia y tu bienestar, y le hemos dado gracias a Dios por ese gesto tuyo, tan generoso, de enviarnos regularmente, sin más, esa rentita que nos entrega don Faustino Linares cada luna nueva. Nos ayuda una enormidad y estamos seguras de que Dios te lo pagará con creces.

    Aquí nos tienes a Manuelita y a mí abatidas como siempre. Se acabó aquel tiempo en que la vida nos sonreía y coronaba nuestra casa con las voces y los gritos, las risas y los lloros de una familia numerosa. Nuestros hermanos han ido muriendo y los sobrinos han tomado su camino, como debe ser, aunque no nos guste. Nadie vive en la ciudad después de la persecución que sufrimos durante la lucha armada: si no era uno al que molestaban los gachupines, era al otro o a la otra; sobre todo, nos perseguían siguiendo el rastro de Mariano. Te consta, hijo, qué días tan difíciles pasamos.

    Recuerdo cuando de niña veía a mi padre aparejar las mulas para los viajes… No sé si alguna vez te contó Marianito que llegamos a tener más de quinientas de lazo y reata y con remuda y silla. Tantas había y todas con sus nombres que era un ejercicio de memoria llamarlas, porque algunas se parecían mucho; pero siempre las distinguía un detalle y las tornaba distintas, únicas: Prieta, Muñeca, Lechuza, Ojitos, Enojona, Patotas, Estuche, Mona, Azucena, Rabona…

    A mí me gustaba una parda de grupa ancha y patas blancas: la más rejega; le daba al mozo unas patadas tan fuertes que lo mandaba a la cama con frecuencia. Se llamaba Pajarita, por nerviosa, pues se asustaba con facilidad.

    Viendo las recuas partir, pensaba en irme yo también algún día montada en una mula de aquéllas o en un carruaje tirado por mis predilectas; soñaba en llegar lejos, muy lejos, y en volver con presentes para mis hermanos.

    Yo, Polo, María Josefa Vicenta —para ti y los allegados Pepa— fui, como sabes, la décima de los quince hijos de mis padres y la menos obediente de mis nueve hermanas.

    Micaela Inés, Inesita, la primera, volvió a la casa de mis padres después de su boda con José Antonio Osores de Sotomayor, a quien acusó de adulterio, y se entregó a nuestro cuidado y crió a Manuelita, la más pequeña, como su hija; siguieron María Dolores Procopia, María Dolores Nemecia, María Josefa Camila, mi tocaya, la cual estuvo un mes en la Real Cárcel de México en 1816 por el solo hecho de ser la esposa del insurgente don Manuel Corona, de quien esperaban los realistas que se acercara a pedir el indulto de su mujer para atraparlo; María Dolores Ricarda, Petra Josefa, mi otra tocaya, Juana Ignacia y Ana Clara Ignacia.

    ¡Qué manía tenían entonces nuestros padres de no variar los nombres! ¡Qué embrollo! ¡Qué necesidad de buscar los mismos abogados para protegernos habiendo tantos santos generosos y santas misericordiosas! ¿Cómo, en cambio, a ninguna mula le repitieron el nombre?

    Llamarnos así causó tanta confusión que terminaron usando un solo apelativo o cuando mucho dos si anteponían el María: Inés, Procopia, Nemecia, Josefa, Camila, Ricarda, Petra, Juana, Clara, Manuela.

    Lo mismo les sucedió a mis hermanos al compartir el José —por mi padre— y el Antonio —por la abuela paterna, doña Antonia Galindo—: José Tomás, el mayor; Rafael Antonio, el segundo; Mariano Antonio, tu padre; José Nicolás Agustín y Francisco Antonio. Eso de honrar a los abuelos y a los padres con los nombres está bien una vez, ¿no te parece? No hagas lo mismo con tus hijos, Polo, te lo digo yo que he visto tanta confusión, y en la práctica todo se reduce a un solo nombre o a un apodo.

    Un día pregunté a mi madre:

    —¿Por qué parten los viajeros y los comerciantes?

    Ella, que era dramática y directa, me contestó mirándome a los ojos:

    —La vida es una continua partida, Pepita, desde que nacemos. Ya lo verás. Nuestro destino es el Viaje Final.

    Sus palabras me impresionaron. No las olvidé a pesar de mi corta edad, y cada vez que alguien partía en las recuas de mi padre me preguntaba si sería ése su último viaje o sólo una pequeña avanzada.

    A nosotras, Polito, a Manuela y a mí, no nos queda mucho tiempo; estamos a punto de ensillar nuestras mulas, y no tenemos miedo al viaje. Ya hemos visto lo suficiente.

    Pero perdona tanta distracción. Ya ves, a los viejos nos da por los recuerdos. En realidad, te escribo por otro asunto, porque Manuelita y yo queríamos preguntarte algo. Con toda claridad te lo planteo y espero que nos contestes de la misma forma.

    Hemos visto que las viudas, los hijos y los hermanos en desgracia de quienes nos dieron patria se han acercado al Ministerio de Guerra y Marina a solicitar una pensión, y la necesidad nos está apremiando a hacer lo mismo.

    Ya vendimos casi todo lo que nos quedaba. Hace un mes entregamos la plata labrada y una jarra de pico de plata blanca. En los últimos años hemos despedido el biombo de doce tablas y el de ocho, el escaparate de vidrieras translúcidas y el tapiz de Flandes, así como la alfombra celeste de seda de China, y si no fuera por la ayuda que nos has dado, estaríamos en la calle pidiendo limosna pues nos deshicimos también de nuestras diademas y brazaletes, medallones, pendientes y sortijas.

    Mi padre se hubiera muerto de vergüenza y mi madre no lo habría entendido pues gozó de la abundancia y todavía se dio el lujo de dar a los pobres, a la Iglesia y a sus hijos. Tanta calamidad que ha vivido el país nos dejó con una mano por delante y otra por detrás. ¡Quién dijera que alguna vez tuvimos de sobra! La fortuna da de vueltas y unas veces uno está arriba y otras abajo. Así es, Polo, no lo podemos cambiar.

    Queríamos saber si no pensabas pedir pensión o reclamar lo que por derecho te corresponde como hijo de Marianito. Dios lo tenga en su Santa Gloria.

    Siempre estuve segura: podías ser su verdadero hijo: un secreto, un misterio, una incógnita que se llevó a la tumba, porque era reservado como ninguno de mis hermanos. Tomás sacó el carácter alegre de mi padre; Rafael Antonio fue siempre comunicativo; Nicolás, tremendo, y el más pequeño, Francisco Antonio, fue independiente y osado, pues decidía sus asuntos sin consultar a mis padres ni a mis hermanos.

    En cambio, Mariano, tu padre, además de ser alegre y decidido, tenía esa voluntad inquebrantable de reservarse sus asuntos personales. Hacía buen uso de su diplomacia y aunque a unos oía y a otros daba por su lado, tuvo en claro lo que buscaba, y ya ves, no cedió hasta encontrarlo. Nadie le sacaba ni una palabra de más, ni siquiera mi madre que tenía debilidad por él. ¡Vaya, ni media palabra! Sé lo que te digo.

    Cuando le hacían una pregunta que atañía a su intimidad, sonreía y cambiaba el tema de conversación con mucha destreza.

    Mariano, no cabe duda, fue un ser especial porque conocía su fuerza y la dominaba. Todo en él era intenso, como en los grandes hombres, y todos lo buscaban para compartir con él esto o lo otro, para pedir su opinión para aquello y lo demás allá, para que mediara entre un hermano y otro, y en sus sermones no predicaba disparates sino enseñanzas verdaderas que provocaban recogimiento. Era tan agudo y lleno de pasión que gustaba de la fiesta de los toros y venía de sus curatos para gozarla cuando el cartel era sobresaliente; lo mismo le ocurría si hubiese una función teatral que daría de qué hablar, la que no se perdería si era avisado a tiempo.

    Si fuiste su hijo natural o no, Polo, es cosa que sólo él supo.

    Asimismo, queremos pedirte que nos cuentes, tú que tuviste la dicha de estar cerca de Mariano más que nosotras, lo que recuerdes de su vida. No sólo por si nos preguntan en el ministerio pues poco sabremos decir de todos los años que se mantuvo lejos por necesidad. Era nuestro hermano y sin embargo mucha gente lo conoció mejor que nosotras, y eso nos hiere y nos avergüenza. Don Mariano que hizo tal cosa, nos comentan con frecuencia, y nosotras nos admiramos de saber cada día algo distinto y algunas veces discordante.

    Mariano, sabes, fue el consentido de mi madre, por eso fundó la capellanía para cuando él se ordenara. Fue en 1788. Una capellanía de cuatro mil pesos, por plazo de nueve años. La fundó cuando él era colegial voluntario en el Real Seminario de Tepotzotlán, y le concedió para sus feligreses cuanto pudo darle en vida. Bastaba que Mariano se acercara a mi madre haciendo una mirada picarona:

    —Doña María Ana —unió su nombre para llamarse como mi padre—, ¿podría hacerme usted el favor de…?

    Mi madre daba a entender que no oía nada, pero terminaba diciéndole:

    —Tú y tus pobres, Marianito. Pareces barril sin fondo, muchacho. No tienes límite.

    —Por favor, doña María Ana.

    Mariana, Mariano, no me hagas rabiar. Voy a decirle a tu padre a ver qué opina.

    Y él concedía todo, porque siempre fue un hombre generoso y daba a manos llenas.

    Cuando mi madre te veía, Polo, te confieso, buscaba en ti algo de él, y murmuraba:

    —Caminan igual, José Mariano. ¿Acaso…?

    —Figuraciones, mujer. No tienen nada en común —contestaba él para tranquilizarla, pero estoy segura que él mismo dudaba del honor de Mariano y de su respeto al voto de castidad. O quizá disimulaba su satisfacción de que mi hermano hubiese conocido mujer. No lo sé.

    Pero, eso sí, nos consta que Marianito te amó como si hubieras sido de su sangre. Nos consta también que se esmeró en tu educación y te hizo un buen cristiano y un hombre considerado: si no hubiera sido porque no nos has abandonado, no sé qué sería de nosotras.

    Ojalá tuvieras tiempo de escribir sobre él, Polo, lo que no supimos preguntar, lo que no pudimos ver.

    Si acaso fuiste su verdadero hijo, no te apenes. Si tu madre vive aún estará orgullosa de haberte concebido de hombre cabal y humano.

    Así como él fue muy callado en cosas de las armas para no involucrarnos, había de nuestra parte un acuerdo tácito de no preguntar ciertas cosas, y no supimos apreciar en su momento ni su vida íntima ni su valía como soldado, quizá porque el miedo nos lo impedía.

    Lo vimos siempre como hermano, con su genio y su tesón, su inteligencia y su sencillez, y como cura, generoso y hábil, riguroso y disciplinado, pero nunca lo valoramos como soldado, como lo que fue en toda su complejidad, y mucho menos como uno de los principales forjadores de la Independencia.

    Todos queríamos un mundo mejor e independiente y era natural que la gente tomara las armas cuando la situación la iba orillando. Nuestros conocidos se iban haciendo insurgentes poco a poco. Ya no nos sorprendíamos de saber que fulano se había unido a las tropas del padre Morelos, que en paz descanse, o de que mengano había desaparecido para aparecer entre los batallones insurgentes.

    Polito, sé sincero con nosotras y contigo mismo. Lo que tú dispongas estará bien. Piensa en ti y en lo que te conviene.

    En espera de tu respuesta y en nombre de Manuelita y el mío, te mando nuestra bendición y nuestro agradecimiento.

    Dios vele por ti y tu familia.

    PEPA

    II. A DOÑA MARÍA JOSEFA Y DOÑA MARÍA MANUELA

    A manera de introducción

    Jantetelco, 8 de agosto de 1823

    MUY ESTIMADAS doña Josefa y doña Manuela:

    Me ha llevado tiempo tomar la decisión y sentarme a escribir el relato que me solicitan. He tenido miedo a volver al pasado y a los errores e imprecisiones que pueda cometer.

    No ha sido fácil, de verdad, y perdonen ustedes sus fallas y sus omisiones si las llegasen a incomodar, así como lo llano y modesto de mis palabras, y lo obvio o las cuestiones que hallen de más por evidentes, las cuales serán muchas para ustedes, pero en cambio no para mis hijos, en quienes también he pensado al escribir estos apuntes porque es mi deber hablarles de la persona que cambió el rumbo de mi vida.

    Si no fuera porque tanto me insistió don Mariano en que pusiese empeño en la escritura, no habría podido ser su escribano algunas veces y tampoco habría sabido cumplir esta petición que tanto me atemoriza. Recuerdo ahora mismo la hermosa letra de don Mariano con sus rabitos en la d. Era una letra clara y cuidadosa, ordenada, tal como él era.

    Siempre me mortificaba:

    —Fíjate, Polo, lleva el rabo hacia arriba y a la izquierda, curvo, ¿qué no ves? Es como un garfio, un anzuelo, un gancho, hijo.

    Y me costaba trabajo hacer el trazo elegante que él hacía.

    Debo advertirles que he completado mi relato con los documentos que guardo, los cuadernos de don Mariano y sus propios Apuntes biográficos.

    Los cuadernos los llevaba siempre consigo por donde quiera que anduviéramos, y Nacho Noguera, su mozo, y yo los cuidábamos como un tesoro. En ellos anotaba de todo, pensamientos y discursos, borradores de cartas, partes de guerra, cuentas, versos, fórmulas, dibujos de armas…

    Pude recuperar algunas anotaciones suyas en el curato de Jantetelco, porque como pensaba regresar con sus feligreses después de la guerra, la noche que nos fuimos guardó sus cuadernos terminados. Busqué creyendo que no iba a encontrar nada y me topé con ellos, los de tapas de tela gris que le mandaba su padre y que eran iguales a aquellos donde llevaba las cuentas de su negocio. Había asimismo otros papeles de importancia. Documentos, actas. Todo ello detrás del armario, en un hueco que había en la pared; hueco que debió haber sido en otro tiempo una ventana clausurada, o el lugar donde se empotró algún mueble fino. Fue necesaria la ayuda de Nacho y la mía para mover el armario y colocarlos, y para recuperarlos solicité el brazo fuerte de uno de los mozos del curato que se quedó a nuestra partida en Jantetelco.

    Don Mariano estaba en la guerra por necesidad y varias veces me aseguró:

    —Cuando regresemos a Jantetelco, Polo… Cuando cumplamos con nuestro deber y volvamos a Jantetelco… Cuando vea a mis feligreses de nuevo, tendré tanto que contarles…

    Con aquello yo infería que le pesaba hacer la guerra y, sobre todo, andar cuidándose de habladurías entre los cabecillas. Porque todos tenían sus ideas y todos querían que se llevaran a cabo, e hicieron amistades y enemistades lo mismo que encontraron, entre los demás, simpatías y diferencias, doña Pepa.

    Todavía no puedo creer que siendo don Mariano tan buen hombre como lo fue haya terminado expuesto a la burla pública, tildado de saqueador, sedicente y facineroso, y sometido a la pena del último suplicio por los realistas, a los cuarenta y cuatro años, dizque por causar todas las desgracias habidas y por haber de la Nación Española. ¡Cuarenta y cuatro años! Cuando gozaba de su mera plenitud. Viera qué apuesto, qué fuerte, qué entero se veía. Cuando usó el uniforme de mariscal, parecía un emperador, la gente le abría el paso admirada de su presencia, y las mujeres de los regimientos lo miraban con impudicia.

    No niego que mi padre haya sido de temperamento fuerte y decidido, de ésos que no cejan hasta obtener lo deseado, de pasiones fuertes y dolorosas… Sin eso, no habría conseguido lo que logró. Sólo los hombres que sufren impulsos profundos, como él lo hizo, llegan lejos, y él no escapó a su destino. Por eso tenía tanto arrastre y tantos amigos. Daba el todo

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