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Veinte crónicas policiacas Memorias de medio siglo de crímenes en Bogotá
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Veinte crónicas policiacas Memorias de medio siglo de crímenes en Bogotá

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About this ebook

Lo triste es que, aunque se entusiasmó con la idea del libro, más por alimentar nostalgias que por cualquier otro motivo, no lo comenzó. Entonces le abrí una nueva posibilidad, alentado por haber aceptado encargarse de las secciones "Hace 50 años" y "Hace 25 años" en El Tiempo, lo que lo obligaba a consultar las colecciones de los diarios: que recogiera los textos de sus propias páginas publicadas desde su uso de La Razón.
Le prometí, contra toda posibilidad de mi parte pero con la más entrañable buena voluntad, ayudarlo en el copiado y la edición (como lo hice para el libro Crónicas de otras muertes y otras vidas con su histórico trabajo sobre el proceso Gaitán), siempre y cuando él me orientara en las fechas de las selecciones.
Lo único nuevo que debía hacer era algunas notas muy breves para aclarar nombres y explicar locuciones o procedimientos incomprensibles para la inteligencia del lector actual, o para contar alguna anécdota al margen, no divulgada en su oportunidad, como la de su amenaza de muerte por parte de los sicarios de papá Fidel...

LanguageEnglish
Release dateAug 28, 2020
ISBN9780463112588
Veinte crónicas policiacas Memorias de medio siglo de crímenes en Bogotá
Author

Felipe Gonzalez Toledo

Felipe González Toledo nacido en Bogotá, 27 de julio de 1911 y fallecido en la misma ciudad el 21 de septiembre de 1991, fue un periodista colombiano, quien introdujo un nuevo estilo de crónica judicial en el periodismo de su país. Gabriel Cano Villegas en 1945 le daría la suma de tres sueldos y se lo llevaría como exclusivo a El Espectador y de allí nacerían sus historias más conocidas.De sus trabajos periodísticos se harían famosos varios personajes como: “Teresita la descuartizada” , “El bahúl escarlata”, “El doctor mata” y “La muerte llamó tres veces”, entre otros. También se le reconoce el haber identificado el cadáver del asesino de Jorge Eliécer Gaitán, Juan Roa Sierra

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    Veinte crónicas policiacas Memorias de medio siglo de crímenes en Bogotá - Felipe Gonzalez Toledo

    Veinte crónicas policíacas

    Felipe González Toledo

    Veinte crónicas policíacas

    © Felipe González Toledo

    Primera edición 1956

    Reimpresión agosto de 2020

    © Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    ISBN: 9780463112588

    Tel 9082624010

    NYC USA

    Sin autorización e escrita y firmada por el editor, nadie podrá reproducir parte o la totalidad de esta obra por cualquiera de las formas vigentes para la comercialización de productos bibliográficos. Hecho el depósito de ley en Colombia.

    Veinte crónicas policíacas

    Este libro

    Dedicatoria

    La muerte llamó tres veces

    El cadáver viajero

    Cuerpo de mujer por libras

    El crimen del prebendado

    Los zapatos amarillos

    El Doctor Mata, criminal único

    El Perro Lobo, récord criminal

    Barragán, enemigo público

    La vida y la suerte de don Manuel

    Coronel, a prisión perpetua

    Los misterios gozosos y dolorosos del 301

    El caso de la peluca

    La fritanguera y el retratista

    Cartas del más allá

    Jirones de un famoso proceso

    La muerte de Uriel Zapata

    Cómo nos llegó la marihuana

    Ojo por diente y diente por ojo

    Huesos ante el jurado

    Cuando la crónica roja tenía que ser inventada

    La Ley Lleras

    Malicia... ¿indígena?

    Las batidas coladas

    La delincuencia crece y se tecnifica

    Inventativa periodística... y policial

    De León salió tigre

    Para eso pagan

    Este libro

    Cuando Felipe González Toledo empezó a "disfrutar" de su precaria pensión de retiro, después de más de cincuenta años de trabajo –sin más tregua que la que exige el agotamiento físico– en los más importantes periódicos capitalinos, quise estimularlo en uno de sus frecuentes momentos de escepticismo ratificándole una propuesta que, desde cuando fundamos el semanario Sucesos, le venía haciendo sin éxito: que escribiera sus memorias profesionales, ni más ni menos la reseña del proceso y progreso de la delincuencia bogotana en nuestro siglo, basándose en los principales casos que él había cubierto –como se dice en la jerga periodística– y descubierto, ya que Felipe muchas veces iba en sus pesquisas más lejos que los investigadores oficiales y llegaba a proponerles alternativas que ellos no habían supuesto.

    ¿Quién, pues, mejor que Felipe para tal empresa? Es más, le di una especie de título y subtítulo tentativos y tentadores para el libro: Sesenta años de crónica roja: de Papá Fidel a Carlos Lehder. El primero fue el más famoso de los capos de la fabricación clandestina de licores en los alrededores de Bogotá y el último el personaje principal, en el momento en que los carteles de la droga empezaban a ser descubiertos internacionalmente.

    El contraste entre la delincuencia pueblerina de los cafuches y el crimen organizado de los narcoterroristas internacionales de ahora.

    Yo sabía que Felipe había tomado aguardiente con Papá Fidel en alguna trastienda de barrio, pero dudaba que hubiera conocido a Lehder.

    –¡Claro que lo conocí! –me aseguró–. Desde cuando él era casi un niño he seguido su "carrera" muy de cerca. ¿No recuerdas a una señora muy discreta y distinguida que a veces venía a buscarme a la oficina y con quien salía a la cafetería, pues ella no quería que ustedes se enteraran de nuestra conversación? Era la señora madre de Lehder, que quería hablarme, angustiada, de las precoces conductas delictivas de su hijo en Estados Unidos y de sus frecuentes detenciones. Me pedía consejo...

    –Pero... ¿cómo es que no escribiste ese gran reportaje humano, con tal oportunidad?

    –No, no hay que confundir la oportunidad con el oportunismo, y en realidad en ese momento no valía la pena. Además, las confidencias no deben ser utilizadas, y menos en detrimento de terceros inocentes, en este caso una madre. El periodista es un colaborador de la justicia en su lucha en defensa de la sociedad, pero la ética le impone obligaciones humanas.

    No se puede correr a publicar cuanto chismecito se oye por ahí... No todo es noticia, como piensan –si es que piensan– los afanosos reporteros de hoy. ¡La gran crisis de nuestro periodismo es la falla de criterio para escoger entre lo que se debe y no se debe, y cómo y cuándo publicar!

    (Al reproducir este diálogo no sé si todas las palabras son suyas. Algunas pueden ser mías, pero de todas maneras interpretan su pensamiento. Entre maestro y alumno pueden presentarse estas confusiones...).

    Lo triste es que, aunque se entusiasmó con la idea del libro, más por alimentar nostalgias que por cualquier otro motivo, no lo comenzó. Entonces le abrí una nueva posibilidad, alentado por haber aceptado encargarse de las secciones "Hace 50 años y Hace 25 años" en El Tiempo, lo que lo obligaba a consultar las colecciones de los diarios: que recogiera los textos de sus propias páginas publicadas desde su uso de La Razón.

    Le prometí, contra toda posibilidad de mi parte pero con la más entrañable buena voluntad, ayudarlo en el copiado y la edición (como lo hice para el libro Crónicas de otras muertes y otras vidas con su histórico trabajo sobre el proceso Gaitán), siempre y cuando él me orientara en las fechas de las selecciones.

    Lo único nuevo que debía hacer era algunas notas muy breves para aclarar nombres y explicar locuciones o procedimientos incomprensibles para la inteligencia del lector actual, o para contar alguna anécdota al margen, no divulgada en su oportunidad, como la de su amenaza de muerte por parte de los sicarios de papá Fidel...

    Su disculpa final fue la de que no podía desplazarse como el proyecto lo requería y que, lo real y tristemente cierto, estaba perdiendo la vista. Lo poco que podía sacar en limpio ya, se debía a que siempre fue un magnífico mecanógrafo que podía escribir a ciegas (unos impolutos originales, así se sentara a la mesa de redacción después de una alcoholizadamente larga charla con sus informadores en la viciada y peligrosa penumbra de un café de extramuros) pero sin una letra, una palabra o un concepto en falso.

    Me prometió pensarlo, pero cuando yo ya había perdido toda esperanza me comunicó que "para quitarse de encima" mi suplicante insistencia había resuelto reconstruir de memoria –sin tomar notas "para no molestar a nadie"– algunos de los más famosos casos, lo que me sorprendió inocultablemente aunque yo sabía que su memoria era infalible. Él, que reparó en ello, me convenció de inmediato:

    –Detalle que se me olvide es porque no vale la pena...

    ***

    Fue así como inició y fue llenando lentamente –pues él medía y pesaba siempre las palabras antes de escribirlas y aun de pronunciarlas – estas cuartillas que, puedo asegurarlo, fueron las únicas que González Toledo escribió para ser publicadas en libro. No siguieron una pauta previa ni guardan un orden cronológico.

    No sé si el título sugerido por él para el libro, el mismo de su crónica La muerte llamó tres veces, sea en definitiva el que aparece, aunque yo se lo critiqué no sólo por parecerse al muy famoso del cartero que sólo llamó dos, sino porque acababa de aparecer en las carteleras una película con nombre igual al del "cuento" de Felipe.

    Ya la muerte lo llamaba a él, que la cortejó tantas veces...

    Fueron diecinueve capítulos, Acabo de cumplir 80 años... ¡y no doy más!, nos dijo a Juan Leonel Giraldo y a mí en una de las últimas entrevistas que tuvimos en su casa, de tan grato y familiar ambiente chapineruno (que él llevaba en el alma).

    Entonces, ¿por qué aparecen aquí veinte? Por mi manía de redondear las cosas. Y porque, al seleccionar las páginas publicadas por nuestro semanario con destino al libro que editó en 1993 la Universidad de Antioquia, encontré –y la trasladé a éste– una que se refería a aquella dichosa edad y siglos dichosos (González Toledo era, naturalmente, quijotesco y cervantino) cuando en Bogotá eran tan escasas las noticias de policía que tos periódicos tenían que inventarlas para satisfacer la ansiedad de los lectores de misterios (lo que después vino a llamarse suspenso, tal vez porque las historias se prolongaban por entregas...).

    El más tremendo de aquellos inventores fue Porfirio Barba Jacob quien, cuando era jefe de redacción del vespertino de los Cano, creó un tenebroso personaje cuya mano apareció impresa en la página –ya que no había el retrato de la víctima que era el gancho del pregón de los voceadores– para infundir verosimilitud al infundio.

    Mano que denunciaba –de haber existido en ese tiempo tal recurso investigativo de identificación– las huellas dactilares de Miguel Angel Osorio, el maestrico de Angostura que se convirtió en compulsivo fundador de periódicos y a quien tantos folletones acreditan también como precursor del "amarillismo"... (aunque en blanco y negro).

    Caso aparte es el de otros cronistas policíacos, como José Joaquín Ximénez, de El Tiempo, quien dedicaba versos suyos a las anónimas víctimas de tragedias tan frecuentes en los años 40 como suicidios en el Tequendama (el salto, porque el hotel entonces no existía).

    Gabriel García Márquez llamó a Felipe González "el inventor de la crónica roja" pero la connotación que le dio es la misma –si no estamos tan alejados de la realidad maravillosa– que se advierte en la última frase del primer capítulo de Cien años de soledad sobre la llegada del hielo a Macondo: Es el gran invento de nuestro tiempo.

    ***

    Guando conocí a Felipe, en 1945, ya no se inventaban noticias. Sobraban. Otros dos grandes de la crónica policial actuaban entonces: Ismael Enrique Arenas, quien al servicio del diario de los Santos se movía como pez en el agua en los altos estrados judiciales, y Rafael Eslava, quien alimentaba con innegable habilidad las calderas subversivas de El Siglo. La policía –y no sólo el cuerpo mismo sino la información producida en esa rama– se politizó.

    No puede ser de otro modo cuando el estatuto de moda es el código penal. El enfrentamiento entre los partidos llevó a Colombia a una violencia consuetudinaria y la crisis de los valores a una degradación social que ya devaluó tanto la vida que no son noticia de primera página ni las masacres cotidianas.

    ***

    La primera crónica que F. G. T. me entregó para este libro, como cosa rara, no se refiere a un caso notable. Su tema lo mantuvo inédito hasta cuando se sintió liberado, cuando estoy más allá del bien y del mal, es decir, sin compromisos laborales ni con uno ni con otro. Él siempre fue un ejemplo de nobleza y lealtad.

    No había querido molestar a sus queridos amigos y compañeros de siempre al describir, eso sí, en la forma más delicada y elegante para no herir susceptibilidades, una anécdota que revela la competencia profesional entre El Tiempo y El Espectador. Es la que cuenta el trágico enfrentamiento de dos fotógrafos de cajón y trapo negro, pioneros de la reportería gráfica callejera, y cuyos supérstites hacen parte del típico ambiente de los parques colombianos.

    ***

    Este es, pues, un libro incompleto para quienes exigíamos más cantidad de su autor, pero suficiente, plenamente satisfactorio, para sus lectores viejos y los, cada vez más, nuevos. Es su único libro original y exclusivo y, finalmente, su obra testamentaria.

    Y aquí, después de haber soslayado tantos recuerdos personales para quitar a este preámbulo la peligrosa expresión de sentimientos tan profundos como los que consolidaron vidas paralelas y familiarmente sin secretos, la infidencia final:

    Como Felipe había pedido a su admirable esposa Elvira y a sus queridos hijos que no lo depositaran en el mausoleo de los periodistas porque quería que sus cenizas hicieran parte del aire bogotano, ellos cumplieron al pie de la letra tal voluntad irrevocable. Silenciosa, discreta y lentamente las fueron derramando al aire helado de los cerros en el más triste descenso del funicular de Monserrate.

    Rogelio Echavarría

    Bogotá, mayo de 1994.

    Dedicatoria

    Con afecto y gratitud, dedico este trabajo, a

    Juanita González Marino, sin cuya generosa y

    eficaz ayuda no hubiera podido realizarlo.

    Felipe González Toledo

    La muerte llamó tres veces

    El hombretón entró al cafecito con pasos duros, echó una mirada panorámica al recinto casi vacío y se acomodó en una mesita arrinconada. Llevaba botas, pantalón de dril, camisa de cuadros, chaqueta de cuero y un sombrero de anchas alas. La copera, una mujeruca de aspecto humilde, casi insignificante, se hacía tener en cuenta por su embarazo, ya cercano a los siete meses.

    –¿Qué le sirvo?

    A esta pregunta de la mujeruca, el hombre respondió escuetamente, pero con un acento que bien podría calificarse de amable:

    –Tráeme una cerveza fría. Puede ser de una marca cualquiera...

    De una vez consumió ávidamente la mitad de la botella, y con golpes en la mesa llamó de nuevo a la muchacha, para preguntarle:

    –¿Quieres tomar alguna cosa?

    Tras falsa vacilación, la copera aceptó una gaseosa, la trajo enseguida y ocupó un asiento al frente del hombre.

    Para reanudar el diálogo, el hombre de marcado aspecto rural preguntó:

    –¿Cómo te llamas tú?

    –Mi nombre de pila es Lucinda, pero aquí me dicen Lucy –respondió tímidamente la muchacha. Y agregó anticipándose al interrogatorio–: Yo soy de Sutatausa.

    –Yo me llamo Antonio Cortés y he simpatizado mucho contigo. Dame otra cerveza bien helada.

    –Tanta simpatía me has despertado, que estoy pensando en hacerte una propuesta que posiblemente te parecerá buena.

    Varias mesas del cafetín habían sido ocupadas y el trabajo de la muchacha impedía la continuación de la charla.

    En una breve oportunidad, el hombre la llamó:

    –Lucinda. Yo prefiero llamarte Lucinda...

    –Como guste, señor Cortés...

    Yo vuelvo mañana a despedirme –dijo el hombretón– porque el viernes me voy para mi finca de los Llanos y demoro unas dos semanas.

    A la misma hora de la víspera, diez de la mañana, llegó Cortés al cafetín, en busca de Lucinda. La saludó diciéndole mi amor y le reprochó cuando ella le respondió llamándolo don Antonio. Y entró en materia:

    –Pasé la noche pensando en ti y acariciando mi proyecto. Tú me gustas mucho y he pensado en casarme contigo. Yo vivo muy solo en la finca y quiero que me acompañes.

    –¿Pero es que usted no se ha fijado en el estado en que me encuentro?

    –Claro que sí –contestó Cortés con una expresión indulgente y algo alegre y, como si esta benevolencia no fuera suficiente, agregó en un tono melifluo:

    –Esa situación tuya es una ventaja para mí. Me he dado cabal cuenta de que estás esperando un hijo para muy pronto, y pienso que él será tu compañero mientras yo paso el día lidiando el ganado. Será algo así como tu juguete y tu alegría de la vida durante mis ausencias. Pero, para hacerme estas ilusiones, debo preguntarte algo

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