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La partícula D
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La partícula D

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Un investigador privado, con el particular vicio de la lectura, es contratado por una bella y misteriosa rubia para hallar a un escurridizo inventor.
La misión encomendada conduce a nuestro héroe a una búsqueda caótica y desenfrenada, al estilo novelas de la serie negra, donde desde el principio se genera una atmósfera de misterio, en medio de una trama en apariencia caprichosa que llega a despistar al investigador.
La acción, que transcurre en Manhattan, desorienta tanto al investigador como al lector, pareciendo un laberinto sin principio ni fin.
En definitiva, plantea la cuestión central de toda literatura de ficción: qué es real y qué es ficción, y más allá de lo literario esta pregunta abarca el conjunto de la realidad frente a la imaginación.
En el trance de qué es real y que ficción la obra no elude el homenaje a una serie de obras literarias, cinematográficas y televisivas contemporáneas y a sus autores.
Sarcasmo, humor, picardía, sexo, violencia y una sutil melancolía, son los ingredientes que acompañan la trama.

LanguageEnglish
Release dateMay 17, 2019
ISBN9780463945490
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    La partícula D - Alvaro Malmierca

    Álvaro Malmierca

    LA PARTÍCULA D

    El enigmático caso de la dama misteriosa, el inventor malicioso y el investigador despistado.

    Alexandria Library Publishing House

    MIAMI

    © Álvaro Ángel Malmierca, 2010

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, distribuida o transmitida en ninguna forma ni en ningún medio, incluyendo fotocopia, grabación u otros métodos electrónicos o mecánicos, sin la previa autorización por escrito del autor, excepto en el caso de citas breves en comentarios críticos y otros usos no comerciales permitidos por la ley de derechos de autor. Para las solicitudes de permiso, escriba al autor a la siguiente dirección electrónica: alvaromalmierca@hotmail.com

    http://www.alexlib.com- info@alexlib.com- 305-469-6796

    I. LA DAMA MISTERIOSA

    II. LA PERSECUCIÓN

    III. UNA DOSIS DE MARTIRIO

    IV. EL CLUB ÍTACA

    V. UN POLICÍA CUÁNTICO

    VI. STICKY BOOKS

    VII. UN ENCUENTRO INESPERADO

    VIII. EL TURISTA ARGENTINO

    IX. CAFÉ LA FORTUNA

    X. EL DAKOTA

    XI. LA INVENCIÓN TEATRAL

    XII. EL HOTEL DE LOS FANTASMAS

    XIII. LA BALACERA

    XIV. UN EPÍLOGO DEMASIADO LARGO

    I. LA DAMA MISTERIOSA

    You are everything, everything!

    Tu sei la prima donna del primo giorno della creazione.

    Sei la madre, la sorella, l’amante, l’amica,

    l’angelo, il diavolo, la terra, la casa…

    Marcello Rubini (Marcello Mastroianni)

    La Dolce Vita, Federico Fellini 1960

    El caso es que de pronto, como empujada por el viento, la puerta de mi mísera oficina se abrió de par en par.

    En ese preciso instante entró ella.

    Esbelta, soberbia, superlativa en su elegancia.

    La mujer más hermosa que haya podido existir jamás.

    Entró sin llamar, cual bocanada de aire fresco, y avanzó en forma comedida, con el andar resuelto de quien hubiera tenido por costumbre pasearse por mis pobres dominios con asiduidad, lo cual, de haber sido cierto, hubiera contribuido notablemente a alegrarme la existencia.

    Toda ella emanaba una suerte de resplandor dorado, una grandiosidad nunca antes vista y a la vez un misterio insondable pesando impiadoso sobre el armónico contoneo de sus bien formados hombros.

    Me dirán, y es verdad, que una mujer así no se anuncia. Se presenta y ya.

    A su paso noté, incrédulo, que se habían apagado todos los sonidos. Al menos en mis oídos. De ahí que al principio me costase aceptar que fuera real y no el mero producto idealizado de mi mente reblandecida por el alcohol.

    Pero apenas observarla con mayor detenimiento supe que sí era real, solo que a la manera que había sabido serlo Farrah Fawcett cuando era Jill Munroe. Llevaba consigo, sin habérselo propuesto ni tener conciencia de ello, ese tipo de belleza que se percibe eterna, inalcanzable, más allá de que después pueda existir la bebida, la decrepitud, el cáncer de colon, las batallas perdidas y la muerte.

    El ala del sombrero, —porque usaba sombrero, tipo capelina—, intentaba inútilmente ocultar la belleza despampanante de un par de ojos profundos como el vasto universo; ojos que no dudaron ni un instante en radiografiarme de pies a cabeza con gatuna impertinencia, cual si me hubiera estado midiendo.

    Claro que me causó una profunda impresión.

    ¿Acaso no se nota?

    De inmediato vino a sentarse frente a mí sin saludar ni pedir permiso y cruzó las piernas, para mi deleite, con un despliegue digno de Sharon Stone, pero con naturalidad, sin intención procaz, —quiero creer—, aunque con mayor encanto y mejor paisaje para mostrar, créaseme, como si sus instintos básicos hubieran sido de algún modo más básicos y más instintivos.

    Por otra parte, sobreponiéndome al llamativo alarde anatómico que produce la depilación brasileña, —que a esta altura se ha convertido para las mujeres en lo que la desforestación para la selva virgen—, conseguí percibir que era rubia natural, lo cual, no me avergüenza confesarlo, siempre consigue ponerme cachondo. Es decir, algo más de lo habitual, pues sabido es que el hombre y el bonobo son los únicos animales que viven en celo permanente, y yo acaso sea más parecido a un bonobo de lo que estaría dispuesto a aceptar.

    En este caso me sobrevino cierta rebeldía interior.

    La primera y única vez que una beldad de tales proporciones me hacía el honor de entrar a mi cubil, era uno de esos días en que al mediodía no había tenido mejor ocurrencia que comerme un sándwich de pastrami caliente con demasiado picante, excentricidad muy neoyorkina, por cierto, pero que me tenía devastado.

    Y habiéndoseme gastado la provisión habitual de Pepto Bismol que suelo guardar para estos casos, y sin siquiera contar con una mísera Coca-Cola Ligth con hielo y limón que viniera a contener el incendio que avanzaba tenaz por mi interior, con la insidia de un comando apache, desde hacía horas que no hacía más que repetir… y repetir.

    Me costó disipar una burbuja con gusto a ajo que me llegó desde lo más hondo de mi torturado ser. Hubiera odiado que el hedor de mis entrañas hubiera podido ofender la fina naricita de mi visitante, dibujada con cuidadoso empeño por el bisturí del Creador, que cuando se lo propone puede ser impecable, del mismo modo que otras veces resulta implacable.

    Ella se tomó su tiempo en colocar un cigarrillo en una larga boquilla blanca de nácar, —cual si de una diva de los años cuarenta se hubiera tratado—, puso la boquilla entre sus oferentes labios color carmín, y se adelantó apenas, con gesto displicente, para recibir fuego de mi embobado encendedor.

    ¿De qué hubiera valido hablarle sobre los peligros del tabaco?

    —Gracias por el fuego—, suspiró, a la vez que sugestivamente enrollaba un dedo entre los rizos dorados de su larga cabellera.

    La dama misteriosa, pensé para mis adentros, reconociéndola de pronto y sintiendo cómo la carne se me ponía de gallina. La clásica dama misteriosa de los relatos policiales, llegando finalmente hasta mí.

    ¡Cuánta emoción!

    Toda ella de carne y hueso, —buena osamenta y mejores carnes—, cómodamente instalada dentro de su elegante trajecito DyG color marfil, inapropiado acaso para la ocasión y para aquel barrio, pero definitivamente sexy.

    Los stilettos Manolo Blahnik, más llamativos que los de Carrie Bradshaw, y una pequeña carterita Louis Voutton —¿cómo adivinaron?—, colgando como al azar de su mano enguantada en fina cabritilla, seguro que de alguna marca cara que en ese momento mi perspicacia de sabueso no alcanzó a identificar.

    Como detalle curioso y fuera de contexto, noté que traía apretado contra el pecho, cual si de un crío se tratase, un ejemplar en rústica y bastante sobado de Moby Dick.

    —¡Ah, el viejo Melville! — me permití comentar en un intento fallido por romper el hielo. —Hay quienes aseguran que Moby Dick es un mensaje en clave del propio Dios, que usó al viejo Melville a modo de escriba, como ya en otros tiempos usó a Moisés y a otros tantos de esos señores adustos y barbados…

    Me contuvo en mi entusiasmo con la expresión severa de esos ojos suyos de color indefinido, por momentos azules, por momentos grises, aun cuando para bien del relato, se me ocurre, hubieran debido ser color topacio, que es el que va mejor con las damas misteriosas.

    —No vine hasta aquí para hablar de literatura—, sentenció en un tono que sonó a regaño. Y conste que no me gusta ser regañado y menos por una mujer, por más bella que sea.

    —Presumo que tampoco habrá venido para hablar de ballenas blancas —repliqué—. Pero no se enoje. De hecho ya ve, yo mismo estaba leyendo. Es lo que suelo hacer cuando no tengo otra cosa que hacer. Soy una especie de lector empedernido. La lectura es mi mayor pasatiempo y el peor de mis vicios. Un vicio que quisiera sacarme de encima y que no puedo.

    Mi afán por la lectura me había hecho descuidar cosas importantes en la vida y de alguna manera sentía que le debía mis mayores fracasos. Pero igual seguía leyendo. Un verdadero desastre.

    Ella me detuvo en forma abrupta, sin estar dispuesta, por lo visto, a intimar de ningún modo ni a hacer concesiones.

    —Sepa que no es mi caso. Y no me incumben sus problemas personales.

    El libro que había estado leyendo hasta entonces se me desmoronó de entre las manos, cual si se hubiera licuado, y fue a caer a mis pies casi sin emitir ruido, como un burdo amasijo de hojas inconexas que iban dejando por el suelo una lenta pero inexorable hemorragia de letras.

    Ella permaneció impasible. El humo del cigarrillo flotaba delante de su rostro como un velo sutil, impidiendo que sus rasgos terminaran de alcanzar el definido contorno de su descomunal belleza, acaso para no encandilarme.

    Me ajusté la corbata.

    A diferencia de otros colegas, me gusta mantener el cuello de la camisa cerrado y en lugar del nudo corredizo americano, prefiero el triángulo sólido, noble y rotundo del nudo Windsor.

    —Usted dirá en qué puedo servirla—, dije, intentando conferir a mis palabras un tono estrictamente profesional, mientras juraba para mis adentros que jamás volvería a intentar hacer comentarios literarios con una desconocida, ni a probar un emparedado de pastrami caliente en mi vida, más allá de que, al decir de Woody Allen, solo quien ha comido ajo puede darnos una palabra de aliento.

    La dama misteriosa, toda ella, adelantó hacia mí la prodigiosa belleza de su rostro anhelante y me susurró con una voz que sonó como un ronroneo felino, envolvente, arrullador, tal cual la coda de un orgasmo auténtico:

    —Necesito desesperadamente sus servicios.

    —¡Pues qué bien, qué halagador! ¿Y cómo llegó hasta mí, si puede saberse?

    —Vi un anuncio suyo en el periódico y me atrajo lo que decía.

    Mi compromiso es llegar a la verdad; la última verdad.

    Eso es lo que reza el aviso que desde hace años vengo publicando tres veces por semana en los clasificados del New York Times, dentro de un pequeño recuadro con mi nombre y demás datos.

    Perdóneseme la mala literatura.

    Es el modo en que ofrezco mis servicios.

    Un tanto grandilocuente, podrán decirme. Mi compromiso. Porque el tamaño del aviso es más bien reducido. Es decir, el único al alcance de mis famélicos bolsillos.

    En todo caso lo que importa es atraer al lector, sea como sea.

    Es una máxima que aprendí hace mucho.

    Pero no vayan a asustarse.

    A esta altura ya se habrán dado cuenta de que no soy escritor. A los escritores no se les da por poner avisos en los diarios ofreciendo sus servicios.

    Apenas si soy un modesto investigador privado con poco trabajo, desesperado por conseguir clientes que paguen mis cuentas y mis vicios, —abundantes en ambos casos—, que a gatas consigue apañárselas con el arrendamiento de un cuchitril que hace las veces de vivienda y de oficina, en un destartalado edificio pegado al Queens Borough Bridge, sobre el lado este de la mítica isla de Manhattan, la cual, como buena isla y como ya sabrán por tantos libros y películas que tratan sobre el tema, se halla repleta de misterios indescifrables y de extrañas especies que la habitan.

    Para colmo, mi ventana da justo a la altura del puente. De ahí que el alquiler sea sensiblemente más barato que el de otros pisos y el ruido bastante mayor.

    Lo único que puede verse desde allí son coches saliendo y entrando de Manhattan, lo cual no irán a negarme, resulta el paisaje ideal de un esquizofrénico.

    Para darme ánimo, —o acaso para no volverme loco, o al menos no más loco de lo habitual—, prefiero pensar que es una visión por demás poética: Ver a los demás ir y venir mientras yo permanezco.

    Me gusta pensar que a mi manera soy un náufrago en esta isla, en la cual me refugio desde hace ya varios años, sin que nadie se haya tomado la molestia de venir a rescatarme.

    Algo me retiene entre el East y el Hudson.

    Acaso soy un prisionero de mis propios confines.

    Un prisionero contento.

    No feliz, pero contento.

    Con el tiempo aprendí que todos somos náufragos en Manhattan, incluido el alcalde. Me lo dijo un griego amigo, al que ya habrán de conocer.

    —Es extraño—, comenté por lo bajo, casi que sin querer, como pensando en voz alta.

    —¿Qué es lo extraño?—, quiso saber ella.

    —Nada de importancia, en realidad. Es que mi trabajo suele basarse en recomendaciones personales. Usted ya sabe, el tan manido boca a boca. Es la primera vez que alguien llega por el anuncio del periódico, lo cual constituye todo un aliciente a favor de la prensa escrita.

    Ella no festejó mi ironía. Ni se molestó en pretender captarla.

    —Tengo un trabajo importante para usted—, insistió con esa voz nasal que erizaba la nuca. —Por favor no vaya a decirme que no. Usted es el único que puede ayudarme.

    ¿Por qué yo —hubiera debido indagar—, por qué tanta fortuna? Pero en cambio le pregunté si venía a pedirme que le encontrara un halcón de oro.

    Me devolvió una mirada de lo más perpleja.

    —No. ¿Por qué alguien querría hallar una cosa tan rebuscada?

    Presumo que la confundí un poco.

    Me di cuenta que, salvo Moby Dick, no compartíamos las mismas lecturas. Pretender que la dama misteriosa hubiera leído El Halcón Maltés era demasiada exigencia de mi parte.

    En cambio yo, por lógico desvío profesional —como podrán imaginarse—, siento verdadera pasión por las novelas policiales y detectivescas.

    De modo que así como el buen señor Quijano quemaba su hidalga sesera con libros de caballería, yo quemo mi atolondrada y plebeya cabeza de investigador privado con novelas policiales. Y sin haber llegado a convertirme en el don Quijote de la policía (creo que ese fue aquel Sérpico, del cual no sé si alguno se acuerda todavía), terminé igual de descalabrado.

    A veces he llegado a pensar que mi gusto por las novelas policiales fue lo que me condujo a hacerme policía y al mismo tiempo la causa de mi prematuro retiro de la Fuerza. ¿Por qué? Porque leyendo fue que decidí hacerme policía, y leyendo fue que me distraje y no atendí lo que debía atender.

    En suma, lo que pretendo decir es que si en algún momento llegué a pensar que la familiaridad con esos textos policiales y detectivescos iba a permitirme resolver mejor los casos que se me planteaban, me equivoqué de cabo a rabo.

    Las tramas policiales tienen ese devenir engañoso, inventan dilaciones, pistas erradas, datos que terminan no sirviendo para nada, personajes inocuos con aspecto de sospechosos y en fin, cualquier recurso con tal de adormecer la inteligencia del lector.

    La realidad tiene tan poco que ver con esos relatos, que lo único que invariablemente consiguieron aquellos libros, fue distraer mi atención de las cosas importantes.

    Me costó aceptar que un buen policía

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