UN TIFÓN Y EL TOKAIDO
En octubre, Japón vibra con los tifones. Como dragones pintados por algún artista burlón, con la boca abierta y las alas desplegadas, llegan al archipiélago desde el sudoeste y azotan las costas con fiereza. Los dragones, en la iconografía budista zen son seres humanos que han alcan zado la iluminación. Al hacerlo, los bigotes crecen, nacen alas y la persona pasa a ser un animal temido y admirado por su enorme poder. “¡Katsu!” gritan los dragones recién iluminados, mientras surcan los cielos. Los tifones, en cambio, no gritan “¡Katsu!” pero aúllan como monjes locos que reprocharan al cielo su iluminación todavía no cumplida. Las gotas azotan los cristales. El viento pasa de los doscientos kilómetros por hora y arrastra cualquier cosa que esté suelta en la calle. Las olas azotan la isla. Antiguamente, la gente cubría las fachadas de las casas con los amado unas enormes contraventanas oscuras para defenderlas de cualquier desperfecto. Hoy, la gente corre a sus casas, pero los trenes y los coches siguen funcionando, desafiando el poder de la naturaleza. Los dragones ya no son lo que eran.
En octubre del año pasado, yo estaba en Tokio. Los días pasaban templados, todavía lejos del , el cambio de color de las hojas de los arces, que convierten el país en una alfombra roja y naranja. Cansado de Madrid y de su sequedad, Japón era una burbuja verde y húmeda, que ofrecía excursiones tranquilas por rincones poco conocidos. El Japón más agradable es el que se esconde en el , en los pequeños callejones alejados de las calles principales. Ese Japón lo perseguía cada noche. El día, lo pasaba en la biblioteca nacional o en casa de Donald Keene, a quien conocí hace años, y a quien le gustaba que pasara por su casa unas horas para charlar. En realidad, yo había ido a Japón en busca de un personaje y no lo encontraba. En vez, que había descubierto cerca de la habitación en la que dormía, rodeado de locales del distrito de la linterna roja. Suena muy poético, pero era bastante cutre. Me gustaba.
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