
Una de las preguntas que recorre la historia del pensamiento filosófico occidental, al menos desde el giro antropológico atribuido a Sócrates, es cómo debemos vivir, cuál es el estilo más adecuado para experimentar la vida con mayor riqueza y plenitud. Naturalmente, se ha respondido a ello de diversas maneras con mayor o menor acierto.
Quizá por el nihilismo diagnosticado por Nietzsche, a lo largo del siglo XX parece que hemos recobrado conciencia de la falta de fundamento último, no solo en la filosofía, también en las ciencias (según advirtió Nietzsche en La genealogía de la moral, «no hay ciencia sin presupuestos»), en las matemáticas (los teoremas de la incompletitud de Kurt Gödel) y, por supuesto, en la ética. Algunas de estas disciplinas parece que sobreviven bien sin la certeza del fundamento, otras, en cambio, se afanan en su búsqueda.
Expresión de todo lo anterior encontramos en la célebre de Wittgenstein: «Si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un libro de ética, este libro destruiría, como una explosión, todos los demás libros del mundo. Nuestras palabras, usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces solamente de contener y transmitir significado y sentido,