
“Creo –reflexiona Fernando Jiménez del Oso en el prólogo de un libro sobre el Tarot– que, en cierto modo, me “Creo asusta cada vez que, por juego o debilidad, veo desparramarse ante mí estas cartulinas policromadas, siento una mezcla de indignación y resignado fatalismo. Me resisto a que algo tan íntimamente biográfico como mi futuro aparezca allí, presuntamente descrito por la combinación de unas cartas que solo el azar ha ordenado. Sin embargo, observo y escucho con ansiedad lo que el Tarot y su intérprete van anunciando. Es posible que en esos momentos me remueva inquieto en el asiento para comprobar que no se trata de un banquillo o lleve descuidadamente mi mano al tobillo para palparlo libre del grillete; nada tendrá de extraño porque en esa circunstancia soy, más que espectador, reo que oye su sentencia. Luego, reconstruido el mazo y enfundado en su bolsa, recordaré lo que tuvo de conveniente para mí la lectura e intentaré cubrir con un velo de racional escepticismo o que no me guste de lo vaticinado…”.
Ese, y no otro, es el caudal de sensaciones que se experimentan cuando, sentado frente a una acogedora mesa camilla, desfilan sobre un tapete de cálidos colores unos naipes de llamativas ilustraciones que pretenden dibujar escenas de nuestro futuro. Dependerá de la vidente, o el cartomante, que lo escrito en esos Arcanos anticipe un futuro prometedor o un aciago destino. Pero lo que muchos tarotistas no saben es que, en los Arcanos que barajan diariamente en su consulta, hay un código secreto que, hasta la fecha, no ha podido ser del todo revelado… Una reciente investigación