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AMOR Y FELICIDAD UNA PAREJA CON ALTIBAJOS

Se contaba de un pequeño pueblo que hizo una colecta entre todos sus habitantes para que el hijo de la dueña de la tienda de abarrotes pudiera irse a la capital a aprender a tocar el violín. Pasaron los años y el chiquillo, tras vivir a cuerpo de rey en la capital con las contribuciones de los esforzados vecinos, tuvo que regresar para demostrarles a todos su virtuosismo con el violín.

El alcalde, entusiasmado, organizó una audición en la plaza del pueblo a la que fueron convocados todos los conciudadanos. Dio comienzo el concierto. El joven agarró el violín y empezó a emitir con él una serie de sonidos disonantes, horrorosos, sobrecogedores. Al cabo de un momento, cuando al muchacho le pareció, dio por concluido el recital. La madre, emocionada, se dirigió al alcalde, cuyo semblante se demudó: “Señor alcalde, ¿qué le parece la ejecución?”. El alcalde, arremangándose la camisa, le respondió mientras enfilaba hacia el joven: “Hombre, ejecución no… ¡pero un par de trompadas sí se lleva!”. Y es que, cuando los términos son ambiguos, la comprensión se hace imposible. Lo mismo sucede con dos conceptos tan endiabladamente complejos, amplios, difusos y no siempre compartidos en su semántica como felicidad y amor. Vamos a ver la correlación que existe entre ellos.

¿El amor es siempre lo mismo?

Los antiguos griegos, que no tenían un nombre distinto para designar a una avispa o a una mosca pero, en cambio, tenían al menos cinco términos para referirse a lo que nosotros llamamos nada más alma o cuatro para lo que conocemos de forma genérica como tiempo, demostraban que en esto del amor también eran extraordinariamente sutiles a la hora de diferenciar una cosa de otra. Sabían encontrar las diferencias y, al hacerlo, debían nombrar a cada cosa diferenciada por su nombre. Eros designaba, en una acepción ya tardía y reducida, la afectación fogosa, carnal y pasional que sentían entre ellos los amantes. Un tipo de amor que se sentía con la concubina o con el efebo, pero que no guardaba ninguna relación con lo experimentado, algo mucho más racional y operativo –más pragmático– que emotivo, pero extraordinariamente más sólido en la vinculación. Tampoco era lo mismo lo que se podía sentir por un hijo o una hija; en este caso, lo que imperaba era la , de enorme importancia en la cohesión familiar.

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