JESÚS EL EXORCISTA

En el mundo de Jesús confluyen a la vez la magia, la superstición y la religión en un todo armonioso donde la luz y la oscuridad pugnan por hacerse con el dominio del alma humana. La esencia de la vida dimana de ese a quien él suele llamar Padre, una poderosa fuerza que ha creado el universo pronunciando una sola palabra y que lo mantiene unido con sabiduría, belleza, armonía y gracia. Sin embargo, de entre los pliegues de la creación también ha surgido una potencia oscura que intenta oponerse a Dios: el Diablo. Si Dios representa la felicidad, la vida y la salud, su contraparte encarna todo lo contrario: la enfermedad, el sufrimiento y por último la muerte.
Para la mentalidad de la época, el bien y el mal no son dos conceptos subjetivos que se ubicaban en el corazón y en la mente de los hombres, también eran dos realidades objetivas que se podían tocar, e incluso con las que podías encontrarte si acudías a ciertos lugares donde alguna de las dos potencias tenía su morada. Siguiendo las normas para usar la vida que aparecen en la Torah, el ser humano era capaz de alcanzar su verdadero potencial como auténtico heredero de Dios en la tierra. Empero, haciendo caso omiso a las advertencias de los profetas, hombres y mujeres se hacían vulnerables a los embrujos de la oscuridad y del pecado, convirtiéndose de esa manera en presas del dolor y de la amargura. «El pecado nos destruye como la lepra» (Levítico 13).
Todo lo bueno que existía se vinculaba a Dios y a los ángeles, sus fieles mensajeros. Mientras que todo lo malo pertenecía al Diablo y a sus terribles seguidores, los demonios y los espíritus impuros.
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